Cuando la ya desaparecida Caja San Fernando de Sevilla y Jerez reunió en una generosa antología casi toda la poesía que el escritor, periodista e investigador Juan de la Plata había producido entre 1955 y 1997, probablemente no quedaba ya nadie en el mundo que hubiera sentido, sufrido y escrito todo lo que el flamenco de la Baja Andalucía había dado de sí hasta entonces, especialmente desde que él nació, hace ahora 90 años, como otro niño más de aquella maldita guerra que a él lo obligó a cambiar de barrio, de aires y hasta de sentimientos. “Solo metralla y humo envolvían la tarde aquella / -fue por julio, ay, en julio, amor, en julio-, / cuando el miedo hizo aparición tan de improviso, / como un toro desmandado y perseguido. / En busca de refugio, camino de los campos, recordaba yo, / niño asustado, las canciones y los cantes que no volvería a escuchar, / hasta así que pasaran tres interminables años”.
Aquel niño, “ajeno a toda lucha y a tanto odio”, que había sido bautizado con el nombre de Juan Franco Martínez, estaba destinado a desarrollar una vocación cultural y literaria de mucho alcance desde que, todavía un veinteañero, comenzara a publicar en el diario Ayer de su ciudad natal artículos sobre flamenco y fundara la peña Artística y del Folklore que iba a ser la semilla nada menos que de la Cátedra de Flamencología y Estudios Folklóricos Andaluces, que iba a fundar él mismo, junto a Esteban Pino y Manuel Ríos Ruiz, en 1958, para dirigirla durante medio siglo. Muy pronto iba a estar publicando en la revista Álamo, de Salamanca, que dirigía su paisano Juan Ruiz Peña, o en La Estafeta Literaria, de Madrid. Juan de la Plata fue corresponsal en Jerez para Radio Nacional de España y para la agencia EFE durante más de veinte años, colaboró con artículos y críticas sobre flamenco en periódicos de Madrid, Alicante y hasta en esta casa, El Correo de Andalucía, hasta que en 1984 se consolidó en el recién nacido Diario de Jerez.
No hubo en el siglo XX figura del flamenco, del cante, el toque, el baile o de la poesía, que no fuera amigo de Juan de la Plata, desde Aurelio Sellés, Antonio Mairena o Fosforito, hasta Rafael del Águila, Vicente Escudero, Paco Laberinto, Matilde Coral o Mario Maya, pasando por Félix Grande, José María Velázquez-Gaztelu o Antonio Murciano, por citar solo a unos cuantos de a quienes dedica muchos de sus poemas en aquella antología a la que nos referimos titulada, hace ahora 25 años, Cantando para adentro. Fue entonces, en 1997, cuando el Círculo de Bellas Artes de Madrid le rinde un homenaje nacional por su continuada labor en favor del arte flamenco. Antes, la Confederación de Peñas Flamencas también le había rendido otro merecido homenaje en el año de la Expo 92. Y, en 1983, la recién nacida Junta de Andalucía le había concedido el premio de periodismo flamenco Manuel Torre, y llegó a formar parte de la Organización Internacional del Arte Popular de la Unesco muchísimo antes de que esta declarara al flamenco Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Juan de la Plata sabía que lo era desde mucho antes de que el flamenco se pusiera de moda fuera de los círculos en los que él lo había mamado en lo más profundo de la ciudad de los gitanos en la que él había tenido el orgullo de nacer. “Donde nace la bulería, el vino y el caballo, / y la seguiriya tiene su más legendario trono / de viejos reyes del grito entelerido. / Jerez de los señores y de los altaneros gitanos de antaño; / histórico solar de linajudos hidalgos y de oscuros herreros. / Unos y otros forjaron el corazón de este pueblo, / a golpes de fusta y de martillos acompasados”, había escrito en un poema dedicado a Juan de Dios Ramírez Heredia, “defensor de su raza y de su gente”.
