- Gil de Biedma
Jaime Gil de Biedma: el poeta que escribía contra sí mismo
El más trascendente de los poetas de la Generación del 50 fue también el que menos escribió, hasta el punto de colocarse su propio punto y final después de confirmarnos aquello de “que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”
A mediados del pasado siglo, bajo la inmediata sombra de la mejor poesía que se había escrito en nuestro país, era misión casi imposible hacer versos de una manera radicalmente distinta, es decir, esquinar la obra de un Lorca recién asesinado, del Machado a cuya tumba en Colliure peregrinaban los jóvenes escritores, de un Cernuda definitivamente exiliado, de un Juan Ramón al que le acababan de dar el Nobel aunque fuera tan lejos de aquí... Sin embargo, en un raro poeta de aquellos años, niño bien de Barcelona -cuya familia había llegado del fondo misterioso de la burguesía arribista castellana-, se dieron todas las circunstancias posibles para generar una poesía que abandonara definitivamente el surrealismo en favor de la pura conversación, que ignorara la permanente influencia francesa para dejarse mecer por el monólogo dramático de ingleses como W. H. Auden y que no descartara la ironía como un componente más del profundo lirismo.

El joven Gil de Biedma
El muchacho se llamaba Jaime Gil de Biedma y Alba, y efectivamente estaba llamado a ser un señorito, como él habría de admitir tantos años después, cuando se explicase a sí mismo a través del alter ego que fue capaz de construir a la vez que su propia poética, aunque coqueteara con el marxismo y esa innata coloquialidad de su lenguaje que era una forma de oponerse al franquismo que le había tocado en suerte. “Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde / -como todos los jóvenes, yo viene / a llevarme la vida por delante”, escribiría en su último libro, del revolucionario año de 1968, Poemas póstumos. “Dejar huella quería / y marcharme entre aplausos / -envejecer, morir, eran tan sólo / las dimensiones del teatro. / Pero ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma: / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”.
Lo más sorprendente de aquel testamento poético que hoy emociona hasta la lágrima a cualquier lector consciente era que Jaime, nacido en la ciudad condal en 1929, era solo un treintañero. Y que después de haber publicado tan solo tres o cuatro poemarios –como Compañeros de viaje (1959), En favor de Venus (1965) o Moralidades (1966)- estaba decidido a vivir los veinte años que aún le quedaban, hasta 1990 –cuando murió de sida con solo 50-, sin publicar más que una recopilación de su obra en la que se empeñó como un albacea de sí mismo. La tituló, justo el año en que murió Franco, Las personas del verbo, que es uno de esos títulos que más han envidiado otros poetas que llegaron después... “El juego de hacer versos / -que no es un juego- es algo / parecido en principio / al placer solitario”, escribiría el poeta maduro que era ya Gil de Biedma a sus 35 años... “Con la primera muda, / en los años nostálgicos / de nuestra adolescencia, / a escribir empezamos. / Y son nuestros poemas / del todo imaginarios / -demasiado inexpertos / ni siquiera plagiamos- / porque la Poesía / es un ángel abstracto / y, como todos ellos, / predispuesto a halagarnos”, dirá el poeta, pensando en el oficio o la afición que compartía entonces con otros de su misma cuerda y altura, como José Agustín Goytisolo, Carlos Barral, Ángel González o José Ángel Valente... “Lo que importa explicar / es la vida, los rasgos / de su filantropía, / las noches de sus sábados. / La manera que tiene / sobre todo en verano / de ser un paraíso. / Aunque, de cuando en cuando, / si alguna de esas noches / que las carga el diablo / uno piensa en la historia / de estos últimos años, / si piensa en esta vida / que nos hace pedazos / de madera podrida, / perdida en un naufragio, / la conciencia le pesa / -por estar intentando / persuadirse en secreto / de que aún es honrado. / El juego de hacer versos, / que no es juego, es algo / que acaba pareciéndose / al vicio solitario”.

Las personas del verbo, de Gil de Biedma
Con destino en Filipinas
El padre de Jaime Gil de Biedma se había trasladado a Barcelona para trabajar en la Compañía de Tabacos de Filipinas, y el niño, que empezó Derecho en su ciudad natal y terminó la licenciatura en Salamanca, pudo haberse quedado de profesor en la Universidad, pero entonces ser homosexual era aún un obstáculo insalvable. Incluso una década más tarde, el mismo obstáculo le impidió ingresar en el PSUC, aquel Partido Socialista Unificado de Cataluña que fue muriendo en los mismos años que el poeta... Tampoco aprobó las oposiciones a diplomático, y eso que mejoró su inglés en Oxford, así que aceptó integrarse en la empresa de tabacos del padre en Filipinas, donde llegó al puesto de secretario general. Manila se llegó a convertir para el joven ejecutivo en su segunda ciudad, aunque sus obligaciones diurnas se tornaran en pasiones nocturnas y su cuaderno de contabilidad, en un diario donde crecían sus textos inundados de denuncia política.
