El reportaje literario

Las cuentas pendientes de los cuentos

El médico y escritor sevillano Antonio Rincón, más conocido por sus versos flamencos, vuelve al relato no tan breve con una selección que presenta mañana en el Ateneo, y un introito en el que recuerda los altibajos de un subgénero practicado por los más grandes

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
22 may 2022 / 10:34 h - Actualizado: 22 may 2022 / 10:36 h.
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Este pasado viernes, sin ir más lejos, uno de los escritores de cuentos más célebres de los últimos años en nuestra tierra, el onubense afincado en Sevilla Hipólito G. Navarro, lamentaba haber comprado una exquisita antología de cuentos por solo “un eurito, en el kiosco del barrio”. “Estos cuentos de segunda mano no salen ni a cinco céntimos cada uno”, se quejaba en sus redes sociales, y añadía: “Y se achicharraban bajo el sol, los pobres. Vamos cuesta abajo, sin frenos. Ay”. El volumen, casi regalado, incluía relatos suyos, sí, pero también de grandes maestros de los últimos siglos como Quevedo, Herman Melvill, Álvaro Mutis, Joseph Conrad, Bécquer, Tolstói, Maupassant o David Foster Wallace, entre otros. Muchos de los autores que le han servido al médico y escritor Antonio Rincón –nacido en Los Palacios y Villafranca en plena posguerra y tantos años de pediatra en Mairena del Alcor- para trazar en el propio liminar de su último libro, titulado Cuentos pendientes y autopublicado en Ediciones Pangea, un breve estudio de lo que ha supuesto la narración breve en la contemporaneidad, antes de ofrecer una selección de sus últimos 25 relatos, haciendo quizá un guiño –por el coincidente número exacto- a aquellos Milagros de Nuestra Señora del primer autor culto de la literatura en castellano, Gonzalo de Berceo.

El libro se presenta mañana, a partir de las 19.00 horas, en el Ateneo de Sevilla. Y tiene su mérito porque no solo regala 25 cuentos o relatos de variada naturaleza aunque con la misma paternidad, como el propio Rincón reconoce, sino que indaga en la propia naturaleza del relato breve y en la variada suerte que ha corrido este subgénero narrativo a lo largo de los últimos tiempos bajo la premisa, demostrada en la propia obra, de que “un libro de cuentos es como una traca de fuegos de artificio; unos alcanzan el cielo, o lo rozan, y otros se quedan a medio camino sin que su fulgor deslumbre”. Lo normal cuando el libro tiene 300 páginas.

El introito de Rincón comienza dilucidando si cuento o relato, y aunque él titula con el primer vocablo, tal vez porque en la propia serigrafía del título se juega con la o de cuento y la a de cuenta (todo pendiente de haber sido escrito y publicado), recuerda que Fernando Quiñones rehuía del término cuento porque no quería ser tildado de cuentista, “por un resabio peyorativo que emanaba, según él, de ese sustantivo”. La particular introducción de Rincón a su espléndido ramillete de cuentos se dedica a argumentar que el cuento no es, ni mucho menos, un género menor. Lo sabía bien Borges, declarado “enemigo acérrimo de la novela”, aunque Rincón reconozca que los grandes narradores de este género, desde Chéjov hasta Delibes, desde nuestra Pardo Bazán a García Márquez, pasando por Hemingway o autores tan actuales como Sara Mesa o Fernando Aramburu, hayan alcanzado verdaderamente la fama y el prestigio con sus novelas.

Cortázar, después de señalar que “el cuento, como el boxeo, gana por KO, mientras que la novela gana por puntos”, insistía en que “el cuento preconiza una carrera contra el reloj”, pues, según refiere Rincón, “quiere atrapar al lector sin abrumarlo ni hostigarlo, solicitando su atención un momento, un rato, pero, eso sí, sin distracciones y exigiéndole al final de la lectura una reflexión o un análisis serio y profundo de la trama”. El también argentino Anderson Imbert, otro genio de la narración breve, defiende la imaginación del narrador más allá del suceso real en el que se apoye, y Horacio Quiroga afirmaba categórico que “un cuento es una novela depurada de ripios”. Ricardo Piglia, por su parte, recuerda que “un cuento siempre cuenta dos historias”, y Monterroso –célebre por su cuentosaurio- advierte de que “pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. Diez líneas de más y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve anécdota”.

