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El reportaje literario

El olmo seco de Machado, símbolo de tanta esperanza

El autor de ‘Campos de Castilla’, padre sin proponérselo de toda la poesía del siglo XX, construyó un monumento poético a la esperanza al dialogar con aquel árbol caído junto al Duero cuando a su joven esposa apenas le quedaban dos meses de vida

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
20 ago 2023 / 13:20 h - Actualizado: 20 ago 2023 / 13:23 h.
"El reportaje literario"
  • Antonio Machado y Leonor Izquierdo
    Antonio Machado y Leonor Izquierdo

La primavera de 1912 no fue como todas las demás. El poeta sevillano Antonio Machado había tenido que volver a Soria el año anterior y desde París, pidiéndole dinero a Rubén Darío para el inesperado regresado porque su jovencísima esposa, Leonor Izquierdo, había enfermado de súbito de tuberculosis. Se iba truncando así la única historia de amor auténtico que iba a vivir el autor de Soledades en toda su vida, y que había comenzado al llegar él a aquella ciudad castellana para ejercer como profesor de francés en un instituto en el otoño de 1907... Don Antonio tuvo que esperar a que la chica de la pensión en la que se hospedaba –hija de los dueños- cumpliese los 15 años para que pudiera celebrarse legalmente la boda, el 30 de julio de 1909... Aquellos dos años y medio de matrimonio habían sido los más felices de su vida. Y justo cuando estaba a punto de aparecer el libro más importante de su trayectoria, Campos de Castilla, la tuberculosis de ella los sorprendió a ambos en la ciudad del amor por antonomasia, adonde habían recalado juntos desde el año anterior por una beca para ampliar los estudios de filología francesa de él como profesor. Solo disfrutaron de París unos meses... Y al regresar a Soria, Machado no tenía cuerpo –ni alma- para escribir demasiado sobre un libro que había dado prácticamente por terminado, aunque luego, pasado el tiempo –y enviudado él-, habría de comprobarse que fue a partir de la muerte de Leonor, el 1 de agosto de 1912, cuando al libro –sucesivamente ampliado, hasta 1917- le fueron germinando sus mejores poemas, empezando por los que la crítica llamó después el Ciclo de Leonor, que arranca con el célebre poema “A un olmo seco”, fechado en Soria a finales de la primavera de aquel año que no iba ser como todos los demás. De modo que cuando Machado escribe que “con las lluvias de abril y el sol de mayo, / algunas hojas verdes le han salido”, se refiere a las lluvias y al sol de aquella primavera distinta de aquel 1912 tan particular.

El autor se había encontrado de repente con un olmo tan seco como él mismo –quizás de tanto llorar. La identificación del escritor con el árbol no solamente es inmediata por lo que la tradición cultural había ido construyendo durante siglos gracias a la semejanza entre el copa del árbol y la cabeza del ser humano, los troncos de ambos y hasta los pies, llamados raíces en el caso del ser vivo vegetal –ahí estaba Dafne convertida en laurel para huir de Apolo-, sino por la situación lamentable en la que se hallan los dos, el olmo seco a la orilla del Duero y él mismo, que había llegado a la ciudad del Duero para enamorarse y se encontraba entonces tan mustio de soledad y miedo porque la enfermedad de Leonor seguía el mismo curso de los ríos manriqueños, es decir, hacia la mar, que es el morir... De modo que cuando el poema arranca diciendo aquello de “Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido...”, es fácil comprender una identificación plena con el mismo poeta que contempla el árbol, ya viejo y hendido por la maldición, podrido en lo más íntimo de su ser... Ambos se sienten viejos, claramente, y hendidos por ese rayo que a Miguel Hernández le iba a servir dos décadas después justamente como símbolo del amor capaz de iluminar y destruir al mismo tiempo. Sin embargo, la esencia del poema no radica en lo viejo, lo hendido o lo podrido que pueda estar el olmo, que lo está, sino en que, gracias a aquella primavera tan particular, “algunas hojas verdes le han salido”, sorprendente, inesperada, milagrosamente.

