El reportaje literario

Fue en Moguer donde Juan Ramón amasó toda su ‘Pureza’

La editorial Cátedra publica por primera vez el último libro que el Andaluz Universal escribió durante su estancia en su pueblo natal (1905-1912), con un minucioso estudio crítico de la profesora sevillana Rocío Fernández Berrocal

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
10 abr 2022 / 07:53 h - Actualizado: 10 abr 2022 / 07:53 h.
"El reportaje literario"
  • Fue en Moguer donde Juan Ramón amasó toda su ‘Pureza’

Juan Ramón Jiménez (1881-1958) consiguió el Premio Nobel de Literatura cuando seguramente menos pensaba en él. Se pasó la vida buscando la Belleza que tan platónicamente era inseparable de la Verdad, y le dieron la grata noticia cuando al amor de su vida, Zenobia Camprubí –que había preparado tan escrupulosamente y durante años toda la documentación necesaria para tan alta distinción-, apenas le quedaban unos días para convertirse en esa Mujer con mayúsculas que él había ido esculpiendo en su Obra en marcha igualmente en mayúsculas. A aquellas alturas de 1956, el poeta andaluz había sellado todas las etapas de su vida y había conseguido encarnar ampliamente el ideal becqueriano de fundir en un mismo concepto la poesía y la vida. Si hubo un momento en que empezó a conseguirlo, se ha contado hasta ahora, fue en ese viaje de recién casado que él convirtió en un Diario destinado a revolucionar la poesía a partir de 1916... Sin embargo, como era de esperar en un autor tan prolífico, capaz de escribir 23 libros en sus siete años de vida retirada en Moguer –de los que solo publicó 11-, fue en el último de ellos, titulado significativamente Pureza, donde el poeta clavó la pica de su más trascendente transformación.

Así lo acaba de demostrar la profesora e investigadora sevillana Rocío Fernández Berrocal en la edición de este libro hasta ahora inédito que acaba de publicar la prestigiosa editorial Cátedra. “Debemos celebrar cada día el estremecimiento y el asombro que supone acercarnos a los grandes del idioma, poder beber en su fuente, preparar el alma para la fiesta de los sentidos; la poesía como chispazo y sobrecogimiento permanentes, arsenal inagotable, compañera del camino, la poesía que toca hondo y alto”, asegura ella, orgullosa, después de haber editado este último libro que el moguereño había dejado preparado en Puerto Rico con la inestimable ayuda de Carmen Hernández-Pinzón, la representante de los herederos del poeta, “que no escatima esfuerzos, que siempre avanza plena de ilusión y entrega en ese horizonte luminoso y complejo de dar la Obra del poeta lo más pura y juanramonianamente posible”, según reconoce Fernández Berrocal en el apartado de agradecimientos.

Fue en Moguer donde Juan Ramón amasó toda su ‘Pureza’

En Fuentepiña

Cuando Juan Ramón volvió de París, de Madrid y de toda aquella odisea de juventud que lo había esculpido como un poeta sensitivo en el oleaje modernista que tampoco le había impedido convertirse en un lector voraz en varios sanatorios, fue en Moguer –su pueblo de toda la vida- donde volvió a recalar para terminar de curarse. Allí leyó, respiró hondo y se convirtió en otro hombre entre 1905 y 1912, antes de conocer a Zenobia y emprender su nueva etapa de “poesía desnuda”. Y fue el último año de aquella vida retirada –donde no solo leyó a Fray Luis, sino a todos los místicos- cuando escribe el último libro de una época en su finca Fuentepiña, “símbolo de apartamiento poético y espiritual, templo de crecimiento y entrega a su curación personal y al verso”, según apunta Fernández Berrocal, quien recuerda que Federico de Onís había sentenciado algo absolutamente revelador sobre el poeta y este libro que se tituló, en borrador, Pureza cotidiana: “Dudo que haya quien le supere en pureza y en unidad”. Desde luego, Fernández Berrocal también lo duda, sobre todo después de parafrasear a Pedro Garfias cuando dijo: “Al poeta puro se le va poniendo pura del todo su poesía. Y el libro que escribe ahora se llamará Pureza y tiene ya las calidades esenciales de la posterior poesía juanramoniana, aunque todavía le falte contención lírica, poder sintético”. Al fin y al cabo, Juan Ramón solo tenía 30 años cuando escribió este libro rescatado del olvido que constituye “la antesala de la poesía pura”.