Gil de Biedma escribe contra la hipocresía burguesa, contra la miseria que propicia el sistema capitalista, contra la dictadura de su país (“De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal”) y, por supuesto, contra la discriminación de la mujer. “Media España ocupaba España entera / con la vulgaridad, con el desprecio / total de que es capaz, frente al vencido, / un intratable pueblo de cabreros”, dirá en aquel poema titulado, dolorosa y sarcásticamente “Años triunfales”, coincidentes con su infancia... “Barcelona y Madrid eran algo humillado. / Como una casa sucia, donde la gente es vieja, / la ciudad parecía más oscura / y los Metros olían a miseria (...) / Y pasaban figuras mal vestidas / de mujeres, cruzando como sombras, / solitarias mujeres adiestradas / -viudas, hijas o esposas- / en los modos peores de ganar la vida / y suplir a sus hombres. Por la noche, / las más hermosas sonreían / a los más insolentes de los vencedores”.
Si no fueses tan puta
En 1968, el año de aquel Mayo francés en que Gil de Biedma publicó su último poemario, Poemas póstumos, el resto de su obra fue incluida en la Antología de la nueva poesía española que tan acertadamente se atrevió a publicar en abril la editorial El Bardo, con selección del poeta, crítico y librero José Batlló. Aquella antología, que solo incluía a una mujer –Gloria Fuertes- entre 17 varones, empezó a consagrar o consagró del todo a Francisco Brines, Caballero Bonald, Pere Gimferrer, Félix Grande, Claudio Rodríguez, Carlos Sahagún o incluso a Manuel Vázquez Montalbán, que luego tomaría, con mucho más éxito, por el sendero de la novela policíaca que le señaló Pepe Carvalho...
Gil de Biedma, tan joven y tan decidido a dejar de escribir, como un Bartleby consciente de que su discurso estaba terminado, parecía ya un clásico de la nueva poesía de la experiencia que no tenía aún ni su propio rótulo: “De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso, / dejar atrás un sótano más negro / que mi reputación –y ya es decir-, / poner visillos blancos / y tomar criada, / renunciar a la vida de bohemio, / si vienes luego tú, pelmazo, / embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes, / zángano de colmena, inútil, cacaseno, / con tus manos lavadas, / a comer en mi plato y a ensuciar la casa?”, se decía ya el poeta que había consagrado, sobre todo, su propia doble vida... “Te acompañan las barras de los bares / últimos de la noche, los chulos, las floristas, / las calles muertas de la madrugada / y los ascensores de luz amarilla / cuando llegas, borracho, / y te paras a verte en el espejo / la cara destruida, / con ojos todavía violentos / que no quieres cerrar. Y si te increpo, / te ríes, me recuerdas el pasado / y dices que envejezco”. A la crueldad del yo poético consigo mismo en aquel poema titulado “Contra Jaime Gil de Biedma”, ya tan antológico, le falta aún lo peor: “Podría recordarte que ya no tienes gracia”, continúa. “Que tu estilo casual y que tu desenfado / resultan truculentos / cuando se tienen más de treinta años, / y que tu encantadora / sonrisa de muchacho soñoliento / -seguro de gustar- es un resto penoso, / un intento patético. / Mientras que tú me miras con tus ojos / de verdadero huérfano, y me lloras / y me prometes ya no hacerlo. / Si no fueses tan puta! / Y si yo no supiese, hace ya tiempo, / que tú eres fuerte cuando yo soy débil / y que eres débil cuando me enfurezco...”.
Diario del artista seriamente enfermo
En 1974, cuando la dictadura franquista estaba a punto de troncharse para siempre, Gil de Biedma padece una crisis que lo arrastra al nihilismo. Jaime parece ya otra persona, defraudado con todo, incluso con el mundo intelectual de izquierdas que ya no podía, como él, arrepentirse “de los palos que no le habían dado”. Ese año publica Diario del artista seriamente enfermo, unas memorias editadas por Lumen. En 1980, la editorial Crítica le publica El pie de la letra, un recomendable ensayo que, más allá de reflejar su altura de miras como crítico, supone una autobiografía intelectual en la que no deja de diseccionar a sus principales maestros, desde Lord Byron a Jorge Guillén y desde Baudelaire o T. S. Eliot a Luis Cernuda, con quien tanto se carteó. El libro resulta imprescindible para conocer los comienzos de otros autores ineludibles de la época como Juan Marsé y para indagar en la Barcelona nocturna del tardofranquismo, y, para colmo, incluye el relato de una visita a la casa de Picasso en el sur de Francia...