El grito con el que se inicia la segunda estrofa insiste en la edad del árbol: “¡El olmo centenario en la colina / que lame el Duero!” En efecto, que el árbol haya cumplido más de cien años nos hace presuponer, aunque solo lo veamos a través de las palabras del poeta que lo contempla en realidad, que pueda describirse así: “...un musgo amarillento / le mancha la corteza blanquecina / al tronco carcomido y polvoriento”. ¡Qué endecasílabos tan bien medidos, qué acentos tan bien colocados para describir a un árbol cuya descripción dentro del poema va a continuar confirmándonos su acabamiento: “No será, cual los álamos cantores / que guardan el camino y la ribera, / habitado de pardos ruiseñores”. Evidentemente, al margen de que los álamos –y no los olmos- van a ser los árboles del amor en Machado, ¿cómo se iban poner a cantar “los pardos ruiseñores” en unas ramas tan secas. Está claro que los pájaros prefieren los verdes árboles de la ribera y no aquel centenario olmo por el que “ejército de hormigas en hilera / va trepando por él, y en sus entrañas / urden sus telas grises las arañas”. ¿Cómo iban a preferir los pardos ruiseñores cantar en un árbol repleto de hormigas y telas de araña? ¿Cómo la vida a encontrar una mínima complicidad en un árbol tan cerca de la muerte, más muerto en vida de lo que el paseante hubiera podido imaginar al otearlo desde lejos?

Viejo olmo...

Es el poeta el que se acerca al árbol. Hasta tenerlo delante. Seguramente Machado, un poeta de tanta carnalidad, tuvo que palpar el tronco del viejo olmo para escribir sobre él, para hacerlo suyo, para sentirse tronco con aquel tronco que se aferraba como él mismo a la vida, aunque el poeta estuviese pensando más bien en la vida de Leonor que en la suya propia... Si el poema ha alcanzado indiscutible universalidad no es porque en el mismo se refiera el poeta, concretamente, a su drama personal, sino precisamente por no referirse a él ni mencionar a Leonor siquiera. Tan solo la focalización del momento histórico en el que lo escribe nos permite deducir una interpretación. El poema es universal porque coloca a un ser humano frente a un árbol y despliega poéticamente un diálogo de igual a igual en la inquietante brecha de la supervivencia, del amor a la vida, de constatación del milagro de que “algunas hojas verdes” le hayan salido a un árbol cuyo sino parece ya más que esbozado.

De hecho, la segunda parte del poema–la verdaderamente dialógica- traza ya los posibles destinos del árbol en consonancia con la época, la de aquella misma primavera irrepetible de 1912... “Antes que te derribe, olmo del Duero, / con su hacha el leñador, y el carpintero / te convierta en melena de campana, / lanza de carro o yugo de carreta; / antes que rojo en el hogar, mañana, / ardas de alguna mísera caseta, / al borde del camino; / antes que te descuaje un torbellino / y tronche el soplo de las sierras blancas; / antes que el río hasta la mar te empuje / por valles y barrancas...”. Antes... Antes de cualquiera de esas posibilidades que se enuncian encadenando preciosas rimas consonantes, el poeta quiere tener una última conversación con el árbol, constatar su identificación con él, levantar acta del símbolo vital en el que se ha convertido, súbitamente, en aquella jornada de la primavera de 1912, apuntar en su libretita la gracia, el milagro, lo insólito de esas “hojas verdes”. ¿De qué fuerza telúrica, de qué sabia, de qué vida subterránea, de dónde han podido surgir aquellas “hojas verdes” en un olmo acabado?