Antes de Platero

Fue en Moguer donde Juan Ramón amasó toda su ‘Pureza’

Antes de sus Sonetos espirituales –aunque algunos encontremos en Pureza-, de Estío y del inmortal Platero y yo, este libro marca claramente una nueva etapa en su producción. Hay un breve poema de la primera parte, “Amaneceres”, que parece escrito hoy mismo: “Ahora sí es primavera. / Ahora que abril ha puesto / sobre tu alma mi bandera ardiente”. Las otras dos partes se titulan, según indicaciones expresas del propio poeta –tan riguroso con los libros que publicaba como con los que dejaba en el cajón, sabedor de su trascendencia- “Desvelo” y “Tarde”. El camino vital –y poético- de Juan Ramón es ya el camino hacia la Belleza y la Pureza. Y esta pureza reside en lo más hondo de su ser vital y poético, porque su obra emana de un espíritu puro, cristalino, el de las nubecillas rosas que veía con su madre, “el puro afán de poesía pura”. Él mismo llegó a declarar: “El pueblo es intuición, y cuando un hombre... se retira a la naturaleza, santo, poeta, sabio, va en busca de la intuición, de la desnudez, de la cultura; no va a aprender, va a olvidar”. Como explica Fernández Berrocal, a este respecto, casi parafraseando al propio poeta, “poesía pura no es para Juan Ramón Jiménez poesía perfecta formalmente, ni fría, ni distante de lo humano, como algunos querían pensar. Poesía pura no es tampoco poesía casta para el poeta, sino poesía esencial”. “Poesía pura es poesía depurada hasta ser precisamente sencilla, esencial, pura, desnuda”, abunda la investigadora, que añade: “La vida hacia dentro que se hace luminosa en el pensamiento que aflora en la obra. Idea y trabajo, pensamiento y acción, vida y obra hasta hallar un estado de gracia”. En este sentido, el propio poeta habría de manifestar, tan profético: “Crearse en la obra. Morir en la confianza de nuestra eternidad, en la obra. Si una obra ha de vivir tanto como vida se le da, ¡Dios eterno, lo que vivirá mi obra!”.

Una nueva aurora

El poeta había pasado sus crisis de veinteañero, había descansado en Moguer y estaba decidido a volver a Madrid “con la coraza preparada” que le había profetizado el mismísimo Rubén Darío para seguir así la estela de sus propios sueños. Ya intuye que su expresión ha de tornarse “divina”, eterna y su conciencia será su esencia, “dios deseado y deseante”, “dios de lo hermoso conseguido, / conciencia mía de lo hermoso”, como habría de escribir en Animal de fondo tantos años después. “¿Amanece en la tierra / o amanece en mi vida? / ¿De dónde es la pureza / primera de este día?”, se preguntará el poeta. “Me siento más divino / que el abrirse del mundo. / Desde mi interior limpio, / tiño todo lo oscuro”.

El poeta es consciente en este libro de mucho de lo que irá madurando en los años siguientes: “Aún no da el sol en el papel, escrito / con mano firme y pura, / mientras el noble corazón contrito / trocaba, blando, su amargura / en dulzura... / ¡Qué paz y qué ventura! / Amanece, riendo, en lo infinito. (...) / Canta la codorniz, fresca, allá abajo... / Viene un gorrión a la ventana abierta... / Pienso en Dios... / Y trabajo”.

Pureza andaluza

Influido entonces por las preocupaciones religiosas de Unamuno, Juan Ramón ha tomado conciencia definitiva de su carácter de dios creador. “...la mariposa blanca, que al conjuro / de unos mandos divinos, viene hasta mí galana; / el corazón augusto y anhelante... / todo me da un ejemplo, esta mañana, / de pureza triunfante”, escribirá en esta primera parte de un libro que incluye un poema titulado “Andalucía”: “-¡Me miras, con estrellas / ya en tus ojos, lejana Andalucía!-/ La luna va blanqueando / montones de ojos, de sonrisas, / ojos grandes y tristes de la carne mate... / sonrisas granas de la carne limpia... / Y ya alta luna, / redonda y encendida / le saca a los pinares / sus casas blancas, y las viñas... / El grillo canta plata, / lleva carne la brisa, / la belleza está en todo / completa, inmensa y contenida... / Te vas quedando atrás, / pero, de pronto, te vuelves y me miras...”.

En la parte titulada “Desvelo”, el poeta dialoga con el cielo: “¡Anda, cielo, dime que sí! / El cielo, / como una adolescente enamorada, / dejándome su mano entre las mías, / dice que sí y que no con sus estrellas. / -Y se sonríe y llora, / mostrándome la espléndida hermosura / de la inseguridad”.

El desvelo del poeta se torna tierno al alcanzar la Navidad, en esa proyección temporal que marca el libro: “Esta noche primera / quiero velar tu sueño, niño mío... / Con las estrellas claras y despiertas / en mis ojos tranquilos / con el olor a pino y a romero / en el pecho encendido / le cantaré a tu sueño tierno y triste / dolientes villancicos. / Todos duermen. Yo velo... Duerme tú, / duerme, mi Jesús, duerme niño mío... / La luna estanca el vago disco / entre bancos de estrellas; / canta el gallo; el aprisco / tiembla entre el vaho verde / de los alientos tibios... / Duérmete. Mi alma es toda / tuya... Duérmete, niño mío”.

En la tercera parte, titulada “Tarde”, aparecen heridas líricas de las que iba a aprovechar García Lorca –alumno, como tantos otros- más de una década después: “La hermosura de la tarde / me ha herido el corazón. / ¡No puedo más. Aquí estoy / caído, muerto de amor! / Mi sangre se une a la sangre / de un ocaso de pasión. / ¡No puedo más. Aquí estoy / -no estoy- muerto de amor!”.