Jordi Mollá como Gil de Biedma
El autor de aquel inolvidable poema autoelegíaco titulado “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma” (“De los dos, eras tú quien mejor escribía. / Ahora sé hasta qué punto tuyos eran / el deseo de ensueño y la ironía, / la sordina romántica que late en los poemas / míos que yo prefiero, por ejemplo en Pandémica... / A veces me pregunto / cómo será sin ti mi poesía”) contrae el sida en 1985. Apenas le quedó un lustro antes de morir al lado de su última pareja, el actor Josep Madern, y antes de que sus restos fueran incinerados y enterrados en el panteón familiar del pueblo segoviano de Nava de la Asunción, donde él había vivido largas temporadas, como la de la Guerra Civil...
Un poeta de cine
Gil de Biedma murió un 8 de enero -el día en que siempre volvemos a la realidad, de golpe, después de la empalagosa fantasía navideña- de 1990. Veinte años después –que no son nada, según el tango-, también un 8 de enero (de 2010), se estrenó la película que había dirigido el valenciano Sigfrid Monleón -basándose en la biografía de Gil de Biedma que Miguel Dalmau había publicado en 2004- y que, protagonizada por Jordi Mollá y Bimba Bosé, estuvo nominada a un Goya al mejor guión adaptado, aunque la crítica terminara celebrando más la actuación contenida de su intérprete protagonista que la propia factura final. La película se tituló El cónsul de Sodoma y, evidentemente, se basaba en los aspectos eróticos del personaje y no tanto en su universo poético, que es lo que hizo, cinco años después, el documental Veinticinco años después de la muerte de Jaime Gil de Biedma, dirigido por Luis Ordóñez y que incluía valiosos testimonios de amigos, poetas y agentes de la talla de Félix de Azúa, Vicente Molina Foix, Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Luis Alberto de Cuenca o Carmen Balcells, entre otros.

...Aunque a veces nos guste una canción
Gil de Biedma dejó para la poesía española uno de los poemas más estremecedores, como mínimo, del último siglo. Se tituló “Elegía y recuerdo de la canción francesa” e, incluido en Moralidades, aborda esa caída en el abismo de las nuevas generaciones que se defraudan con la anterior y también consigo mismas... “Os acordáis: Europa estaba en ruinas. / Todo un mundo de imágenes que queda de aquel tiempo / descoloridas, hiriéndome los ojos / con los escombros de los bombardeos. / En España la gente se apretaba en los cines / y no existía la calefacción”, comienza, y continúa: “Era la paz –después de tanta sangre- / que llegaba harapienta, como la conocimos / los españoles durante cinco años. / Y todo un continente empobrecido, / carcomido de historia y de mercado negro, / de repente nos fue más familiar”. En aquel ambiente de posguerra, se dirige finalmente el poeta a la canción protagonista del poema: “Y fue en aquel momento, justamente / en aquellos momentos de miedo y esperanzas / -tan irreales, ay- que apareciste, / oh rosa de lo sórdido, manchada / creación de los hombres, arisca, vil y bella / canción francesa de mi juventud! (...) / Cuánto enseguida te quisimos todos! / En tu mundo de noches, con el chico y la chica / entrelazados, de pie en un quicio oscuro, / en la sordina de tus melodías, / un eco de nosotros resonaba exaltándonos / con la nostalgia de la rebelión. / Y todavía, en la alta noche, solo, / con el vaso en la mano, cuando pienso en mi vida, / otra vez más sans faire du bruit tus músicas / suenan en la memoria, como una despedida: / parece que fue ayer algo ha cambiado. / Hoy no esperamos la revolución”. Sin duda, el final del poema, con la intertextualidad tan bien traída de aquel último poema de los veinte de Neruda, da la medida exacta de su alcance, bien entendido desde hoy: “Desvencijada Europa de postguerra / con la luna asomando tras la ventanas rotas, / Europa anterior al milagro alemán, / imagen de mi vida, melancólica! / Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, / aunque a veces nos guste una canción”.
Un poeta que trabajó tanto en textos que expresaran hasta sus íntimas experiencias autodestructivas habrá de sorprender siempre con la inteligente autoconciencia de sí mismo hasta en el sueño de su más remoto optimismo: “En un viejo país ineficiente, / algo así como España entre dos guerras / civiles, en un pueblo junto al mar, / poseer una casa y poca hacienda / y memoria ninguna. No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia”.