Ida Vitale: la poeta más vieja del mundo
Acaba de cumplir 100 años esta profesora, ensayista, traductora y crítica literaria de Uruguay que, además de presentar en Madrid su último libro hace solo un mes, ha ganado en España tres premios fundamentales: el Reina Sofía, el Federico García Lorca y el Cervantes
Álvaro Romero
El nombre de Ida Vitale (Montevideo, 2 de noviembre de 1923) se presta a uno de esos juegos de palabras a los que ha sido tan dada esta poeta a la que, en España, la conocimos especialmente desde que le concedieron el Premio Cervantes en 2018. Porque llamarse Ida, para alguien que jamás ha estado de vuelta, parece encerrar la metáfora de que se apellide precisamente Vitale quien no piensa, de momento, abandonar esta vida. Cuando esta poeta uruguaya se hizo con el Cervantes, a los 95 años de edad, fueron muchos los que descubrieron, tardíamente, que ya había ganado el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca en 2016, y el Premio Reina Sofía en 2015. La nonagenaria, miembro de la llamada -en su país- Generación del 45 a la que también pertenecieron Juan Carlos Onetti e Idea Vilariño, tenía para entonces una vasta obra de más de una veintena de poemarios que había comenzado en 1949 con La luz de esta memoria. Además, ya tenía publicada otra veintena de ensayos entre los que destacaban títulos de aquellos años remotos en los que ya demostró que conocía profundamente la literatura de la madre patria que es siempre nuestra lengua: Cervantes en nuestro tiempo es de 1947; El ejemplo de Antonio Machado, de 1940. Poco más que añadir para ensalzar a la que, hoy por hoy, es la poeta en español más vieja del mundo.
Cuando el pasado mes de octubre estuvo en Madrid para presentar su libro Donde vuela el camaleón, un libro de cuentos, fábulas y alegorías de profunda raigambre borgiana -de 1996 pero inédito en España-, ella misma parecía un ser mitológico capaz de camuflarse entre la mejor literatura actual porque por la suya no parece pasar el tiempo. Es el principal atributo de los clásicos.
Poesía esencialista
Desde sus inicios, la poesía de Vitale ha buscado la esencia del propio lenguaje y ha jugado inteligentemente con su alquimia, hasta el punto de afirmar que “las palabras son nómadas; la mala poesía las vuelve sedentarias”. Preocupada por el carácter metaliterario que ha de perseguir la lírica auténtica, la leemos en su ópera prima asombrada por “cuántas sombras, / cuántos pálidos nombres vienen en el otoño / a morir en el fondo de algún agua quieta. / Cuántas sedas ajadas / se alzan de pronto fúnebres, tensas. / Hay que subir al cielo / con los ojos cerrados, / tocar tu nombre nada más y apenas / y arrancando una pluma del corazón de ayer / hacer nacer el ramo azul de la alegría”. En aquel mismo poemario, pensando ya en ese paraíso de palabras borgianas más capaces que la realidad misma, dirá, por ejemplo: “Me ha quedado / tu labio sobre el cuerpo / para ofrecerme muerte / en signos dulces. / Un río de palabras no dichas / se ha agotado. (...) El alfabeto entero se deshace / y el tiempo atrás recobra / el gemido primero. / Amor, aparta el aire, / dame tu mano fresca, / lleva mi frente a una orilla de hierbas. / Quiero saber al fin / el lugar de la rosa, / el paraíso”. Emociona que esos versos tengan 74 años y que quien los escribió sea capaz aún de recitarlos con el corazón en la mano.
En su segundo poemario, Palabra dada, ya de 1953, dirá: “Ahora dejo la luz, / tomo por el camino por donde / asidua va en cólera la sombra, / doy mi nombre y razones, / mi pretensión de júbilo, / las horas celebradas / en las que fui naciendo / y presento mi día / como un pájaro herido y terminante. / ¿Después qué, después dónde, / después del sueño reclamado / y el ay final de despedida? / La fábula conclusa / dobla sus verdes hojas y su cielo, / guarda la tarde por recién usada, / los vientos y palabras que se oyeron. / Acá está lento el río, / imagen fiel de otra corriente / sin entrevista luz ni ruido alguno, / sin caricia de amigo ni tibia piel vecina”.
De Oidor andante, publicado en 1972, son estos versos tan paradigmáticos, tan esenciales, tan representativos de toda su obra, en un poema titulado tan significativamente “La palabra”: “Expectantes palabras, / fabulosas en sí, / promesas de sentidos posibles / airosas, / aéreas, / airadas, / ariadnas. / Un breve error / las vuelve ornamentales. / Su indescriptible exactitud / nos borra”. Algunos años después, en Jardín de Sílice (1980), escribirá: “Y tienen las palabras su verano, / su invierno, y tiempos de entretierra / y estaciones de olvido. / De pronto se parecen demasiado a nosotros, / a manos que no tocan / hijos, amigos / y pierden su polvo en otra tierra. / Ya no las mueve el agua / de nuestra tibia orilla humana. / Navegan entre nieblas, / merodean lentísimas, / van como topos, ciegas, esperando. / Hermanas, tristes nuestras”. También estos otros, de un poema titulado “Vértigo”: “Varada velocísima en / tu borde, / veraz de veras, / en vilo, en vela / virando hacia, / en ti guarecida, / guarnecida quiero seguir / imaginando cómo se amanece, / capaz de maullar / por las azoteas del frío / o del ardor final, / feliz naciendo / de la diaria muerte”.
