Juan Ramón Jiménez, poeta total y traicionado (especialmente por el 27)
Linteo acaba de publicar el sorprendente libro ‘Ecos de una voz’, de José Antonio Expósito, quien trastea con rigor en los baúles del olvido de todo un siglo para dilucidar sobre el magisterio del poeta de Moguer y el mal pago que le dieron sus hijos poéticos
Juan Ramón Jiménez (Moguer, 1881-San Juan de Puerto Rico, 1958), poeta dedicado en exclusiva a sus versos, Premio Nobel a pesar de toda España y maestro indiscutible de toda la poesía del siglo XX, nos llegó retratado a las últimas generaciones como un hombre difícil, maniático, enfermizo y ególatra, solo porque nadie se tomó el esfuerzo de buscar las verdades de su vida y sí el de repetir las mentiras convertidas en tópicos que otros contaron de él. A esa tarea pendiente de bucear en el pasado, en los documentos y en los hechos, se ha dedicado el catedrático de Literatura José Antonio Expósito, madrileño de 1964 empeñado desde hace mucho tiempo en recuperar luz, taquígrafos y justicia para todo lo que rodea al autor de Platero y yo, ya que él se dedicó más bien a ayudar a la propia Poesía a seguir siendo y a los poetas nacientes a que lo fueran de forma definitiva. El libro que le acaba de publicar la editorial Linteo, que lleva por título Ecos de una voz y por subtítulo “La amistad traicionada: Juan Ramón Jiménez y la generación de 27”, da buena cuenta de cómo la Historia literaria no es la que ocurrió sino la que quieren recordar los que la escriben y cómo la escriben para que otros la recuerden.
Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí.
El solitario Juan Ramón participó en varias generaciones y movimientos distintos, la del 98, el Modernismo, la del 14 y la del 27, pero no se fotografió tanto como otros con ninguna. En cambio, corrigió versos ajenos, alentó poéticas, editó libros de otros, dio cobijo en sus revistas y consejos impagables y hasta se dejó plagiar sin rechistar. Pero nada de esto se ha dicho en su justa medida, hasta ahora que Expósito ha puesto los puntos sobre las íes o sobre los Síes que repartió, contra su tiempo y su dinero, el poeta de Moguer, aunque recibiera tantos noes, tanta burla y tanto desprecio.
Juan Ramón Jiménez con Lorca.
Al contrario del chaquetero Azorín, que “entre ABC e Índice, no dudó dónde estaba su interesado sitio” y que en sus últimos años tampoco dudó en hacerle cuantas reverencias necesitó al franquismo, Juan Ramón se fue concentrando siempre sobre sí mismo para rendirle pleitesía solamente a la Poesía, más pura conforme avanzaba en autoconocimiento y conocimiento del mundo y del mundo cultural, que a comienzos del siglo XX y en esta España nuestra estaba en manos de Ortega y Gasset y su poderosa Revista de Occidente, del exnovelista y beato Ramón Pérez de Ayala, caído también en brazos del franquismo, y del trapecista de tanta greguería de Ramón Gómez de la Serna, quien después de haber vilipendiado a Juan Ramón incluso en una falsa biografía recurrió a su influencia en América –exiliado más por su mujer judía que por sí mismo- y consiguió dar unas cuantas conferencias en La Habana...
En el libro de Expósito salen malparadas algunas figuras como la de Eugenio D’Ors o la de José Bergamín, calificado como “Judas poético”. Juan Ramón no solo le publicó a este su primera obra, El cohete y la estrella, en su colección Índice, sino también a otros muchos del 27 sus primeros libros, incluido los Presagios del mayor de todos ellos, Pedro Salinas, en cuyo primer libro y también en La voz a ti debida –“La voz a mí debida”, dijo Juan Ramón al leer el libro-, rescata Expósito comparaciones de versos para focalizar el claro influjo juanramoniano. También, adelantándose al homenaje de “los veintisietes”, como son llamados recurrentemente los célebres poetas en el libro, Juan Ramón fue el responsable de la primera edición contemporánea de Fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora, en 1923.
Con Guillén y Salinas.
