La mejor juventud
Emocionante reencuentro de la OJA con el doble apadrinamiento de Claudio Constantini y Sarah Ioannides y un sabor muy americano
Juan José Roldán
Cuando creíamos que el cierre del Maestranza nos privaría un año más del feliz encuentro con los y las jóvenes intérpretes de nuestra tierra, la Junta vino al rescate tras el despropósito que ella misma propició y reubicó la cita en el Teatro Central. La acústica no es la misma, es un teatro muy dotado y vanguardista para muchas disciplinas, pero en acústica sinfónica el del Paseo Colón no tiene rival; no obstante el resultado fue una vez más milagroso y sorprendente. La capacidad de nuestros jóvenes para emocionarnos y hacernos más felices no tiene parangón, y otra vez lo demostraron en un concierto bendecido además por un programa precioso y generoso como hacía mucho tiempo que no disfrutábamos.
Descubrí Oblivion, una hermosísima página cargada de nostalgia y sensibilidad, en los títulos de crédito finales de La mejor juventud, una mini serie italiana que aquí se estrenó en cines y narraba con altas dosis de emotividad la historia reciente de Italia a través de dos hermanos con caminos muy dispares. Desde entonces, sea por el recuerdo de esa pequeña obra maestra o por la belleza de la pieza de Piazzolla en sí, siempre me emociono cuando la escucho, más si se interpreta con la elegancia y la sensibilidad con la que lo hizo Constantini, magníficamente arropado por la sensual cuerda de la joven orquesta. Sirvió para homenajear al gran compositor argentino cuando hubiera cumplido cien años, a lo que el pianista, bandoneonista y compositor peruano añadió un concierto de su propia cosecha tan atractivo como brillante y estimulante. Siguiendo la estructura clásica de tres movimientos, uno lento entre los dos extremos, la pieza fue defendida con un alto nivel de compromiso por los atribulados integrantes del conjunto orquestal, con especial mención a maderas y cuerda grave, proporcionando cuerpo y musculatura a una obra en la que el propio Constantini ejerció de solista exhibiendo una elasticidad y maestría al bandoneón que se saldó con una lectura vibrante de su obra, paradigma de la belleza porteña, su expansiva emotividad y considerable calidez, muy bien articulada, muy melódica, imaginativa y decididamente eficaz.
Contó para ello con la impagable complicidad de la directora australiana Sarah Ioannides, experta americanista con un excelente disco con música de John Corigliano en su haber, que siguió con mimo y respeto la intervención de Constantini y lo arropó con amplio sentido idiomático en una Rapsodia en blue atacada por el joven intérprete, ahora como eficiente pianista, desde el respeto, siguiendo escrupulosamente la partitura sin añadidos ni florituras, tan habituales cuando es un jazzista, como él, quien la interpreta. A destacar aquí el excelente trabajo de la orquesta, como si llevaran toda la vida familiarizados con este sonido entre el jazz, el swing, Broadway y la música sinfónica. Ferde Grofé, Paul Whiteman y el propio Gershwin hubieran flipado a buen seguro con esta versión. Antes de que volvamos a encontrarnos con Constantini en el Espacio Turina el próximo viernes, presentando junto a Louiza Hamadi su nuevo disco, 20th Century Tango, nos brindó al piano una propina, una miniatura dedicada al pianista Gil Evans, tan cargada de emotividad como el resto del programa.
Y ya en su segunda parte, Ioannides ofreció una robusta recreación de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák, prestando especial atención a cada familia instrumental, y muy especialmente a sus numerosos solistas, quienes se lucieron a gusto, logrando en conjunto transmitir esa sensación de amplitud y asombro que expide una partitura que el compositor bohemio concibió como regalo de agradecimiento y álbum de sensaciones provocadas por esa tierra generosa que osamos llamar nueva, olvidando toda su historia y cultura indígena. Ioannides se mantuvo contenida en el majestuoso allegro inicial, cálida y transparente en un largo construido con reveladores silencios y un sentido prodigioso del equilibrio instrumental, trepidante y vivaz en el scherzo y tan dinámica como expansiva en el fogoso allegro final, a todo lo cual la plantilla se adaptó con un amplio sentido de la claridad y una responsabilidad encomiable. La fiesta terminó con un alegre pasodoble, Amparito Roca, ya sin batuta y con esa exultante ilusión que caracteriza a la mejor juventud.
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