El reportaje literario

Felipe González, personaje literario, reconquista la pantalla

Sergio del Molino, el escritor que nos descubrió la España vacía, triunfa ahora con una novela que no lo parece, ‘Un tal González’, cuyo texto será convertido en serie de televisión por la productora Shine Iberia

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
19 mar 2023 / 12:19 h - Actualizado: 19 mar 2023 / 12:26 h.
"El reportaje literario"
  • Felipe González, personaje literario, reconquista la pantalla

Sergio del Molino (Madrid, 1979) es hoy uno de los mejores escritores de España. Tal vez lo demostrara ya con novelas como Lo que a nadie le importa (2014) o La mirada de los peces (2017). Tal vez. Pero, como siempre ocurre, aquí no basta con escribir de lujo, como lo hace él, como un gimnasta de la palabra que hace con ella lo que quiere, si no das el pelotazo definitivamente con un asunto verdaderamente hechizante y rompedor. Del Molino, que fue capaz de triunfar con una autografía novelada sobre su relación con la enfermedad en La piel (2020) -una obra que ahora está deslumbrando a los franceses- encontró su tema, su percha, su trampolín, con La España vacía, que tuvo una primera edición en 2016 y otra el año pasado, y alargó el hechizo en Contra la España vacía (2021).

Felipe González, personaje literario, reconquista la pantalla

Y aunque este reportaje promete en su titular tratar sobre Felipe González, que es el protagonista de su última novela, Un tal González, hay que empezar necesariamente por el autor porque seguramente no hubiera escrito esta extraña y deliciosa obra, que ni es biografía ni es novela ni es ensayo si no llega a ser por su triunfo literario con un asunto que era tan evidente desde los tiempos de la Generación del 98, desde la consagración en verso machadiano de aquellos “atónitos palurdos sin danzas ni canciones / que aún van, abandonando el mortecino hogar, / como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar”. El despoblamiento endémico del corazón de España había que volver a contarlo en el siglo XXI y Sergio del Molino lo hizo. También a estas alturas de la Democracia, Del Molino ha tenido el acierto de indagar en el personaje que la consolidó definitivamente en España, y contarlo con todas las armas que su condición de gimnasta de la palabra le permite, es decir, como le da la gana a alguien que maneja con divertida, cultísima y elástica soltura todos los resortes de la biografía, del ensayo, del artículo, del reportaje, de la crónica histórica y periodística y de la novela basada en hechos reales o míticos, qué más da para alguien como Del Molino que puede permitirse escribir un libro en el que nadar, río arriba o río abajo, sobre los hitos de una historia que comenzó en la generación de sus padres –años 60- y que termina cuando él es un inquieto adolescente -1996- pero cuyos destellos y consecuencias se alargan hasta hoy, al menos hasta aquel día primaveral de 2019 en que lo invitan a una reunión del Grupo Prisa, el editor de El País y todo lo demás, para hablar de su tema y se defrauda no solo porque Felipe –de carne y hueso- ejerza verdaderamente sobre todos los presentes el hechizo del que él creía estar exento, bromeando el día antes con su mujer, sino porque el expresidente abandonara la reunión porque ya había soltado su perorata y tenía prisas apenas cinco minutos después de que Del Molino hubiera comenzado su intervención... Seguramente sin aquella reunión en la que González lo dejó con la palabra en la boca no hubiera nacido este libro, así que hay que volver a agradecerle a González aquel gesto de soberbia involuntaria para un elefante sagrado como él para que esta obra que trata sobre él haya visto la luz. Seguramente Del Molino, que entra y sale como personaje en esta historia de todos, esté de acuerdo. Y hasta lo agradezca ahora que sabe que solo seis meses después de haberse publicado Un tal González (Alfaguara), la productora Shine Iberia le ha comprado los derechos audiovisuales de su texto para convertirlo en una serie de ficción televisiva. “Detrás de este proyecto hay gente que me conoce bien, entiende a fondo mi literatura y juega a favor del libro, por lo que no podría estar más feliz ni más tranquilo”, escribió hace solo unos días en sus redes sociales, donde es tan prolífico como en sus columnas y artículos de opinión.

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De Bellavista a las afueras de París

El libro de Sergio del Molino comienza ya desde el principio dando saltos temporales entre 1974 y 1969, convencido de que todo lo que se cuenta sobre aquellos comienzos en un teatro del extrarradio de París con los socialistas españoles exiliados y con un joven Felipe escuchando a un viejo Mitterrand tenía otra prehistoria más profunda, otras rutas con el Dyane 6 por toda España; otras idas y venidas con el R-8 de un Alfonso Guerra más interesado entonces por Machado que por la política, atravesando los Pirineos; otros impulsos de juventud universitaria entre Bellavista, La Puebla del Río y Sevilla; otras reuniones semiclandestinas con aquel secretario general del PSOE en el exilio desde 1944, Rodolfo Llopis, que vivía humildemente en una casita de un barrio ferroviario de Albi cuando el número de afiliados del PSOE era, entre exiliados y clandestinos, exactamente 3.586; otros contactos con Rubial, Redondo y Múgica en las raíces entrelazadas entre el partido y la UGT; otras prisas del joven Felipe, acompañado por Rafael Escuredo, por regresar desde Francia sin dormir porque lo esperaba para casarse Carmen Romero, que fue quien propuso para su novio el nombre de “Isidoro” cuando no se podía ir de socialista “con el nombre al aire”...

