Fígaro de la mañana a la noche
Una magnífica iluminación es uno de los principales atractivos de una producción en la que todos y todas cumplen su función de forma eficaz y competente
Juan José Roldán
Hace algo más de ocho años que el Teatro Real estrenó esta producción firmada por Emilio Sagi. Siguiendo la pauta de José Luis Castro y Carmen Laffon para su celebrado Barbero de Sevilla, Eduardo Bravo consigue también aquí que la luz de Sevilla brille con entidad propia en esta exquisita y esmerada en todos los detalles producción preciosista y clásica a más no poder. Es así que el cambio de iluminación de primera hora de la mañana, cuando Fígaro y su amada Susana discuten en su habitación, hasta la noche, cuando todas las ingenuas confusiones amorosas se resuelven al son del sublime Perdono, resulta verdaderamente prodigioso. Eduardo Bravo también colaboró con Sagi en la producción de El manojo de rosas del Teatro de la Zarzuela, que curiosamente pudimos ver aquí el mismo año 2014 en que vio la luz esta ópera en Madrid. Que a través de las ventanas del segundo acto pudiéramos disfrutar de una luz cálida de mediodía tan familiar para nosotros y nosotras, y que el atardecer contara también con su mágica representación en el tercero, fue obra de este artista. Junto a él, la escenografía de Daniel Bianco y el vestuario de Renata Schussheim, a remolque del trabajo que en otras ocasiones hemos podido observar de los legendarios Ezio Frigerio y Franca Squarciapino, demostraron un buen trabajo de documentación sobre nuestros palacios a finales del XVIII, si bien con un referente más urbano, no tan propio de las haciendas de las afueras de la ciudad. Mención especial merece en este sentido la armonía cromática del vestuario. No podemos sino admirar cada uno de los escenarios en los que se desarrollan los cuatro actos, a veces tras una rutilante cortina trasparente o no según la iluminación, exhibiendo un gusto exquisito por la ornamentación y los espacios, con presencia incluso del ruido del agua y de los grillos en parte de la última escena, sobre la que finalmente emerge incluso la luna llena.
Una producción como se puede apreciar del gusto mayoritario pero que sin embargo contribuye a dar al conjunto un carácter rancio, artesano pero poco creativo, que nada añade a una trama que no puede evitar resultar hoy terriblemente ingenua con sus derechos de pernada y luchas entre clases, si no se es capaz de poner al día sus arcaicos postulados. Reivindicando nuevos aires es como mejor podemos seguir haciendo justicia a una música sublime, una obra maestra incontestable que de por sí justifica su frecuente programación. Entramos así en la disyuntiva de si merecen revisarse los clásicos y someterlos a lavados de cara, o revisitarlos tal como fueron concebidos, creando en esta ocasión la ilusión de que la Sevilla imaginada por Mozart, y antes por Baumarchais, era así de auténtica.
Un cuadro de voces competente y una orquesta fluida
Decíamos a propósito del Don Pasquale que le oímos aquí mismo hace tres años, que la batuta de Corrado Rovaris tiende a ahogar las voces, y volvió a repetirse en esta ocasión, quizás en parte debido a su decisión de elevar el foso, lo que por otro lado obligó a los músicos y a él mismo a entrar y salir de él por la platea. Por lo demás, su dirección fue ágil y desenfadada, atenta a cada inflexión de la partitura, procurando hacerla brillar y extraer toda su belleza, contando para ello con una orquesta reducida y la exquisita participación del fortepiano en los recitativos. En este contexto se anunció la posible indisposición del barítono italiano Alessio Arduini, cuya voz se veía afectada por una infección y podría haber sido incluso doblada por su sustituto. Sin embargo su participación fue considerablemente eficaz, apenas cierta falta de potencia y una proyección más corta de lo deseable. Pero fue capaz de construir un personaje a la altura de las circunstancias, con ese toque entre socarrón y sorprendido que caracteriza al emblemático Fígaro, resolviendo con buena nota sus famosos Se vuol ballare, con acompañamiento idóneo de la batuta acentuando la furia del momento, y Non più andrai; pero sobre todo su aria de venganza del último acto, que defendió a capa y espada con resultados altamente estimulantes. También Vittorio Prato acertó con su diseño del Conde Almaviva, añadiendo presencia a su personaje y entonando con buen gusto y clara dicción. Excelente el Cherubino de Cecilia Molinari, ágil y desenfadada en sus dos arias, mejor en Non so più cosa con agilidades de un gusto exquisito, que en un Voi che sapete algo menos lucido y convencional.
Carmela Remigio entró en escena rígida, apenas sacando partido de la excelsa Porgi, amor, y aunque se redimió más tarde en sus dúos y concertantes, ofreciendo incluso un Dove sono más en estilo y con una mayor dosis de flexibilidad. No se puede negar que la soprano italiana añade a su personaje una presencia escénica rotunda y tremendamente apropiada, visible en su primera aparición con aires a lo Elizabeth Taylor. Pero si alguien triunfó por encima del resto del reparto fue sin duda Natalia Labourdette. Sin sorpresas ante un público ya acostumbrado a disfrutar de su candidez y su rutilante voz, abordó con sobresaliente todas sus escenas, a nivel vocal y actoral, y especialmente su única aria, Deh vieni, non tardar, dechado de virtudes en entonación, agilidad y fraseo exquisito. Todos los demás, los seis restantes personajes, cumplieron con exacta competencia, aguantando estoicamente los difíciles y largos finales de los actos dos y cuatro. Mención especial merece la soprano valenciana Amparo Navarro, jocosa Marcellina que contribuyó sobremanera al espíritu desenfadado de una función en la que el cotilleo está omnipresente a través de los figurantes-danzantes que comparten escenas domésticas curioseando las vicisitudes amorosas de los protagonistas. También destacó Inés Ballesteros en su breve participación como Barbarina, y el trío cómico integrado por Ricardo Seguel, Manuel de Diego y Juan Antonio Sanabria. El coro de nuevo ejemplar, con participación individual de dos de sus integrantes, Julia Rey y Diana Larios, cantando impecablemente el dúo de las campesinas.
LAS BODAS DE FÍGARO ***
Ópera de Wolfgang Amadeus Mozart. Libreto de Lorenzo Da Ponte, según la obra de Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais. Corrado Rovaris, dirección musical. Emilio Sagi, dirección escénica. Daniel Bianco, escenografía. Renata Schussheim, vestuario (Reposición: Anuschka Braun). Eduardo Bravo, iluminación. Nuria Castejón, coreografía y asistencia de dirección escénica.Con Alessio Arduini, Natalia Labourdette, Vittorio Prato, Carmela Remigio, Cecilia Molinari, Amparo Navarro, Ricardo Seguel, Manuel de Diego, Juan Antonio Sanabria, Inés Ballesteros y Pablo López. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Coro Teatro de la Maestranza. Íñigo Sampil, director. Producción del Teatro Real de Madrid. Teatro de la Maestranza, domingo 11 de diciembre de 2022
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