- Ilustración de Odiseo y Polifemo de Arnold Bocklin, de 1896.
La Odisea nuestra de cada día: de Homero a Joyce
Con una diferencia de tres milenios, el escritor griego inauguró la literatura occidental con el regreso a Ítaca, durante veinte años, de un héroe simpar, mientras que el autor irlandés apenas necesitó un día para retratar a su antihéroe, y hoy se agradecen diarios como el del cordobés Juan José Pérez Zarco para interiorizar ambas trascendencias
Lo primero es que muy poca gente ha leído de verdad y de principio a fin La Odisea, atribuida a aquel escritor griego del siglo VIII a. C. llamado Homero. Lo segundo es que menos gente aún ha llegado a cruzar siquiera las turbulentas páginas intermedias del Ulises, aquella novela desquiciada –con su estructura, armazón e intimidad al aire- que el irlandés James Joyce publicó, a trancas y barrancas, en el París de 1922. Y solo por esa realidad histórica sobre dos monumentos literarios tan imprescindibles merece la pena que venga alguien –tan buen lector y tan buen escritor-, con toda su humildad y paciencia a cuestas, a compartirnos un diario de lectura doble, simultánea, no para sacarnos sesudas conclusiones filológicas de lo que nos aporta cada una de las dos obras, distantes casi tres milenios, sino para descubrirnos que “Ítaca no es siquiera la isla griega que me gustaría visitar algún día”, pues “la auténtica Ítaca, la que se ve de lejos, no es un viaje real, sino un estado de ánimo, una forma de la ilusión y de la búsqueda permanente” y “todavía quedan muchas lunas para la arribada final”.
Lo dice el cordobés Juan José Pérez Zarco en la última página de su último libro, Odiseas (Círculo Rojo, 2022), que como otros muchos de los suyos (Diario de un poeta en paro, 1998; Mester de hortelanía, 2012; o Les Espagnols. Una historia de resistencia, 2017, homenaje este último al republicano Florián Andújar, nacido en Torrecampo y exiliado en Francia, donde murió luchando contra las tropas alemanas en 1944) amenaza con pasar desapercibido. Es lo que tiene haberse estrenado en la lírica, por ejemplo, con una ópera prima titulada, allá por 1986, Ítaca, y estar convencido, con Cavafis, de que lo único que estamos obligados a pedir es “que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias”, sin temer “a los lestrigones ni a los cíclopes / ni al colérico Poseidón”. Más allá del éxito inmediato, los escritores como Pérez Zarco están convencidos de que “Ítaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. / Pero no tiene ya nada que darte” y “aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado. / Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, / entenderás ya qué significan las Ítacas”.

Juan José Pérez Zarco.
Pérez Zarco no solo lo ha entendido, sino que ha tenido el gusto y la generosidad de compartirlo, en un libro misceláneo y a la vez fácil de leer en el que mezcla sensaciones del presente de su escritura con la memoria de un chico lo mínimamente rebelde que se podía ser en la Córdoba de la Transición, que preocupaba a sus padres por sus pintas y sus melenas, que leía todo lo que caía en sus manos, y que seleccionaba músicas tan diversas y heterodoxas como los Patanegra y los Stones, Dylan y Pablo Milanés, Lou Red y Camarón o Bob Marley y Labordeta, pues “no era lo mismo cantar Raphael que a Georges Brassens, ir a un concierto de Manolo Escobar que a escucharle a Serrat las Nanas de la cebolla, como tampoco era igual leer a Vizcaíno Casas que a los hispanoamericanos del boom”, dirá en el ecuador de este libro que, principalmente, se dedica a entusiasmarnos con las líneas argumentales de las dos Odiseas, la que narra Homero desde la salida de Odiseo (o Ulises, en latín) de Troya al finalizar la guerra, para regresar a su tierra, Ítaca, y recuperar así el amor de su paciente esposa, Penélope, en una aventura heroica de veinte años; y la que cuenta Joyce sobre un auténtico antihéroe de la contemporaneidad como es Leopold Bloom en una sola jornada, la del 16 de junio de 1904, por las calles, los cafés, los prostíbulos y hasta un hospital del Dublín que el autor tan bien conocía, plagada de complejos, miedos, monólogos como gases incontenibles, religiosidad asfixiante y sexo purulento mientras su protagonista no se termina de atrever a regresar a su hogar (su Ítaca) porque sabe que su mujer, Molly, está en la cama con otro. Qué diferencia entre una y otra Odisea, claro. Casi tres mil años. “En los días de Homero el hombre creía en los dioses, levantaba en su honor hermosos templos, sacrificaba para ellos las mejores víctimas y les confiaba ciegamente su destino. En los tiempos de Joyce, Dios ha muerto –Nietzsche dixit- y el destino del hombre está en sus propias manos”, explicará Pérez Zarco, consciente de que Joyce lo era su vez de “entronizar al perdedor, al hombre corriente, al antihéroe”.