El empeño de Felipe en aquellos años era convencer a la dirección del partido de que ya iba siendo hora de que este se rigiese desde España (o desde el PSOE andaluz) y no desde la nostalgia derrotista del país vecino... A la Internacional Socialista, desde luego, le costó más de año y medio decidirse por uno de los dos PSOE, el de fuera o de dentro, hasta que se decidió por el español con semilla en Sevilla el día de Reyes de 1974, pero en aquella época de la crisis del petróleo pasaron muchas más cosas que Del Molino cuenta deliciosamente, como el pacto con Nicolás Redondo en la cárcel para que él siguiera en la UGT y Felipe controlara el partido, pacto que incluía el apoyo al futuro presidente de los vascos y los asturianos en el congreso siguiente y que fue bautizado por algún cronista como Del Betis, a pesar de que Felipe, nacido y criado muy cerca del estadio de Heliópolis, nunca mostró interés por este equipo en particular ni por el fútbol en general, pues se aficionó muy pronto a la petanca, que era un deporte que le permitía jugar mientras seguía pensando como un estadista, antes de que en la década siguiente le picara el virus de los bonsáis...

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Tenía tan claro Felipe que el PSOE debía regresar a su semilla española que, cuando después del Congreso de Suresnes, en octubre de 1974, un militante le entregó las llaves de la sede de la agrupación en París con el argumento de que era costumbre que las guardara el secretario, este se quedó mirándolas en la palma de su mano y preguntó, sincero: “Y yo, ¿para qué cojones las quiero?”. Por cierto, que Del Molino olvida mencionar la larga entrevista que se le hace a Felipe en este periódico, El Correo de Andalucía, el 19 de octubre, que provoca el secuestro del diario por el régimen y, de paso, el definitivo interés público en media España por los nuevos rumbos del PSOE...

De paseo por los Madriles

Mucho se ha tenido que documentar Del Molino, y con mucha gente ha tenido que hablar, para hilar tan fina y nítidamente en una historia de mucho antes de que él naciera, de aquellos años de la Transición en los que, muerto Franco, Felipe empezó a vivir en Madrid, entre una habitación con catre sin ventilar que le había alquilado el partido y el despacho ilegal de la calle Jacometrezo, más solo que la una –un tanto aislado por los socialistas madrileños-, aunque acompañado por un amigo de veras que empezó a enseñarle Madrid y que se llamaba Miguel Boyer, ya entonces economista y alto funcionario, exdirector del servicio de estudios del Instituto Nacional de Industria y ejecutivo de Unión Explosivos Río Tinto después de que lo colocara Leopoldo Calvo-Sotelo... Fue en casa de Boyer -futuro ministro de Economía y Hacienda en el primer gobierno socialista de 1982- donde Felipe se reunió por primera vez con Manuel Fraga, deseoso de llegar a un lánguido pacto con aquellos rojos que a él se le antojaron ya aburguesados en el Madrid de 1976 para conseguir el gatopardiano objetivo de disimular un cierto cambio para dejarlo todo como estaba... Fraga se marcharía aquella noche de la casa de Boyer sin cenar porque Felipe ya tenía decidido otro cambio que haría fortuna con una frase providencial, “Que España funcione”, tal y como habría de contestarle algunos años después al periodista José Oneto al preguntarle este en qué consistía el cambio de su campaña...

Felipe sabía ya que el mayor obstáculo en aquel gobierno de transición era “querer garantizar la supervivencia de un poder autocrático no controlado por el parlamento, y por otra parte, querer que las clases sociales que han dominado las últimas décadas sigan controlando todo”. Por ahí no pasaba el tal González, empeñado en construir una democracia de verdad aunque quien de verdad lo hiciera primero fuera el único político repentino que estaba llamado a presidir el país, Adolfo Suárez, aterrizado justamente desde la televisión en la que tenía puestas todas sus esperanzas Felipe porque ya era consciente de que, en la pequeña pantalla –y no en las fotos en blanco y negro de la prensa- ni Fraga ni Arias Navarro tenían nada que hacer frente a él, que ya conocía su propia fotogenia en la tele y contaba con el escudero Guerra convertido en el mejor sociólogo de España después de estudiar en directo los entresijos de las elecciones municipales en Bélgica. Guerra y Julio Feo, director de las cuatro siguientes campañas electorales, tenían ya la certidumbre de que Felipe era el animal político que la recién estrenada democracia necesitaba, aunque perdiera las dos primeras elecciones porque se estaba barruntando el estadista en el ensayo de sus propias dudas y sus propias huidas para dejarlo todo varias veces. No solo a partir de 1988, cuando el ya presidente de España tenía decidido dejar el cargo en manos de Narcís Serra, sino en aquellos años finales de los 70, Felipe amagó varias veces con irse, pero en realidad eran amagos de “chantaje emocional” para consolidarse.

