Leer, vivir, soñar: el testamento literario de José Luis Blanco Garza

La colección poética de la editorial Anantes publica los versos más íntimos que el poeta de Carmona, especialista en soleares, ha venido escribiendo desde 1997

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
01 jun 2022 / 17:25 h - Actualizado: 01 jun 2022 / 17:57 h.
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A José Luis Blanco Garza, uno de esos poetas que pasa desapercibido por la milenaria Carmona, le gusta subrayar que nació en Pozoblanco (Córdoba), justo en el ecuador del siglo pasado, tal vez porque uno nace donde lo nacen y a él lo nació su madre, María Garza, después de que ella añorara su infancia, allá en Galicia, y no se permitiera jamás “un olvido ni el más pequeño lujo”, una mujer que “sonrió hasta el final, / para evitarnos la tristeza mientras pudo”. De esa escuela aprendió él seguramente el programa de su vida: “Leer, vivir, / soñar un poco... / Intentar no mentir. / Y cuando llegue la hora de partir, / dejarlo todo; / si puedo, sin sufrir”, tal y como recoge –tan machadianamente- en este denso poemario que acaba de publicarle la editorial Anantes y en el que recoge lo más granado de su poesía desde 1997.

El libro fue presentado este lunes en el Círculo Mercantil de la sevillana calle Sierpes y al autor lo acompañaron su paisano y tocayo José Luis Rodríguez Ojeda y el prologuista, Francisco Robles. El próximo jueves 9 de junio lo presentará el archivero de Carmona, José María Carmona, en el Museo de la Ciudad, y será la puesta de largo de este puñado de versos que no olvida, porque no puede, la ciudad en que fueron conformándose, antes de nacer: “Un alcor que domina una ancha vega / y un puñado de casas aledañas / donde se ven caídas las hazañas, / rotos recuerdos y la inmensa siega / de los siglos. En una misma entrega / tienes aquí verdades y patrañas / de la Historia, la luz en que te bañas / la niñez que todo se lo juega”. Extraordinario sonetista sin alharacas, Blanco Garza va sentenciando a lo largo de la obra sobre el sentido de una vida que, en reflexión quevedesca, empezó hace poco y terminará pronto y que, en intertextualidad borgiana, es “una vida cualquiera”, como afirma en el arranque del poemario. “Nuestra vida se afirma diferente / por medio de sutiles variaciones: / un hábito, un color que preferimos, / ciertas indecisiones... / En el fondo, uno es la rara suma / de azarosos aciertos y la noche / solitaria, tenaz, acaso única, / de sus errores”.

Leer, vivir, soñar: el testamento literario de José Luis Blanco Garza

Que un poemario hable simplemente de eso, de la vida y su contenido –tan breve, tan repetido- y sin embargo enganche no deja de ser, a estas alturas de la poesía de la experiencia desgastada, todo un prodigio. El prodigio de la palabra como barro que modela no tanto el sentimiento de quien la escribe como de quien la lee, interiorizando junto a ese yo poético melancólico y fedatario la vida pasada, fuera y dentro de los libros. Admirador del francés Villon, a quien tiene por maestro, demuestra en estas páginas su reincidencia cervantina. Seguramente uno de los mejores sonetos se lo dedica a esos “Compañeros de viaje” que lo fueron también de su lectura: “En la España imperial, la del Segundo / Felipe, estabas tú, cordial y cuerdo”, le espeta a Sancho en el arranque. “Alegrabas la vida, el desacuerdo / y aquel andarse solo por el mundo / de don Quijote, tu hidalgo vecino, / el que te granjeó con su locura / puesto inmortal en la literatura. / Ya inseparables vais por el camino / igual que dos amigos conversando / de las diversas cosas de los hombres; / ya juntos para siempre los dos nombres, / os acercáis al postrimero día / -derrotado el señor, sin alegría- / en que lo instabas tú a seguir soñando”.

Enamorado de la poesía

Blanco Garza es uno de esos serios entrañables que no cambia a sus seres queridos por nada en el mundo. Entre estos se encuentra esa señora voluble que a la que Juan Ramón prefería desnuda. “Desde mi casa –por su gusto, / no por el mío- se va / cuando quiere la poesía / y yo pienso, ¿volverá, / como vuelven los veranos, / como vuelve el corazón / a decir su melodía; / o habré perdido ya el son / y esta mujer andará, / en los brazos de un salsero, / jurando que ya no es mía / con música de bolero?”. Reincidente, resistente y exigente, el poeta se va dejando postdatas a lo largo de su propio poemario, sabedor humilde de que ya no va a ser un poeta antológico. “Ahora que ya sé / que la suerte está echada / y que he perdido, no lo cambiaría / -tendero, futbolista, político...- por nada”. Poeta morirá.

Otro tiempo

Y otro espacio, que ya conforman esa autoelegía del qué no daría yo por empezar de nuevo. “Había un patio con pilistras y jazmines”, escribe en los tercetos de otro soneto de pequeña memoria: “...copas de cisco, pacientes zurcidos, / una calle primera y un país de vencidos. / Vivía el hombre del saco, teníamos dos cines, largos inviernos y fabulosos veranos; / y el porvenir, decían, estaba en nuestros manos”. El poeta se acuerda “de mi madre / encendiendo la copa”. “Me acuerdo de mi madre que zurcía / los sietes en la ropa / y, con el hilo de su corazón, / las roturas más hondas. / Me acuerdo de mi madre, de su alma prodigiosa / que nos bajaba la fiebre y el miedo, / que barría las sombras”. El poder de la palabra es también el poder de la memoria, y el poder curativo de la metáfora en recuerdo vivo.

No insistiremos en ventilar más versos de un libro prieto al que no le sobra ni uno. Solo reproducimos el último terceto de un soneto –otro más- que, en consonancia juanramoniana, torna el último viaje por el viaje extraño en que consiste vivir, sin más: “aquí, sin la alegría con que empezó el viaje, / las mismas apreturas, el mismo guirigay, / y saber que no tienen arreglo tantas cosas”. Ahora que se publica tanto, incluso tanto que no merece la pena, es de justicia que se alumbre este poemario que ha tardado un cuarto de siglo en escribirse. Y en que su autor lo haya dado a luz.