El olmo seco de Machado, símbolo de tanta esperanza
Leonor Izquierdo

Y sin embargo, la gracia

Lo más seguro es que el árbol terminara convertido en melena de campana, o en lanza de carro, o en yugo de carreta, pues la madera servía entonces para todos esos menesteres. Era probable también que el árbol, talado y convertido en leña, terminara calentando a alguien en una cocina remota, o que, prácticamente reducido a un tronco seco, terminara descuajado, tronchado y arrastrado por el Duero hasta la mar océana, tan lejos, a través de “valles y barrancas” por el corazón de la vieja Iberia, hasta el Atlántico... Cualquier posibilidad de entre estas era muy posible. Y, sin embargo, el poeta no le dedica la esencia de su esperanzador poema a esas opciones tan seguras, sino al diálogo que mantiene con el árbol. De nuevo el vocativo, la directa apelación, el llamar al árbol por su nombre: “Olmo”. “Olmo, quiero anotar en mi cartera / la gracia de tu rama verdecida”, le dice, como si se lo susurrara a su oído de corteza vieja. Olmo, lo llama Machado. El árbol frente al hombre, ambos con igual destino a fin y al cabo porque todo ser vivo vive hasta que viene a buscarlo el destino fatal de la muerte... Olmo, le dice Machado, y lo escribe así. Viejo olmo... Hay un instante del poema, que parece no depender de sus palabras sino de la lectura individualizada de cada persona en estos últimos 121 años, en el que el viejo olmo y el viejo Machado parecen abrazarse. En rigor, el poeta solo tenía 32 años y sin embargo iba a escribir por aquella época, al aterrizar en Baeza aquel mismo otoño de 1912: “Por estos campos de la tierra mía, / bordados de olivares polvorientos, / voy caminando solo, / triste, cansado, pensativo y viejo”. No se puede ser tan triste, tan cansado, tan pensativo y tan viejo a los 32, a los 33 años, si no es por una experiencia traumática como la del poeta, convertido tan prematuramente en viudo de una niña. Porque Leonor solo había cumplido 18 años al morir el 1 de agosto de 1912. Al día siguiente se entierra, allí en el cementerio del Espino, en Soria... Y ocho días después, por el terrible San Lorenzo, el profesor Antonio Machado abandona Soria... Su siguiente destino, efectivamente, iba a ser Baeza. Y allí iba a permanecer durante siete largos y productivos años, hasta 1919...

Y sin embargo, la gracia. Porque lo fundamental del poema todavía no está dicho ni comentado. “Olmo, quiero anotar en mi cartera / la gracia de tu rama verdecida”, escribe Machado al final del poema... Y el remate final, a lo que querían llegar los versos a lo largo de toda la descripción, de todo el diálogo, de todas las suposiciones, de toda la identificación, de toda la lógica de la muerte y de la vida del árbol y del ser humano: “Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera”. Mi corazón, es decir, yo. El poeta esperanzado hacia la luz y hacia la vida de aquella primavera inaudita de 1912. El poeta que espera, esperanzado en otro milagro de la primavera. Otro milagro igual que el de las “hojas verdes” que le habían salido, tan incomprensiblemente, a aquel olmo moribundo hendido por el rayo, tan seco, tan inundado de hormigas y de arañas, tan a punto de ser talado o arrastrado por el río hasta su propia muerte con el que Machado había sentido el azar de encontrarse apenas dos meses antes del fatal desenlace de su esposa. Leonor morirá, hoy lo sabemos, el 1 de agosto de aquel 1912 tan diferente a todos los demás años de la vida de Machado.

Y solo entonces germinarían otros versos para enriquecer el libro Campos de Castilla... Algunos verdaderamente desconsolados, en indignados alejandrinos: “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. / Oye otra vez, Señor, mi corazón clamar. / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar”. Pero también hubo versos de enraizada esperanza en la misma tierra que da y quita la vida... “¿No ves, Leonor, los álamos del río / con sus ramajes yertos? / Mira el Moncayo azul y blanco; dame / tu mano y paseemos”, le dirá a su ya difunta esposa a través de ese idioma de eternidad que es la poesía... Y en otro poema, más seguro de la esperanza: “Sentí tu mano en la mía, / tu mano de compañera, / tu voz de niña en mi oído / como una campana nueva, / como una campana virgen / de un alba de primavera. / ¡Eran tu voz y tu mano, / en sueños, tan verdaderas!... / Vive, esperanza, ¡quién sabe / lo que se traga la tierra!”. La esperanza se la había brindado a Machado un árbol, un olmo seco en la ribera del Duero a su paso por Soria. Un olmo que lo había hecho sintetizar en solo tres versos un canto esperanzado por el milagro de vivir hasta que la vida quiera: “Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera”. Otro milagro. Porque la primavera es capaz de tantos...


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