Legalización de los partidos y esperanza

En la construcción del personaje principal, Del Molino le hace justicia a otros muchos que no fueron desde luego secundarios. Uno de ellos es sin duda Adolfo Suárez, a quien se le reconoce en el libro que demoliera parte de la legislación represiva del franquismo, que decretara una libertad de prensa efectiva y derogara leyes que castigaban a las mujeres adúlteras o atentaban contra la libertad sexual. “Creyó Torcuato Fenández-Miranda que aquel pimpollo de Ávila sería un buen hombre de paja para gobernar él en la sombra, pero se equivocó”, determina el autor de Un tal González, y añade: “Suárez se sacudió enseguida las espigas para convertirse en lo que siempre quiso ser: un hombre de Estado. Él solo, sin ayuda, había liquidado las Cortes de Franco, al proponer una reforma que las transformaba en un parlamento. Luego legalizó los partidos, promulgó una ley de amnistía para que pudieran regresar los exiliados y convocó unas elecciones que ganó con un partido de mentira, una coalición hecha de retales de funcionarios del Movimiento súbitamente transformados en demócratas de toda la vida y de abogados y notarios que le copiaban el peinado y las corbatas: la Unión de Centro Democrático”.

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En ese contexto –con la banda sonora de Los Chunguitos, Bambino y los bombazos crecientes de ETA- tuvo que lidiar Felipe hasta para saber perder cuando al menos había dejado tan atrás a los comunistas de Carrillo, en aquellos años en que su mujer y los niños se tuvieron que trasladar desde Sevilla hasta la madrileña calle Pez Volador, en el barrio de La Estrella, y él era ya un famoso oficial que era entrevistado por los periodistas incipientes de aquella Democracia que no acababa de eclosionar, como una jovencísima Julia Navarro –muchísimo antes de convertirse en la novelista superventas que es hoy-, que escribía en las páginas de Pueblo, el órgano del sindicato vertical: “Felipe González ha recorrido los pueblos de la península ibérica, ha entrado en las grandes cancillerías europeas, ha sido el orador del congreso laborista de Blackpool (Inglaterra), ha visitado a Fidel Castro, Willy Brandt, Boumédiène, Mitterrand, ha dormido en las jaimas polisarias del desierto saharaui...”. El almanaque se cambiaba entonces entre 1976 y 1977, y Felipe se contrariaba porque entre los nuevos partidos legalizados estaba el PSOE histórico de Ricardo Llopis que ya tenía poco que ver con el suyo, y por eso tuvo que esforzarse el triple en aquella fiesta socialista del 7 de mayo de 1977 en el polideportivo madrileño de San Blas, donde ya se fraguó aquel cántico trascendente en el fondo que no pondría celosa a su mujer: “Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo”. El tal González encarnaba ya la libertad sin ira que cantaba Jarcha y convencía a los jóvenes anarquistas de la CNT que acudían a sus mítines para reventarlos... Sin embargo, todavía tendría que hacer amistades en Cuba, Colombia y Venezuela, y hacer un retiro en la hamaca panameña de Omar Torrijos, el dictador que le dio uno de los consejos fundamentales para su futuro político antes de caer víctima de un sospechoso accidente de tráfico meses después del golpe de Tejero aquí en España: “Te voy a decir una cosa que no deberías olvidar: no te aflijas jamás. Si te afliges, te aflojan. Que no te vean débil, no dudes, no tiembles. En cuanto te noten el miedo, estás perdido. Recuérdalo, Felipe: si te afliges, te aflojan”. González no lo olvidaría jamás.