Niña culta
Ida Vitale se crió en un hogar cosmopolita en el que, según recordó ella no hace demasiado tiempo, era normal que llegaran a diario hasta cuatro periódicos y que se leyeran libros en francés e italiano, la lengua materna del padre. Ella misma aprendió italiano en la escuela. Luego estudió Humanidades y ejerció la docencia, colaboró en revistas y periódicos de su país, hasta que tuvo que exiliarse a México, ya con 40 años, por la dictadura cívico-militar. Allí continuó de profesora y conoció a Octavio Paz, que la introdujo en la revista Vuelta. Además, comenzó a escribir críticas literarias y artículos en periódicos como El País, el más importante de Uruguay. También se dedicó a dar conferencias y a traducir obras para el Fondo de Cultura Económica. Al respecto de la difícil labor como traductora, ya en 2002, dirá en un poema de Reducción del infinito, más allá de diccionarios y lógicas semánticas: “Ante un orden de palabras ajenas, / rebelde sometido, / ofrece el canto de toda su memoria, / las reviste de nueva piel / y con amor / las duerme en nueva lengua. / Apagada la luz, / el viento se pregona entre los árboles / y junto a la ventana hay frío / y la certeza de que todo paisaje / adentro se interrumpe / como frase que llegó a la madriguera / del terrible sentido. / No hay dispuesto en el yermo / un benévolo guía. / Los pasos son a ciegas, / el cielo sin estrellas. / Y el pensamiento anticipa las fieras”.
Dos matrimonios y 30 años en Texas
Casada desde 1950 con el escritor y editor uruguayo Ángel Antonio Rama Facal –uno de los primeros descubridores de Gabriel García Márquez-, con quien tuvo sus dos hijos –Amparo y Claudio-, se divorciaría de este primer marido en 1969 después de que este iniciara una relación con la artista argentino-colombiana Marta Traba. Rama murió en 1983, a los 57 años. Ella, por su parte, se casó con uno de los alumnos de él, Enrique Fierro, que también ha muerto ya, en 2016. Hasta esa fecha, la pareja vivió en Texas (EEUU), y viajaron muy esporádicamente a Montevideo, donde Ida fijó su residencia después de enviudar.
En Sueños de la constancia, ya de 1988, dirá, acostumbrada ya a ese metro corto que siempre la caracterizó: “Tenues trazos, / píos de pájaros / se acomodan al alba, / premeditan. / Cenizas, fuegos, flores; / la esperanza / sube en la luz, / el ojo no la impide. / El hilo de la vida / ¿hilo será de Ariadna, / o hilo de araña, / fibra tendinosa?”.
Hace ya mucho menos, en 2005, escribirá en su libro Trema: “Abrir palabra por palabra el páramo, / abrirnos y mirar hacia la significante abertura, / sufrir para labrar el sitio de la brasa, / luego extinguirla y mitigar la queja del quemado”. Ese mismo libro no estará desprovisto de un irónico agradecimiento, en consonancia con su inteligente escritura madurada: “Agradezco a mi patria sus errores, / los cometidos, los que se ven venir, / ciegos, activos a su blanco de luto. / Agradezco el vendaval contrario, / el semiolvido, la espinosa frontera de argucias, / la falaz negación de gesto aculto. / Sí, gracias, muchas gracias / por haberme llevado a caminar / para que la cicuta haga su efecto / y ya no duela cuando muerde / el metafísico animal de la ausencia”.
Los poemas de Ida Vitale, su obsesión por la noche hechizadora, la evocación de la piel amada y la aparición constante de los mitos confieren a nuestra realidad común, cuando la leemos, un particular encantamiento a base de aliteraciones y otros juegos sonoros, y demuestran hasta qué punto la condensación es capaz de abrigar el ramaje sensorial escanciado en su más fina esencia.
Uno de los poemas más proféticos para una poeta centenaria como ella aparece en su libro de 2010 (hace ya tanto), Mella y criba, titulado “La sutura”: “Tan sutilmente fina, / podría ignorarse / la peligrosa falla que tira / de los secretos hilos / y a partir de un instante / invade al labor tejida. / ¿Qué puedes / por el desmoronado diseño? / Ahí está el corte / que progresa escondido / bajo la sutura lograda, / también fina. / Temo ya no saber hacer / lo que debe verse / aunque / irse del mundo / pida dejar algo / -como sea- / en pago de la ausencia”.
En esencia, la gran lección de Ida Vitale, su suerte –la nuestra-, nos llega hasta este domingo, 10 de diciembre de 2023, cuando resuenan sus versos: “Por años, disfrutar del error / y de su enmienda, / haber podido hablar, caminar libre, / no existir mutilada, / no entrar o sí en iglesias, / leer, oír la música querida, / ser en la noche un ser como en el día. / No ser casada en un negocio, / medida en cabras, / sufrir gobierno de parientes / o legal lapidación. / No desfilar ya nunca / y no admitir palabras / que pongan en la sangre / limaduras de hierro. / Descubrir por ti misma / otro ser no previsto / en el puente de la mirada. / Ser humano y mujer, ni más ni menos”.
En el epílogo de una antología que le preparó la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid con motivo de la visita de Ida Vitale antes de la pandemia, la investigadora Ana Fernández del Valle asegura que “el revolverse de la poesía de Ida Vitale ante las formas de pensar obsoletas, que opacan los matices de la percepción, constituye un arduo trabajo de exploración íntima que logra iluminar regiones anochecidas del pensamiento”. Es eso exactamente lo que pretende alcanzar permanentemente su poesía, “lo desconocido, lo que subyace en las palabras como un leve temblor” pasen los siglos que pasen. Ida Vitale sigue aquí.
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