Bienal de Flamenco

Hambre de Joaquín Grilo

 El ‘Cucharón y paso atrás’ del bailaor jerezano, un tributo a los primeros oficios del flamenco, dejó frío al público del Central con una propuesta oscura y obsoleta  

Joaquín Grilo, anoche en el Teatro Central.

Joaquín Grilo, anoche en el Teatro Central. / Juan Bezos

Sara Arguijo

Sara Arguijo

 Tras su exitoso paso en febrero en el Festival de Jerez, donde Joaquín Grilo se llevó una afectuosa acogida, Sevilla esperaba con ganas y un Teatro Central con las entradas agotadas a uno de los bailaores más singulares e inspiradores de la escena jonda.

Así, el jerezano regresaba a la Bienal con Cucharón y paso atrás para rendir tributo a los primeros oficios del flamenco, desde quienes labraron la tierra en interminables jornadas, a los trabajadores de la fragua o a los que cavaban la mina sin ver el sol. Recordando un amplio repertorio, con selección de Faustino Núñez (también en el guion y la dirección escénica), que recupera los cantes de labor, los mineros, los llamados de fragua o esos cantes festeros que servían para compartir un rato de alegría en torno a una olla.

El artista decepcionó esta noche con una propuesta oscura y obsoleta que dejó al público frío

Sin embargo, lejos de hacernos disfrutar de esta celebración que en su estreno supo a gloria, el artista decepcionó esta noche con una propuesta oscura y obsoleta que dejó al público frío.

Es verdad que sabemos que El Grilo es un artista tan genial -de ahí que siempre haya ganas de verle- como irregular en sus espectáculos, pero es que además aquí faltó percibir esa energía cómplice con que remover el guiso. Por más que tuviéramos ganas de chuparnos los dedos. De esta forma, este Cucharón y paso atrás presenta una estética desfasada, de los primeros noventa, que recordaba esos tonos anaranjados con que vistió el flamenco en su cine Carlos Saura.

En este sentido, el artista subraya las obviedades con elementos teatrales naif que recurren a lo más obvio (candiles, proyecciones, la mesa, el lebrillo vacío…) y chocan ya por su literalidad con el flamenco de hoy.

En cualquier caso, fue la mala iluminación, a base de cañones cenitales, y la falta de ritmo musical (con unas guitarras a cargo de Francis Gómez y José Tomás que resultaron insuficientes y la colaboración de Carmen Grilo) lo que afectó más a la fluidez de la obra. No sólo porque impidió vislumbrar los chispeantes gestos que el artista regala con su cuerpo entero, sino porque hizo decaer la energía y que nos viniéramos abajo hasta el punto de que cuando a la hora y 25 minutos se reunió el elenco alrededor de la mesa para tratar de hacernos vibrar por bulerías ya sólo pensábamos en el final.

Fue en las cantiñas que interpretaron juntos donde apareció el Grilo más ocurrente, expresivo y canalla

El sostén, por tanto, recayó sobre un entregado José Valencia que, con su cante directo y visceral, trató de zarandear el arte anárquico y juguetón del jerezano y llevarlo en volandas. De hecho, fue en las cantiñas que interpretaron juntos donde apareció el Grilo más ocurrente, expresivo y canalla. Ése que sorprende lo mismo tambaleando su cuerpo que dejando caer sus rodillas.

Agradecimos, no obstante, acompañar al artista en su madurez y verle buscarse en un lenguaje más estilizado, fuera de la zona de confort con la que se mueve en el compás de su tierra. Como en momentos donde le vimos mover sus manos en silencio. Y, por supuesto, “sus cositas”, que son únicas arrancaron más de un ole. Aunque, como decimos, nos quedáramos con hambre.