Rincón concede el honor de establecer las bases de la estética del cuento literario moderno a Edgar Allan Poe y recuerda lo que la estudiosa Ángeles Encinar descubre al respecto en los relatos del norteamericano: “aplicar a la configuración de narraciones breves en prosa un principio de composición de la poesía, buscando la unidad de impresión que solo se consigue en obras que se pueden leer de una sentada”. Y después de repasar los altibajos que ha sufrido la consideración del cuento en España, con hitos como los de Medardo Fraile y olvidos como el del gran cuentista que es Juan José Millás, Rincón comienza a contar, una a una, todas esas historias que tenía pendientes en su memoria siempre receptiva gracias a su oído igualmente receptivo –recuérdese aquel anecdotario suyo titulado Que pase el siguiente- y a su demostrada condición de lector voraz con la bendición de Paco Umbral en forma de cita: “La vanguardia de la narrativa actual no está en la novela sino en el relato corto, y son sus grandes hallazgos estéticos, técnicos, psicológicos y estilísticos los que nutren y renuevan la novela”.

“Con los años soplándome en el cogote”

Rincón se cría en un pueblo, Los Palacios y Villafranca, en el que la tradición de la anécdota bien contada hasta convertirse en relato literario ha madurado en el siglo XX de la mano de Romero Murube primero y de Miguel Roldán después. Él mismo publicó hace una década el libro Vientos de ayer, que recogía todas aquellas aventuras y escenarios de su infancia en un pueblo tan distinto al que se encuentra al volver para reencontrarse con amigos como Victoriano Rosal –a quien le dedica el primero de los relatos- o Emilio Gavira, también escritor y que lo presentará mañana en el Ateneo sevillano, pues son muchos los años que se lleva en Mairena del Alcor después de casarse allí y tener cinco hijos. Más conocido por su afición a los versos flamencos, pues no en vano ha publicado libros tan elocuentes en este sentido como Raíces flamencas de Mairena del Alcor o La raíz del grito, Rincón ha pasado en solo dos años –los de la pandemia- de publicar una novela (Una herida en el tiempo) a presentar entusiasmado este libro de cuentos que responde mejor a sus “preferencias actuales”, dice, “ahora que los años me están metiendo prisa y soplándome en el cogote”.

Las cuentas pendientes de los cuentos

El gusto de contar

Que Rincón bebió primero en la fuente de la narrativa oral, que le encanta poner el oído en todas partes y que luego ha bebido insatisfecho en cuantos abrevaderos literarios ha ido encontrando en su larga vida de médico de pueblo se le nota nada más empezar a leerlo, porque, al margen de algunos relatos con finales realmente brillantes, como el titulado “No hay luceros al alba”, en el que integra ese quinto poder que son hoy las redes sociales, el común denominador de toda su narrativa es ese gusto de contar por contar, esa herencia cervantina de las interpolaciones de unos cuentos en otros, ese cañamazo en el que se van confundiendo las voces del narrador principal con el narrador protagonista o secundario, el recuerdo del abuelo que le cuenta a la nieta la historia de las mil y una noches que fue simplemente su infancia, como ocurre en “Travesía con escalas”, o el contertulio que pega la hebra en la barra de un bar para narrar la novela de su vida, como pasa en “El rostro de lo desconocido”.

Las cuentas pendientes de los cuentos

Por lo demás, muchos relatos del libro integran ciertas constantes del vivo narrador como su consustancial hedonismo –las chicas rubias, la buena mesa, el paisaje sevillano desde Triana-, las anécdotas macabras de su propia infancia –como la que se cuenta en “Ladridos”-, la imaginación desbordada a partir de una sola idea y muchas lecturas, como ocurre en “La isla del fantasma” con esa academia caribeña de delincuentes que tanto le debe al patio de Monipodio y a Roald Dahl, o en “Con dos terrones, por favor” con esa trama romántica de telegrafistas bajo la ducha, o en “Mariposas en la farola”, con ese divertido catálogo de modos del suicidio que desemboca nada menos que en la Giralda, o incluso, tan metaliterariamente, en “Tres novelas en busca de autor”, que consigue ser un thriller a la vez que una profunda reflexión sobre el fenómeno tantas veces extraliterario del best seller.

Los relatos que derrochan más frescura son los basados en su propio paisanaje sevillano, sin necesidad de principio ni fin, como el titulado “Nuria y el puente”, sobre esa moda pasajera del amor ferretero a base de candados, o el titulado “Miky”, basado en la historia real de una gata tan inteligente como las del cine que termina chocando con esas tragedias vulgares a este lado de la pantalla, o incluso ese que cierra el libro titulado “Puerta de embarque” y en el que refiere su encuentro en un puerto canario con el autor de Papillon, aquel Henri Charriére que escribió aquel novelón autobiográfico que, para un lector como Rincón, tuvo el mérito de contar en quinientas páginas una historia que puede leerse sin desmayo, igual que un relato breve, que un cuento de verdad, como estos que él tenía pendiente de contar aunque no exactamente como ocurrieron, sino como lo ha venido imaginando, que es lo importante en un escritor.