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El reportaje literario

La lluvia, esa cosa que sin duda sucede en el pasado

Tan preciada en tiempos de sequía, el fenómeno meteorológico más popular puede ser también el más poético, como testimonian los alejandrinos juveniles de Lorca, la melancolía de Machado o de Pessoa o la imaginación más plástica de Wislawa Szymborska invocando el arca

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
03 sep 2023 / 11:26 h - Actualizado: 03 sep 2023 / 11:30 h.
"El reportaje literario","Lluvia"
  • París en un día lluvioso, del pintor Caillebotte.
    París en un día lluvioso, del pintor Caillebotte.

Lo dijo Jorge Luis Borges en uno de sus más inolvidables sonetos: “Bruscamente la tarde se ha aclarado / Porque ya cae la lluvia minuciosa. / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado”. Y, efectivamente, como todo lo manriqueño, cualquier lluvia del pasado fue mejor. Desde luego, más abundante, porque a todos nos han relatado nuestras abuelas lo que llovía antes, cuando los hombres paseaban por sus propias casas como lobos encerrados porque los sembrados se habían convertido en ciénagas a las que había darles tiempo.

La lluvia es quizá el fenómeno meteorológico que más versos ha producido al melancólico compás de sus propias gotas, porque ver llover desde el otro lado del cristal –la óptica de nuestra propia conciencia-, tal y como fue capaz de captar en sus maravillosos cuadros el pintor francés Caillebotte, aquel gran olvidado del impresionismo, ha podido inspirar a algunos de los más prestigiosos compositores musicales de la historia, como Armando Manzanero, muerto en plena pandemia del Covid pero de quien nunca olvidaremos aquella suave melodía como un chirimiri en nuestro propio corazón: “Esta tarde vi llover, vi gente correr / Y no estabas tú / La otra noche vi brillar un lucero azul / Y no estabas tú”.

La lluvia, esa cosa que sin duda sucede en el pasado
Jorge Luis Borges.

Borges supo del poder nostálgico de la lluvia, y levantó acta en aquel segundo cuarteto de su soneto: “Quien la oye caer ha recobrado / El tiempo en que la suerte venturosa / Le reveló una flor llamada rosa / Y el curioso color del colorado”. Y nuestro Antonio Machado, que asoció a la lluvia la monotonía infantil en cualquier tarde parda y fría de invierno, también vio en ella infinitas posibilidades de meditación e incluso de agradecimiento. Hay un poema de Campos de Castilla, muy poco recordado, en el que el yo poético, reconociéndose “entre andaluz y manchego” se ve a sí mismo mirando llover cerca del fuego, allá en Soria todavía, y reúne todos los elementos machadianos de la naturaleza en consonancia con el ser humano y el cosmos de esa manera sencilla que solo el autor de Soledades podía conseguir: “Fuera llueve un agua fina, / que ora se trueca en neblina, / ora se torna aguanieve. / Fantástico labrador, / pienso en los campos. ¡Señor, / qué bien haces! Llueve, llueve / tu agua constante y menuda / sobre alcaceles y habares, / tu agua muda, / en viñedos y olivares”. El poema machadiano continúa con una plegaria en arte menor que viene hoy como anillo al dedo: “Te bendecirán conmigo / los sembradores del trigo; / los que viven de coger / la aceituna; / los que esperan la fortuna / de comer; / los que hogaño / como antaño / tienen toda su moneda / en la rueda, / traidora rueda del año. / ¡Llueve, llueve; tu neblina / que se torne en aguanieve, / y otra vez en agua fina! / ‘Llueve, Señor; llueve, llueve! / En mi estancia, iluminada / por esta luz invernal / -la tarde gris tamizada / por la lluvia y el cristal-, / sueño y medito”.

Pocos años después irrumpirá Federico García Lorca en el panorama poético de los años 20 con un primerizo Libro de poemas cuyo poder del alejandrino constata ya desde tan temprano su capacidad de ser poeta viendo simplemente llover: “La lluvia tiene un vago secreto de ternura, / algo de soñolencia resignada y amable, / una música humilde se despierta con ella / que hace vibrar el alma dormida del paisaje”, escribirá el de Fuente Vaqueros.