La Odisea: el gusto de contar
La historia de Homero comienza cuando finaliza la guerra de Troya (que se contó en La Ilíada) y termina cuando Odiseo vuelve a finalmente a su casa y se venga de los okupas que se encuentra en ella, pretendientes de Penélope que quieren, además, quedarse con las riquezas del matrimonio. El largo poema se divide en 24 cantos divididos en tres partes: la telemaquia, el regreso de Odiseo y la venganza de Odiseo... Al comienzo del relato, es el propio Homero quien le pide a la Musa que relate lo ocurrido a Odiseo después de la guerra de Troya. Los dioses se reúnen y Atenea es partidaria de que Odiseo (también llamado Ulises en las traducciones latinas) regrese a su hogar, después de ocho años cautivo en la isla de la ninfa Calipso. Es la propia diosa Atenea quien aconseja al hijo de Odiseo, Telémaco, que busque a su padre... El chico viaja a Pilos y luego a Esparta, pero sus viajes son infructuosos.
Y, mientras tanto, el dios Zeus ha dado órdenes a Calipso para que deje marchar a Odiseo, que al poco de partir se enfrenta a la furia de otro dios, Poseidón, pues ha dejado ciego al cíclope Polifemo, un gigante monstruoso de un solo ojo que es precisamente el hijo predilecto del dios del mar... Odiseo encontrará alivio en todo caso, al contarle a la hija de Alcínoo, Nausícaa, sus aventuras desde que había salido de Troya hacía diez años... Es decir, Odiseo ejerce de narrador porque se ha convertido ya, en vida, en personaje literario. “¿Os suena, amigos lectores, este hecho?”, nos advertirá Pérez Zarco en su diario. “¿No os recuerda el maravilloso juego entre ficción y realidad que Cervantes introduce en la segunda parte del Quijote, cuando caballero y escudero se saben personajes literarios, conocen su fama y el libro que inmortaliza sus andanzas? Sin demérito de Cervantes como creador de la novela moderna, dos mil años antes, el viejo Homero ya había jugado al mismo juego: metaficción, metanovela, metanarración, metaliteratura”.
Odiseo relatará, a su gusto, lo que le había ocurrido en la isla de los lotófagos, donde arrastra a sus compañeros, que habían comido loto y se habían olvidado de todo –al contrario que él, cuya férrea fidelidad a lo largo de su historia se salva a base de férrea memoria-, su problema con Polifemo, a quien deja ciego de su único ojo para poder escapar de su cueva, el encuentro con Circe y su viaje al Averno donde se encuentra con su propia madre, el episodio del canto de las sirenas por el que sus compañeros se taponan los oídos y él se ata fuertemente al mástil para no caer en la tentación, el terror del estrecho de Escila y Carbidis, entre la hoy península itálica y la isla de Sicilia... Eolo de Hipótada, el dios de los vientos, le entregará a Odiseo finalmente una bolsa con poderosos vientos del oeste para que lo condujeran a casa, pero mientras nuestro héroe duerme uno de sus hombres curiosea en la bolsa, los vientos escapan y se produce una fuerte tormenta que arrastra a toda la tripulación hasta la isla de los Lestrigones, donde unos gigantes devoran a muchos de ellos... Odiseo no consigue regresar a casa por el capricho de los dioses... Y porque sus compañeros tampoco es que colaboren demasiado, pues al llegar a la isla del sol, se comen las terneras sagradas del ganado de Helios y Zeus lanza un rayo que provoca la destrucción de la nave...

Ulises de James Joyce.
Todos los hombres mueren, menos Odiseo, que será el único que regrese finalmente, zigzagueando por el Mediterráneo, a su patria, Ítaca, aunque disfrazado de mendigo para que sus muchos enemigos, todos pretendientes de su mujer, no lo reconozcan. Solo acude en confianza a Eumeo, su fiel criado, y solo es reconocido por su viejo perro, que muere al instante, y por la criada, Euricle, que recuerda una cicatriz al lavarle los pies, mientras a Telémaco, que sigue tan lejos de Ítaca en busca de su padre, le advierte Atenea en sueños para que vuelva, con cuidado... Nada más regresar, reconoce a su padre. Los pretendientes de Penélope, por su parte, se ríen del mendigo y lo ridiculizan, y uno de ellos lo reta a una pelea, que gana Odiseo. Se celebra finalmente una cena, con todos los pretendientes y el propio vagabundo en la que Penélope les propone una última prueba cuya recompensa será contraer matrimonio con ella. Los aspirantes deben disparar una flecha que logre pasar por los ojos de doce hachas enfiladas. Solo lo consigue Odiseo, que continúa disparando flechas hasta matar a todos los hombres. A Penélope le costará reconocer a su marido, hasta que lo abraza...
