La editorial Anantes, tan cuidadosa, tuvo listo el libro el primero de enero de este año, porque era el día en que, en 1925, había nacido en La Puebla el antecedente más cercano de José Luis Rodríguez Ojeda: el pintor y poeta flamenco Francisco Moreno Galván. Pero cuando empezó a tocar la promoción, el coronavirus lo espantó todo con sus palmas sin compás. De modo que es ahora cuando este libro definitivo del poeta y profesor sevillano (Carmona, 1957) se ha asomado a las ventanas de sus lectores con todo el aroma del cante que atesoran sus letras, y eso que, irónica y hasta esperanzadoramente, el título exacto es Casi todas mis letras para el cante, haciendo alusión de paso a un libro que publicó Signatura Ediciones sin casi.
La obra lleva un prólogo de José María Velázquez-Gaztelu donde el poeta y cineasta no se anda por las ramas y considera a Rodríguez Ojeda “una de las escasas excepciones” por las que aquel juicio de Ricardo Molina de que solo las coplas (populares) podían expresar con verdadera intensidad el amor pierde razón de ser. Y a continuación hace una encendida defensa de la poesía para el cante de Rodríguez Ojeda frente a “una corriente enlodada por la ignorancia que subvierte los términos, dando como resultado un esperpéntico simulacro literario”. Se refiere Velázquez-Gaztelu a “la decadencia de las letras, la pérdida del sentido” y la lamentable ausencia de “métrica o estrofa, rima, estructura o sintaxis”. Por el contrario, a José Luis -una raya en un pozo de lo que se escribe hoy- lo considera legítimo heredero no solo de Moreno Galván, sino hasta de Demófilo, el padre de los Machado, aquel folklorista decimonónico que empezó a tirar del hilo de las letras a punto de perderse que oyó en voz de Juanelo... Y es que la poesía de Rodríguez Ojeda -en transfigurado deseo machadiano- suena y sabe a pueblo y a dolorosa verdad.
Será por eso que, desde Calixto Sánchez, que fue el primero que las interpretó, hace unas cuantas décadas ya, los demás cantaores no han cesado de pedirle letras a quien sabe colocárselas en sus gargantas. La lista es ya inagotable: desde clásicos como Curro Malena, El Chozas, José Parrondo o Paco Moya hasta flamencos de última hornada, más jóvenes, como Laura Vital, Rubito Hijo, Miguel Ortega, Edu Hidalgo o José Valencia, por citar solo a unos cuantos. Él, desde luego, no olvida, ni siquiera en su propia introducción al libro, a un cantaor especial que le puso el propio Moreno Galván en el desfiladero de su dedicación: Miguel Vargas, a quien homenajea con aires de rondeña: “Entre un eco de rumores / que de tu muerte reniega, / por los altos miradores / siento tu voz que me llega / a mi pueblo en los alcores / desde tu pueblo en la vega. / Y con las penas mayores, / más hondas y más amargas / mi corazón rinde honores / a tu nombre, Miguel Vargas”.
La poesía de Rodríguez Ojeda tiene siempre un aire elegíaco que la coloca a ras de tierra no solo para quien la lee o recita, sino también para quien ha de cantarla. José Luis ha bebido de todas las fuentes de la literatura hispana, pero se le nota el tragantón con gusto de esos poetas que tuvieron el modelo en la palabra en el pueblo, o sea, en el tiempo: los dos Machado por igual (“No siempre se ve, no siempre / si algo es verdá o es mentira, / que en ocasiones depende / del cristá con que se mira”), Bécquer (“Con que me mires me sobra, / ya ves con qué limosnita / mi corazón se conforma) o Miguel Hernández, en cuyas nanas también se inspiró en su momento, con menos razones trágicas: “Todavía no tiene / mi niño penas, / por si acaso su madre / ya lo consuela. / Cuna de besos, / centinela que guarda / su primer sueño”.
El libro se estructura en coplas de tres, cuatro y cinco versos, y, además de letras muy completas para palos diversos como los de ida y vuelta, los del tajo y hasta peteneras y vidalitas, incorpora luego las letras de dos discos escritos por él en la última década: el Retablo flamenco de la vida y pasión de Jesús y los Cantes flamencos al toro y al toreo. En todo demuestra, como siempre, el dominio absoluto del octosílabo que nutre por igual soleares, bulerías, tientos-tangos, tonás, livianas, toda la familia del fandango y los cantes de Levante, pero también hay ocasión para dodecasílabos soberbios (“A un corazón que es libre no hay quien domine / y, aunque de pena muere, latiendo sigue. / La libertá es un sueño, pero más vale / soñar que estar despierto sin ideales”) y hasta sonetos...
En este libro exquisitamente ilustrado con trabajos de Patricio Hidalgo, Jesús Gavira, Antonino Parrilla y Agustín Primo, vuelve a sobresalir, ineluctablemente, el espíritu senequista que no abandona a José Luis ni siquiera cuando escribe teóricamente sin flamencura. Reaparecen viejas soleares que no lo abandonan: “Gustarme me gusta poco / este camino que llevo / pero ya no tengo otro”. Y también esa recurrente alergia tan suya a la moralina: “A contarme penas / no me venga nadie, / que yo las mías a nadie le cuento / y sí que son grandes”, escribe por seguiriya. Pero esa misma filosofía se advierte en otros metros: “Consejos... que se los guarden / los consejeros que vengan, / sus faltas deben mirarse / y no la faltita ajena. / Cuántas palabritas saben... Muchos son los que aconsejan. / Como dineros no valen, / consejos los da cualquiera”.
El libro es asimismo una sucesión de homenajes a creadores difuntos en todo el amplio abanico del arte popular. No podían faltar las mujeres de sal, como Juana Cruz (“Como un cristal parecía / que iba a romperse su voz; y era el gusto que tenía / la mare de Camarón”), Marina la Sabina, La Sallago o aquella maestra del compás por bulería: “Barrio de Santa María / donde la Perla nació, / donde la gitanería / trono a su cante le dio. / Se murió la Perla, / pero nunca ha dejado de brillar; / corazones de la tierra entera / trono a su cante también le dan”.
Aparecen referencias extremeñas y levantinas, malagueñas (con unos excelentes tangos del Piyayo) y diversas alegrías de Cádiz, pero hay guiños especiales: a su Carmona natal, por supuesto, con ese Lucero de Andalucía que cantó en su momento Parrondo, y a Lebrija: “Árbol de larga ascendencia, / raíces largas, mu largas: / de los Carrasco y Valencia, / de los Peña y de los Vargas”. E incluye hasta sabores de ese festival con tanta solera que también esta crisis se ha llevado por delante después de 54 años: “La espoleá y el ajito, / también las jabitas corchas / y el potaje de cardillo; / vaya cositas sabrosas. / Cada cosita a su tiempo: en tiempos de caracoles / caracolitos yo vendo”.
El libro, en definitiva, es una joyita para guardar, con letras que no solo avivan el cante, sino el pensamiento: “Por dinero y por mandá / lo blanco lo hacen negro / y la mentira verdá”.