Las metáforas de a continuación constituyen el elemento más esencial y más novedoso de toda la Generación del 27: “Es un besar azul que recibe la Tierra, / el mito primitivo que vuelve a realizarse. / El contacto ya frío de cielo y tierra viejos / con una mansedumbre de atardecer constante. / Es la aurora del fruto. La que nos trae las flores / y nos unge de espíritu santo de los mares. / La que derrama vida sobre las sementeras / y en el alma tristeza de lo que no se sabe. (...) Y son las gotas: ojos infinitos que miran / al infinito blanco que les sirvió de madre. / Cada gota de lluvia tiembla en el cristal turbio / y le dejan divinas heridas de diamante. / Son poetas del agua que han visto y que meditan / lo que la muchedumbre de los ríos no sabe. /¡Oh lluvia silenciosa, sin tormentas ni vientos, / lluvia mansa y serena de esquila y luz suave, / lluvia buena y pacífica que eres la verdadera, / la que llorosa y triste sobre las cosas caes!”. La personificación de la lluvia tiene ya en la voz de Lorca un afán de no terminarse nunca, con infinitas reminiscencias de la inspiración: “¡Oh lluvia franciscana que llevas a tus gotas / almas de fuentes claras y humildes manantiales! / Cuando sobre los campos desciendes lentamente / las rosas de mi pecho con tus sonidos abres. / El canto primitivo que dices al silencio / y la historia sonora que cuentas al ramaje / los comenta llorando mi corazón desierto / en un negro y profundo pentágrama sin clave”.

Lluvia de amor

Hasta el poeta del Barroco que inspiró a la Generación del 27, Luis de Góngora, relata en un soneto las terribles consecuencias que producen las lluvias torrenciales en la voz de un hombre que le cuenta a su amada, Celalba, las terribles escenas de las que fue testigo: “Cosas, Celalba mía, he visto extrañas: / cascarse nubes, desbocarse vientos, / altas torres besar sus fundamentos, / y vomitar la tierra sus entrañas”.

La lluvia, esa cosa que sin duda sucede en el pasado
Los paraguas, de Renoir.

Incluso el Premio Nobel de aquella Generación inolvidable, Vicente Aleixandre, compuso versos de amor en clave lluviosa: “En esta tarde llueve, y llueve pura / tu imagen. En mi recuerdo el día se abre. Entraste. / No oigo. La memoria me da tu imagen sólo. / Sólo tu beso o lluvia cae en recuerdo. / Llueve tu voz, y llueve el beso triste, / el beso hondo, / beso mojado en lluvia. El labio es húmedo. / Húmedo de recuerdo el beso llora / desde unos cielos grises / delicados. / Llueve tu amor mojando mi memoria / y cae y cae. El beso / al hondo cae. Y gris aún cae / la lluvia”.

Otro compañero de generación, creador en buena medida de la misma, Gerardo Diego, había solicitado ya el poder inspirador de la lluvia para jugar en uno de sus más célebres poemarios, Manual de espumas. “Puente arriba puente abajo / la lluvia está paseando. / Del río nacen mis alas / y la luz es de los pájaros. / Nosotros estamos tristes. / Vosotros lo estáis también. / Cuándo vendrá la primavera / a patinar sobre el andén”. Evidentemente, la personificación de la lluvia viene ya dada: “El árbol cierra su paraguas / y de mi mano nace el frío. / Pájaros viejos y estrellas / se equivocan de nido. / Cruza la lluvia a la otra orilla. / No he de maltratarla yo / Ella acelera el molino / y regula el reloj. / El sol saldrá al revés mañana / y la lluvia vacía / volará a refugiarse en la campana”.

Pura saudade

El poder melancólico, a veces sanador, de la lluvia, no pudo pasar desapercibido para el poeta portugués que más se fijó en ella a través de los cristales: Fernando Pessoa. “Llueve en silencio, que esta lluvia es muda / y no hace ruido sino con sosiego”, escribió el autor del Libro del Desasosiego. “El cielo duerme. Cuando el alma es viuda / de algo que ignora, el sentimiento es ciego. / Llueve. De mí (de este que soy) reniego...”. Y añadirá: “Tan dulce es esta lluvia de escuchar / (no parece de nubes) que parece / que no es lluvia, más sólo un susurrar / que a sí mismo se olvida cuando crece. / Llueve. Nada apetece...”.

Hasta la Premio Nobel de Literatura de 1996, la polaca Wislawa Szymborska, pensó en la lluvia infinita de la realidad circundante y en el arca salvador de Noé para guardar todo lo valioso: “Empieza una lluvia prolongada. / ¡Al arca!, porque ¿dónde, si no, se van a meter?: / poemas para una sola voz, / éxtasis privados, / innecesarios talentos, / curiosidad superflua, / tristezas y temores de corte alcance, / ganas de ver las cosas desde seis lados. / Los ríos crecen y se desbordan. / ¡Al arca!: claroscuros y semitonos, / caprichos, ornamentos y detalles, / excepciones tontas, / signos olvidados, / innumerables variedades del gris, / juego para el juego, / y lágrimas de la sonrisa”. La poeta solo encuentra una solución redentora cuando “hasta donde alcanza la vista, todo es agua y un horizonte borroso”, aunque finalmente “cesará la lluvia, / bajarán las olas”, reconoce, y “sobre el despejado cielo / se descorrerán las nubes / y serán de nuevo / como deben ser las nubes sobre todo el mundo: / elevadas y frívolas, / semejantes / a felices islas, / borreguitos, / coliflores, / y pañales / secándose al sol”.


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