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El mirador del tiempo

Sevilla y el arte. El edificio más alto de esta ciudad no es la Giralda, el Puente del Centenario ni el rascacielos, sino el tótem imaginario que ha construido desde hace siglos con todo cuando ha tenido a su alcance para inventarse su propia eternidad

17 nov 2016 / 08:00 h - Actualizado: 17 nov 2016 / 08:00 h.
"Arte","Arte por los cuatro costados"
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Solo un soberbio ejemplar de merluzo se atrevería a acometer la desfachatez de condensar en unas pocas líneas la trimilenaria relación de Sevilla y el arte. Pero no porque sea una tarea complicada en sí misma, pues todo es susceptible de resumen si se dispone del tiempo suficiente. ¿Acaso no dicen que al morir le pasa a uno por delante en apenas unos minutos la película de su vida entera? Eso sí que es una síntesis. O como lamentaba el monologuista: Ea, encima que te mueres, te ponen cine español. El problema real radica en que siempre que se habla de estos asuntos asoma las orejas una nutrida troupe de solemnes entendidos dispuestos a rasgarse las vestiduras, cuando sería mucho más productivo, en estos tiempos de tribulación, que las arrojasen al contenedor de la ropa usada. En este duelismo perpetuo que padece la ciudad, habrá una corriente de opinión que diga que no se ha hablado lo suficiente de Juan de Mesa, de Antonio Susillo, de la Niña de los Peines o de Gonzalo Bilbao. Y luego habrá otra facción que diga que todo eso es la zurrapa del tópico y que ya es hora de citar otros nombres, de hablar de otras cosas, de soltarse de las ataduras del tipismo y pedir socorro. O sea, pelea. Pero quizá todo sea mucho más sencillo y menos ofensivo; puede que solo se trate de asomarse uno a esa película de su vida o al menos, al tráiler y detenerse en cuatro o cinco momentos, en tres o cuatro objetos que de un modo u otro lo cuenten todo. Ciertamente, no será un resumen ni una antología ni nada que se le parezca. Pero tampoco hace falta, estando ahí la Wikipedia.

«¿Para qué voy a ir al colegio, si ya sé sumar, restar, multiplicar y dividir?», galleaba una gitanita envuelta entre los suyos, hace cuarenta años, en un tablao callejero. Imposible saber qué habrá sido de ella, ni si ese compendio de saberes que atesoraba en su infancia le habrán bastado para mantener vivo el brillo que entonces tenían sus ojos. Alrededor había, como siempre en estos casos, un retén de alemanes ansiosos de ver cumplidas sus expectativas, esa razonable posibilidad de que las cosas fuesen justamente como ellos esperaban, con gente bailoteando en la calle y paisanos que de pronto agarran una guitarra y se hacen fuertes en una esquina de aires morunos, mientras una superluna como el sombrero del Coyote recorta el Giraldillo al contraluz. Porque esa es la imagen del arte sevillano que cualquier forastero reconoce al instante, la manifestación estética por antonomasia o, como se suele decir, la marca Sevilla.

Pero si un sevillano tuviera que asomarse a ese mirador del tiempo que es su ciudad, si verdaderamente pudiese presenciar fotogramas de su vida pasada para poder explicarse esa relación entre Sevilla y el arte, ¿seguro que vería lunares y palmas? Ahora son muy frecuentes las excursiones y las visitas escolares; antes, no tanto, y por eso se celebraban como algo excepcional. Sobre todo, la del Parque de María Luisa, que prometía –voilà de nuevo el tópico– una mañana radiante, arañazos de palomas en las manos y unos zapatos muy sucios. Entre dianas cazadoras y réplicas de calaveras, entre mercurios descabezados y leones de piedra, aquel Museo Arqueológico mostraba el más singular de sus secretos: el nazarenito turdetano; una figurilla del tamaño de un pulgar, un antiquísimo exvoto consistente en un tipo cubierto con un capirote y las manos extendidas. ¿En qué pensaría aquel heredero de los antiguos tartesios al manejar ese minúsculo bronce? ¿Se le ocurriría imaginar que algún día, miles de años después, el lugar donde vivía sería famoso en el mundo entero por una fiesta donde todo el mundo iría vestido así? A veces, el arte se equivoca y se asoma al futuro, porque la película de la vida aún no está montada y admite ese tipo de anacronismos. Otras veces es al revés, y el viaje es hacia el pasado, como sucede en el Museo de Bellas Artes, adonde también se iba con el colegio pero no se veía nada porque los niños viven en un estricto presente. El milagro de ese tránsito hacia el pasado vendría después, con esa madurez consistente en que se le quitan a uno las ganas de corretear por las galerías y le entran las de fijarse en lo que cuentan los cuadros.

De pequeño, uno pensaba que Sánchez Perrier era una calle a la que iba la gente cuando se enfadaba. Luego resultó que era un pintor con obras colgadas en aquel Museo de Bellas Artes al que llevaban a los niños a que vieran la Inmaculada. Uno de sus cuadros muestra una Sevilla ocre llena de desconchones y jaramagos, pero increíblemente bella en su sinceridad. Una Sevilla con arrugas de vieja y el moño caído. Las barcas aparecen desganadas, como medio muertas sobre un río amuermado al que la ciudad arroja esa imagen suya de recién levantada de la cama que no sale en las postales. Y después de descubrir a Sánchez Perrier uno hacía lo propio con Manuel García Rodríguez, y entonces lo que aparecía ya no era un río hermosamente cochambroso y renacuajero sino una Giralda azulada que se alza a lo lejos de un descampado que hoy está repleto de bloques de pisos. Y por las paredes del museo asomaban a partir de ahí pequeños veleros de pescadores echando la mañana en el río, paisanas en sus patios llenos de tranquilidad y de macetas, cosas de andar por casa. Una de las virtudes del arte es que este siempre le cuenta a su destinatario algo de sí mismo que ignoraba o a lo que no había prestado atención suficiente. Y en el paseo por el Museo de Bellas Artes llega un momento en que uno no sabe si está viendo cuadros o espejos. En sus paredes hay una Sevilla vivida, usada, de segunda mano, que a los forasteros les sugiere el concepto costumbrismo y a los sevillanos los deja sin palabras.