Su apoyo a las mujeres
Harto de erratas y maltrato editorial, Juan Ramón le dijo al joven Federico García Lorca, a quien tanto alentó en sus inicios, que un poeta debía ocuparse de editar su poesía. El de Moguer cumplió su palabra dedicándose a ello con su esposa, la también escritora y adelantada a su época Zenobia Camprubí, sobre quien tanto tópico ha chorreado también antes de que Expósito recuerde ahora que “gozó de una independencia y libertad insólitas para su época”. La mujer de Juan Ramón “fue una de las primeras que condujo un automóvil en España, abrió su propio negocio de Arte Popular Españo en la calle Floridablanca, y en su trastienda celebraba reuniones con otras mujeres antes de que se creara el Lyceum Club, y también realquilaba pisos en el barrio de Salamanca a americanos trasladados a España y viajaba en vacaciones con sus amigas por Italia o Marruecos”.
Juan Ramón con Alberti.
Al margen de la obsesión que por él tuvo hasta el suicidio la escultora Marga Gil Roësset, Juan Ramón recibió en su casa a todas aquellas escritoras que solo en este siglo se han redescubierto con el sobrenombre de Las Sinsombrero: Ernestina de Champourcín, Concha Méndez, María Teresa León y un largo etcétera de autoras que, al contrario de lo que tuvieron que hacer con sus compañeros del 27 –ser amantes de ellos, a la sombra de sus firmas, o casarse con ellos- encontraron en Juan Ramón un digno editor de la mayoría de sus obras.
“A la inmensa minoría”
Juan Ramón se rebeló siempre contra esa masa indiferenciada que la mayoría de sus colegas anhelaba. “A él le bastaba con la minoría de su hoy y la eternidad, muy suyas ambas”, dice Expósito cuando habla de esos otros escritores “repartidores de palabras”, en boca del autor de Eternidades. Mal entendido en su selecto elitismo, sus contemporáneos querían llegar a más público, mientras que Juan Ramón pretendía crear otro diferente. Asegura Expósito, tan lúcido, que “no rechazaba la prensa”, sino que “le disgustaba la adulación al lector y la profusión de erratas con que paginaban sus textos. Y en especial que la publicidad contaminara la poesía”. Y añade: “En España se prefiere el periódico a la revista, y en aquel tiempo se pagaban con gusto diez céntimos por un diario, pero no cinco pesetas por un libro sin santos. Hoy ni eso, ya casi nadie quiere dar dinero por letra impresa alguna”.
Ajeno a la RAE
Juan Ramón advirtió una vez sobre Gabriel Miró: “Si no tiene cuidado, será elegido para la Academia, y entonces todo habrá terminado para él”. Él mismo había de ser propuesto hasta tres veces para ingresar en tan alta institución –durante la monarquía, durante la República y hasta en el franquismo-, pero siempre respondió con idéntica anarquía, pues estaba más cómodo escribiendo en su casa o en los sanatorios por los que pasó que “merendando con nobles y curas redichos o con escritores entredichos”, según señala Expósito, que descubre la traición de Azorín al sembrar en los periódicos el rumor de su candidatura pero no lo presentó realmente. “¡Zorrín Azorín!”, había dicho Juan Ramón, con razón.
Cuando en 1935 lo visitó Gregorio Marañón con esa intención, él contestó que no sería nunca académico. “No me gusta serlo, no va bien conmigo la Academia y no formaré parte de ella. A esta clase de centros deben ir las personas que sirven y lo desean... Para mí, la Academia es un centro de trabajo, al que den ir los filólogos, los verdaderos académicos. (...) Yo no soy un filólogo; no estudio las palabras, las invento, que no es lo mismo; soy un creador que se debe a su obra. Yo me siento anti-académico, y me moriré sin entrar”.
Cuando, más de una década después –con Juan Ramón ya en el exilio americano- le dieron el Nobel, fue a pesar de los olvidos nacionales. La propuesta, desde luego, no partió de nuestro país. Aquí se luchó, en cambio, para que no se lo concediesen de ningún modo. La propia RAE y los rectores universitarios defendían la candidatura de Menéndez Pidal, e incluso Juan Ramón también apoyaba a su amigo. Pero los suecos sí estuvieron por la labor.