Una moción de censura provindencial

El primer acto que tuvo lugar en el reformado Congreso de los Diputados, a finales de mayo de 1980, fue la primera moción de censura de la Democracia. Qué casualidad estos días... La presentaba, sabiendo igualmente que no había posibilidad alguna de ganarla, Felipe González contra Adolfo Suárez. Pero “se trataba de ofrecer un espectáculo parlamentario a la altura de democracia sin complejos”, apunta Del Molino, consciente de que aquella moción de censura fue el revulsivo definitivo para que el golpe de Tejero casi un año después cogiera a la Democracia ya bregada y para que el PSOE ganara con una impensable mayoría absoluta de 202 diputados en octubre de 1982, cuando aquel triunfo sin precedentes fue retratado por la cámara del gaditano aterrizado en Sevilla Pablo Juliá, uno de los amigos íntimos de Felipe desde los tiempos de aquella célebre foto de la tortilla que en realidad, recuerda Del Molino, eran de naranjas, que era lo que comían Felipe, Guerra, Carmen Romero, Luis Yáñez, Carmen Hermosín y Manuel Chaves antes de asaltar Suresnes... La noche del triunfo, Felipe cenaría discretamente en el edificio de El País con su director, Juan Luis Cebrián, su dueño, Jesús de Polanco, y un columnista famoso que todavía no se había ido de sus páginas: Paco Umbral.

Todos brindaron sabiendo que el pueblo español no había votado por el PSOE, sino por Felipe, y este barruntaba ya los incómodos cambios hacia un país moderno que incluía colocar al ejército bajo el mando de un ministro catalán como era Narcís Serra, aquel alcalde de pies planos que no había hecho ni la mili o convencer a Mitterrand de que la lucha contra ETA precisaba urgentemente de la colaboración francesa porque la banda no constituía ya ningún ejercicio romántico contra la dictadura.

Billar a las nueve y media

El libro de Del Molino está tan nutrido de anécdotas trascendentes, que el único dolor que experimenta el lector es terminárselo antes de degustarlas varias veces. Entre ellas no solo están las partidas de billar con el humorista José Luis Coll al que Felipe se fue acostumbrando en la intimidad de la Moncloa, sino aquellas cenas informales de chorizo la plancha en la bodeguilla que montó Carmen Romero en un sótano para invitar a toda la farándula española de la época que se había convertido en alguien. Es divertidísimo leer la descripción de cómo tantos personajes pasaron por allí vestidos de gala para encontrarse al llegar a “Carmen en vaqueros o con un vestido sencillo y a Felipe remangado y con delantal, cuidando de una ristra de chorizos extremeños a las brasas, acalorado, sonriente y con una cerveza en la mano libre”.

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Toda aquel realismo mágico de la vida íntima del matrimonio se transmuta también en ansias de realización personal por parte de Carmen cuando esta decide irse a Italia para profundizar en sus estudios literarios, o cuando Felipe encomienda al paisajista Luis Vallejo (el hijo de otro colega que plantó adelfas en las medianas de todas las autopistas españolas) el cultivo exótico de bonsáis hasta el punto de que Rafael Sánchez Ferlosio acabaría bromeando sobre esta obsesión hortelana -que bautizó una sección en el programa Protagonistas de Luis del Olmo- en un artículo que tendría su trascendencia en una España cuya gente bien se acostumbró a la afición de su presidente...

Del atentado de Hipercor al fichaje de Jorge Semprún, pasando por las corruptelas del hermano de Alfonso, el otro Guerra, el libro de Del Molino se sigue leyendo como una novela porque el lector acaba tomando distancia entre lo que ocurrió de veras en este país que ya no se parece tanto al nuestro y lo que se cuenta tan fluidamente a lo largo de aquellos años que tuvo un hito en los Juegos Olímpicos de Barcelona que se inauguraron el día de Santiago de 1992, tres semanas después de haber muerto Camarón y el mismo año de la Expo de Sevilla... “En 1992, la Cartuja, un cenagal de mosquitos con un cenobio en ruinas, era un real de arquitecturas futuristas, y Madrid estaba a una dos horas y media de tren de alta velocidad, un empeño que no entendieron los catalanes ni casi nadie. ¿Cómo lo iban a entender, si no conocían el polvo andaluz?”, se pregunta Sergio del Molino, que ve en la historia muchísimo más allá de lo que le permite su ojo medio ciego de la realidad, y añade, trascendente: “¿Qué sabían ellos de las arrugas morenas de los jornaleros, de las gitanas que se desenredaban el pelo en las calles sin asfaltar del barrio de Bellavista, de las viejas que leían la buenaventura en la plaza de España? ¿Qué sabían ellos de lo mucho que deslumbra el sol por el espejo retrovisor cuando sale por la espalda mientras se conduce medio dormido por la dársena del Guadalquivir hacia La Puebla del Río? Llevar el tren a Sevilla antes que a Barcelona significaba cambiar el sentido de la historia, reordenar las prioridades y cumplir un destino. (...) En 1982, Andalucía era mucho más pobre que el resto de España. A partir de 1992, la brecha empezó a parecerse a una rampa que se podía subir y bajar sin esfuerzo. Cuando Felipe citaba a Lucas Mallada y a los males de la patria diez años atrás, hablaba de eso”. Que toda esa aventura real y realista se lleve ahora a una serie de televisión, con Felipe vivo todavía, es aproximar los mitos que siempre se escribieron con pluma a la inmediatez del Instagram.