En aquellos años en que los niños salían rara vez de excursión con sus colegios a ver inmaculadas y dianas cazadoras, en las casas se cantaba mucho. Es Maricruz la mocita, la más bonita del barrio de Santa Cruz, el viejo barrio judío, rosal florío, clavao en sus rosas de luz. El olvidado Valverde y los recordados León y Quiroga sonaban en todos los lavaderos de la ciudad; su música venía pegada en las pinzas de la ropa, en las bolsas de azulillo, en las piletas de piedra, y cualquier mediodía sevillano en un patio de luces era enteramente estar metido en una jaula de canarios. Y uno caía en la cuenta, con los años, de que aquellas mujeres estaban haciendo lo mismo que Sánchez Perrier con su paisaje fluvial y que Manuel Barrón con sus atardeceres bruñidos: cantarle a Sevilla una nana sobre sí misma. Mi vida solo eres tú, y por jurarte yo eso me diste en la boca un beso que aún me quema, Maricruz. ¡Ay, Maricruz!, ¡Ay! ¡Ay, Maricruz! El beso de Sevilla a su propia imagen ha dejado por doquier quemaduras de tercer grado.

Por supuesto, la Semana Santa. Palabras mayores. Una de las primeras cosas que aprende el paisano tan pronto como nace al cofradierismo es que no hay nada más grande que una escuela sevillana de lo que sea. De escultura, en este caso. Y empieza la retahíla de nombres de los que no importa si nacieron aquí o no, sino que supieron abrazar la fe sevillana: Pedro Millán, los Vázquez, Ocampo, Montañés, Mesa, Arce, Roldán, Ruiz Gijón, Ramos, Astorga... y así hasta desembocar en Illanes, Castillo Lastrucci y todos los maestros de la gubia que vinieron tras ellos. Y mientras los va enumerando como si fuesen la lista de los reyes godos, enseguida aparece otro paisano para advertirle a uno que también hubo una escuela sevillana de pintura, y vuelta a empezar: Herrera, Roelas, Zurbarán, Castillo, Velázquez, Murillo, Valdés Leal... Da igual que muchos vinieran de otras partes o que luego creasen otras escuelas diferentes o incluso que fuesen eminentemente contrarios a lo que el tópico dice de ellos: forman parte del tótem hispalense a perpetuidad, que es lo que cuenta para el currículum.

A los sevillanos que leen les gusta mucho evocar las palabras que Estragón dedicó a los turdetanos, porque van en esa misma línea de culto a uno mismo: «Son considerados los más cultos de los iberos, ya que conocen la escritura y, según sus tradiciones ancestrales, incluso tienen crónicas históricas, poemas y leyes en verso que ellos dicen de seis mil años de antigüedad». Uno piensa entonces en el nazarenito de bronce del Museo Arqueológico y termina de comprender que todo forma parte de una misma interminable mitología.

Pero un día quitaron las pilas de piedra de los lavaderos y las madres dejaron de comprar bolsitas de azulillo, y entonces la Piquer, Marifé y Valderrama se cayeron de las pinzas y en los patinillos empezaron a sonar los discos de aquellos niños a los que llevaban de chicos a pasar calor al parque y que ya de más talluditos empezaron a ir ellos solitos a comprarse discos: Triana, Alameda, el rock andaluz que contaba Sevilla de otra manera. Ahora las mocitas ya no viven en la calle de la Pimienta, sino en alguna bocacalle cutre de Feria. Abre la puerta niña que el día va a comenzar, se marchan todos los sueños, qué pena da despertar. Por la mañana amanece la vida y una ilusión, deseos que se retuercen muy dentro del corazón. Que es lo mismo más o menos que le pasaba a Maricruz, ay Maricruz, pero camuflado de modernidad en una ciudad donde nada escapa a la fuerza centrípeta giraldesca, al agujero negro de su personalidad imperturbable.

Hasta al Tesoro del Carambolo le inventó una leyenda José María de Mena. No era posible conformarse. Aquello no podía ser solo arte: tenía que ser parte del tótem. Y entonces se imaginaba a Argantonio escondiendo su ajuar antes de la batalla, y dándole a ese lote de orfebrería una significado más allá de su materialidad.

El arte no solo le ha servido y le sirve a Sevilla para mirarse a sí misma ni para darse a entender a los forasteros, sino también para perpetuarse, para excusarse, para llorarse y rezarse, para mitificarse y, aun así, seguir sin comprenderse. Concha Piquer, que también era arte, cantaba: Sevilla será Sevilla mientras haya vino y flores, y mujeres y penillas que canten por seguiriyas hombres que sepan de amores. Se acabó. Ya puede venir Gonzalo Bilbao y pintar a unas trianeras fumándose unos puros así de gordos que aquí lo que se verá será esa magia, ese salero y ese no sé qué. No se quiere ver otra cosa. A lo mejor los colegiales que hoy corren por las galerías del Museo de Bellas Artes sin echarles cuenta a los cuadros aciertan a encontrar en ellos otra cosa distinta cuando acudan a mirarlos, de mayores. Aunque probablemente lo único que harán será quedarse con la copla. No hay otra: es la película de su vida.