Su voz herida
Pastora Imperio escuchó cantar a Juan de la Plata en la peña Juan Breva de Málaga allá por el año 1964, y sentenció con esa sabiduría que solo el duende concede algunas veces: “Unos cantan lo que saben y otros saben lo que cantan”. La frase no era baladí en quien había decidido indagar en el flamenco a través de todas las vías posibles, reales o soñadas. El propio Juan de la Plata dejó dicho en un soneto: “Hasta aquí, la sorpresa de mi vida; / mi acertijo en la sangre de mi vena. / A destino de pájaro encadena / esta lucha por mayo presentida. / Hasta aquí ya llegó mi voz dolida, / hasta el dintel amargo de la pena; melancólica voz, sin son ni arena, / manándole mi cante por la herida”. Y antes de haber puesto título a su antología poética más flamenca y personal, había escrito: “Cantando para adentro, / viví la vida y espero la muerte quieto. / Cantando para adentro, me comí mi pan, me tragué mis sueños. / Cantando para adentro, / me bebo mis lágrimas y mi sangre pierdo. / Cantando para adentro, / oigo los cercanos gritos, los lejanos ecos. (...) / Cantando para adentro, / siento lo que digo y digo lo que pienso. / Cantando para adentro, / soy el mismo de siempre, pero más auténtico”.
Por soleá
De la Plata era un enamorado del palo más auténtico del flamenco: “Hay un cierto amargo sabor / y una lenta y apacible agonía / en el suspiro de una soleá, / tierno como el tallo de una amapola, / perdida en el rumor de los trigos”, escribió, en un admirable poema que era a la vez un derroche de lirismo y de honda investigación empírica. “La voz del cantaor se hace pliegue / de entretejidas quejas, / fisura doliente, / dulce llanto de sombras / y abierta herida al sol de los sueños. / La soleá trae siempre el suave / y delicado perfume de la amada, / la ausencia melancólica del tiempo perdido / y la añoranza de viejos y mágicos perfiles, / alzando su grito desde el corazón / del más hondo subconsciente”.
Poeta social
El poeta de Jerez había interiorizado los postulados de toda la poesía española convencida de abandonar toda torre de marfil. “Machado tenía razón: Se canta lo que se pierde”, escribió en su Toná de la Marginación. “Por eso hay que seguir cantando. Ahora, más que nunca. / Hasta el final. Este es el único patrimonio de los oprimidos. / Cantar, hasta quedarnos sin voz, valientemente. (...) Roto ya el compás, desafinadas las guitarras del hastío / y apagadas las últimas palmas sordas, / mi grito seguirá teniendo un aire de libertad, / una queja contra todo perverso tirano, / un lamento contra sus refinadas maldades”.
Sabio de palos y estrofas
Juan de la Plata dejó un puñado de interesantísimos libros, algunos de los cuales sería de justicia reeditar. Desde sus Flamencos de Jerez, de 1961, su obra no paró de crecer a lo largo de medio siglo. De aquella década es también El cante flamenco en la vida gitana. Ya de los 80 datan títulos como La Saeta o la Pasión de Cristo según la canta el pueblo andaluz, Memoria de Terremoto o La tradición flamenca de Jerez. De 1992 es Los orígenes de la literatura flamenca, y de 1996, Cinco siglos de teatro en Jerez. Cronología histórica, siglos XVI al XX. Conocía perfectamente el metro culto y el popular, y lo mismo escribía sonetos que romances o fandangos o coplas para ser cantadas como martinetes, como aquella elegía dedicada a Lorca: “Tenías escrito tu sino / en la palma de la mano; / por vivir como un poeta / moriste como un gitano. / Federico a ti te llaman / por la tierra y por el mar; / entre los poetas de España, / la piedra fundamental”. A la Niña de los Peines le escribió en endecasílabos: “Oculto y hondo caudal de sangre en pena / emerge de tu voz, antiguo canto; / cauce en delirios tu savia morena, / Guadalquivir de sal, angustia y llanto”. Y a Manuel Torre también: “Dicen que le brotaba, libre y pura, / de su raza cien siglo perseguida, / la alboreante voz de la cultura, / cual vieja fuente al sol, el alma herida”. Y a los saeteros de Jerez, en octosílabos: “Saeteros los de Jerez, / arqueros a lo divino, / decidme por qué cantáis / al Cristo que va prendido / y a su Madre Dolorosa / con vuestra voz de cuchillo, / atravesando la noche / con los dardos encendidos / de cante tan misterioso / y a la vez peregrino, / que alcanza ya las estrellas, / más allá de los olivos. / Vuestra saeta gitana / me produce escalofrío, / dejándome el alma rota / y el corazón malherido”.