Dirá Pérez Zarco de Odiseo que “encarna la rebeldía frente al designio de los dioses”, pues “se obstina en ser el constructor de su propio destino y se niega a la amnesia, al olvido que los inmortales le proponen, se aferra a los recuerdos (de sus padres, de su esposa, de su hijo, de su perro, de su isla), frente a la resignación y la pasividad, el vitalismo, el entusiasmo y la astucia para sobrevivir”. Según el escritor cordobés, “sabe que puede optar a la dicha sin fin de los dioses, por la magia que hace desaparecer el sufrimiento, pero se niega a perder su condición de mortal, de hombre que sufre y que aspira a la felicidad, a la continuidad, a la acción, pues intuye que la vida no es más que un buscar”. Más allá, el autor de Odiseas reflexiona brillantemente al respecto: “Si no hubiera protagonizado el fantástico regreso que ya conocemos, Odiseo habría permanecido en un discreto rincón de la literatura universal como aquel guerrero griego que ideó la estratagema del caballo de madera, pero su destino iba más allá de la destrucción de los muros de Troya. El hijo de Anticlea y de Laertes estaba llamado a encarnar uno de los mitos más bellos y fecundos de la cultura occidental: la vida es un viaje de ida y vuelta”.

El libro de Pérez Zarco titulado 'Odiseas.
El nuevo Odiseo
Más que trazar un paralelismo entre el protagonista de la Odisea y algunos de los personajes principales del Ulises, lo que cree Pérez Zarco es que “Joyce es más Odiseo que Stephen Dedalus y que Leopold Bloom, aunque estos tengan evidentes y más o menos superficiales correlaciones con el héroe homérico”. En este sentido, dirá el autor de Odiseas: “A través de Odiseo, Joyce está hablando de sí mismo. De su novela, que iba a hacer trizas la novela tradicional. De su solitario esfuerzo narrativo. De su odisea personal como irlandés que abandona su isla, su religión, sus ideas independentistas, su literatura, y que habrá de superar todo tipo de obstáculos: trabajos ingratos; estrecheces económicas, paliadas en parte por su hermano Stanislaus y por su hermana Eva, casada con un empelado de banco (...), los problemas con el alcohol, unas fiebres reumáticas, la casi ceguera, después de diez operaciones, problemas con Nora Barnacle, la confiscación de la revista donde aparecían algunas entregas el Ulises, la denuncia de la sociedad neoyorquina para la prevención del vicio, los inconvenientes económicos y de impresión del libro a cargo de la Shakespeare and Company”. Al parecer, también lo dijo Ezra Pound, pensando en un intelectual apartado en plena Primera Guerra Mundial: “Joyce es el único hombre del continente que sigue produciendo, a pesar de la pobreza y la enfermedad, trabajando de ocho a dieciséis horas por día”.
Aun así, a Pérez Zarco tampoco le pasan desapercibidos los momentos en que Bloom funciona como alter ego del propio autor: “Solamente Bloom se enfrenta dialécticamente a este atrabiliario esperpento, tratando de aportar sensatez a los disparates que nacen de su aberrante ideología y de la continuada ingesta de alcohol. Solamente Bloom se opone a la desfachatez nacionalista. Solamente Bloom, que esgrime ante el Ciudadano un cigarro, émulo del leño de afilada y ardiente punta que Odiseo y sus compañeros clavaron en el ojo de Polifemo, argumenta contra la violencia (del Sinn Féin), contra los prejuicios religiosos, contra la injusticia, contra el odio entre individuos y entre pueblos”.
Con España, muy al fondo...
Al fin y al cabo, el paralelismo entre una odisea y otra, entre la maga Circe y el brujo Joyce es el que nos explica, con paciencia de maestro sin prisas, Pérez Zarco al sabernos lectores aturdidos, encantados o exasperados, como le ha podido pasar a él mismo “en ese mundo delirante que a tramos nos recuerda un amargo esperpento de Valle-Inclán, a tramos una expresionista, pasajes de Samuel Beckett y de Franz Kafka, imágenes del Bosco y de Brueguel, escenas de Buñuel, de Groucho Marx”. Y, para colmo, nos recuerda otra de las sorpresas finales del mago Joyce al referirnos el pensamiento de Molly Bloom sobre el lecho conyugal, esa incómoda, sonora y tintineante cama de segunda mano en la que engaña con otro a su marido y en la que vuelve con él a repetir sí, sí, sí, en un monólogo final inolvidable, cual inversa Penélope en pleno siglo XX: “Frente al ahora negativo de Molly, la reivindicación del ayer de su infancia y adolescencia en Gibraltar, la nostalgia de sus días más dichosos. A su manera, el episodio es una elegía, un aquel tiempo fue mejor, pese a los momentos de soledad y de aburrimiento, pese a la brutalidad y a la sangre de las corridas de toros, un sí a los paisajes y panoramas del Peñón, de la Línea, de Ronda, un sí a las flores, a la belleza morena de las españolas, al sol, a la alegría, a la intensidad vital del sur. Un sí al pasado, a la pura emoción de sentirse viva”.