Todo estaba antes en Juan Ramón
Cuatro siglos después del encuentro entre Juan Boscán y Andrea Navagiero en los jardines de la Alhambra de Granada, para que la poesía española diera un salto vital de calidad italianizante, el maestro Juan Ramón y el joven Lorca también pasearon por allí en los meses posteriores al célebre Concurso de Cante Jondo en el que tanto se había implicado Manuel de Falla. Y el apodado Andaluz Universal, que no quiso ser castizo, sino colorido, alejado de la oscura Castilla noventayochista, había sembrado ya en sus poemarios de Moguer y de Madrid casi todo lo que los poetas de luego iban a presentar como originalidades. Hasta el verde lorquiano estaba ya en Juan Ramón, porque su “Verde es la niña. Tiene / verdes ojos, pelo verde” fue adaptado por Federico en aquella “verde carne, pelo verde / con ojos de frío plata”. En su Segunda Antología, escribía Juan Ramón “Viento negro, luna blanca” que tanto nos recuerda al lorquiano “Verde viento. Verdes ramas”. Y cuando Federico escribió aquello de “Córdoba. / Lejana y sola” ya había escrito Juan Ramón lo de “Huelva, lejana y rosa”.
El demostrado influjo se extiende a toda la nómina del 27, desde Cernuda a Aleixandre, pasando por Salinas, Guillén, Gerardo Diego o Alberti. La “blusa azul ultramar / y la cinta milagrera” de este último en su Marinero en tierra (1925) estaba ya en las Pastorales juanramonianas de 1911: “la blusa azul, y la cinta / milagrera sobre el pecho”. Juan Ramón había escrito antes aquello de “¡Mis ojos abiertos! / ¡Llevadme a la mar, / a ver si me duermo!”. Y luego Alberti escribió “Si mi voz muriera en tierra, / llevadla al nivel del mar”. Incluso “El mar. La mar. /El mar. ¡Solo la mar” de Alberti era eco ya de “en tu desnudez sola / -sin compañera... o sin / compañero / según te diga el mar o la mar-“ de Juan Ramón... El libro de Expósito está plagado de comparaciones de este estilo, que llegan hasta el mismísimo Antonio Machado, tal vez la única figura que aparece empapada de dignidad hasta el final. El famoso poema machadiano de Soledades que dice “¿Adónde el camino irá? / Yo voy cantando, viajero / a lo largo del sendero (...) Suena el viento / en los álamos del río” parece ser un eco lejano de un poema anterior de Juan Ramón: “Verde álamos de música / que cantáis por el camino, / ¿hasta dónde vais cantando / con la corriente del río? / ¡Ay, camino! ¿Adónde vas, / todo verde y florecido, / a la música doliente / de los álamos del río?”.
Tanta ayuda y tanta influencia no impidieron que los jóvenes del 27 se fueran olvidando de Juan Ramón antes y después de la fiesta sevillana en diciembre de 1927, pagada por el torero Sánchez Mejías. En Sevilla y también en la Residencia de Estudiantes de Madrid, el mismo Alberti escribió con chanza un soneto contra Platero: “Este es el burro hinchado en dinamita / con ojos para ver lo que el ojete; verga mortal en cada saca y mete, / bomba dentro del cuerpo que visita”... Contra el burro universal de Juan Ramón también atinaron en bromas plásticas y cinematográficas Dalí y Buñuel. Muchos años después, el poeta de El Puerto de Santa María –que hubo de editarle al maestro ya menos olvidado en el exilio americano su Animal de fondo- hacía memoria histórica: “Por aquellos años madrileños, Juan Ramón Jiménez era para nosotros, más aún que Antonio Machado, el hombre que había elevado a religión la poesía, viviendo exclusivamente por y para ella, alucinándonos con su ejemplo”.
El libro de Expósito, en fin, que incluso recuerda el plagio de Tagore (traducido por Zenobia y Juan Ramón) que hace el mismísimo Neruda en alguno de sus Veinte poemas de amor, es un pozo hondo de inteligencia fina y documentado anecdotario sobre el que el lector puede volver incluso con otros propósitos. “Ahora sale a la luz la otra cara de la historia. La que muestra las voces calladas, las anécdotas silenciadas, los entresijos que tejieron el devenir de una de las generaciones más prolíficas de la literatura española del siglo XX”, ha sentenciado al respecto Antonio Colinas.