Memoria jonda
La antología de Juan de la Plata incluye un larguísimo poema en verso libre, tan largo y tan libre como su propia vida, en el que relata su permanente relación con el flamenco vivo, desde que lo oía lejano en algún fonógrafo o llegaban los cantaores a su casa o él los veía extasiado en el tabanco. “Asomado a la penumbra de aquellos santuarios / me dejaba encandilar por la deslumbrante magia del rito / de los golpes secos y lúgubres, el martilleante compás de las palmas sordas / y los extraños y guturales gritos / que desgarraban el alma y ponían en vilo los corazones. / Descubrí entonces que el tabanco era el refugio de los débiles, / de los desheredados, de los hijos del hambre y de la guerra”. También recuerda en él a aquellos niños de su barrio, “aprendices de brujos”, que “subían a mi casa, de vez en cuando, / con el estómago desnudo y vacío por el hambre, / a ofrecer sus incipientes y graciosos bailes / que se acompañaban con palmas, jaleos y cantes, / a cambio del consabido cabero de pan con aceite, / o la lata llena de potaje o puchero caliente; / y era de ver qué terremoto de alegría en sus ojos / y el alocado romero de sus risas, escaleras abajo, / contentos y felices por las sobras recibidas / y el perillo de amor dorándole sus negrucias manos”. Y a Tía Anica la Piriñaca, que “durante años se fue dejando la vida en las juergas / de ventorrillos y lupanares, con señoritos troneras; / la honra bien guardada bajo el delantal y el jazmín en el pelo. / Bebía cuando había que beber. Cantaba cuando había que cantar. / Ella era el hombre de su casa, el padre sus muchos hijos, / y la vida le fue siempre dura, difícil y cuesta arriba. / Por las mañanas, en el Arco, los limones agrios de cada madrugada, / Tía Anica por dulces los iba vendiendo”.
Y en fin, en esa memoria que arrastra nombres propios fundamentales (Marruros, Cantorales, Juanelos, Salvaorillos, Frijones, Mojama...) él mira atrás “y veo a mi gente mendigando / unas monedas a cambio de su sangre y de su vida, / de la sincera lágrima del drama diario, / del hambre y la alcoba con los hijos hacinados. / Veo a mi gente llorando de verdad el cante, sintiéndolo / de verdad, rompiéndose la camisa del más puro y jonda sentimiento, / abrasándose en vivas llamas, quemándose a pausas lentas, / rasgándose el pecho a corazón desnudo, / para mostrar las tremendas llagas de su mísera herencia. / Y pienso que valió la pena sublimarlo todo, / hacer un artista de cada paria o bohemio que gritaba; / llenarle la despensa, pagar su arte, vestirle bien / y colmarle de atenciones. / Hemos perdido la maravilla natural de lo que era vivencia pura, / entrega auténtica, sentimiento vivo; / pero hemos ganado al hombre, lo hemos encontrado, / se le ha devuelto su arrebatada dignidad, / el orgullo de sus mayores, la fe en su raza, su derecho a vivir / como los demás, en paz y libertad, con ilusión y con esperanza. / Pero aquella bandera desgarrada de su grito entrañable, / la flamante enseña de su identidad más verídica, / jamás deberá dejar de ser enarbolada por quienes deben asumir / la responsabilidad y la conservación de un legado / tan espiritual, como histórico, que jamás debe morir”.
El libro se cierra, en fin, con una seguiriya que resume toda la poética de Juan de la Plata: “Cantando para adentro / la pena se ahoga; / como barquito sin rumbo ni guía / que se tragan las olas”.