El reportaje literario

Medio siglo de los ojos de perro azul de García Márquez

El Premio Nobel colombiano recopiló en 1972 sus primeros cuentos, que había escrito mucho antes y donde habían germinado ya sus temas literarios preferentes: el tiempo, el misterio de los muertos que no se van del todo, la soledad y Macondo

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
04 sep 2022 / 11:43 h - Actualizado: 04 sep 2022 / 11:45 h.
"El reportaje literario"
  • Medio siglo de los ojos de perro azul de García Márquez

Gabriel García Márquez (1927-2014), el principal exponente del boom latinoamericano de los años 60 del pasado siglo, el escritor que llevó más lejos su peculiar uso del llamado realismo mágico hasta conseguir el Premio Nobel en 1982, el más best seller de toda aquella generación de literatos de aquel lado del Atlántico que por primera vez empezó a influir a los de este lado y no al revés, no empezó a escribir novelas gracias a su imponderable talento para la narrativa, sino que comenzó escribiendo narraciones breves, cuentos y relatos, picoteando en los despojos del surrealismo romántico que había dado el salto a aquel continente a través de EEUU en las escasas horas que le dejaban libre su oficio de reportero de planta en El Espectador de Bogotá.

Antes del éxito sin precedentes de Cien años de soledad (1967), la gran novela que revolucionó el panorama literario internacional y cuya edición lo obligó a él a empeñar hasta su anillo de bodas, Gabo, como lo conocían en la intimidad de su casa y de la redacción, había escrito muchísimas crónicas que mezclaban realidad y ficción y muchísimos cuentos donde se habían ido fraguando los elementos fundamentales de su mundo literario: los exagerados sucesos que se deslizaban por la realidad como si fueran sueños, la relatividad del tiempo, el misterio de los muertos que se quedan en el limbo o vagando por aquí, la ineluctable soledad del ser humano y, sobre todo, Macondo, aquel pueblo fundado por los Buendía y del que él mismo reconoció que no era tanto un lugar como un estado de ánimo, después de recordar de dónde había sacado la palabra. Fue en un viaje que hizo de vuelta con su madre a su pueblecito natal, Aracataca. El tren, al parecer, se había detenido en una estación que no tenía ciudad, y un rato más tarde pasó la única plantación de banano que tenía su nombre escrito en la puerta: Macondo, aunque él nunca más volvería a encontrar el cartel y la palabra en sí le fue creciendo en su interior hasta constituirse en la capital literaria de todo su universo, donde transcurre toda la saga familiar que comienza en su célebre novela con el matrimonio de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán y termina con su destrucción total, varias generaciones después “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Pues bien, tanto los sueños, como los misterios de los muertos, como el tiempo y la soledad y hasta el propio Macondo no habían surgido de repente en aquella exitosa novela, sino que se habían ido deslizando por sus cuentos anteriores, de finales de los años 40 y comienzos de los 50 y que solo consiguió reunir en un libro cuando -como reconoció Gabo al recopilar el gran reportaje titulado Relato de un náufrago (publicado originalmente en 14 entregas en 1955)- era ya un escritor de fama y de moda. La recopilación de aquellos primeros cuentos se tituló como el más onírico de todos ellos, Ojos de perro azul, y se publicó en 1972, hace ahora exactamente medio siglo.

Fue el mismo año en que Gabo publicó otra recopilación de cuentos más recientes con el título del más fascinante de todos: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, sobre una niña a la que su abuela prostituye en una carpa itinerante para que pague la vajilla que había roto accidentalmente. Para entonces, García Márquez ya había publicado también tres novelas breves (La hojarasca, en 1955; El coronel no tiene quien le escriba, en 1961; y La mala hora, en 1962) y otra recopilación de cuentos, Los funerales de la Mamá grande (1962). Y en todas aquellas obras se deslizaba también el territorio de Macondo como el único lugar posible en el que podía ocurrir tantas fantasías sin salir de la cotidianidad doméstica de unos personajes endémicamente solitarios.

Su primer cuento publicado

El primero de los 14 cuentos que componen la colección de Ojos de perro azul –en ediciones posteriores se redujeron a 11- se había publicado por primera vez en septiembre de 1947 en un suplemento de fin de semana del periódico de Bogotá en el que el escritor veinteañero iba a publicar lo mejor de su producción periodística, El Espectador, y llevaba por título La tercera resignación. Muchos años después, el mismo Gabo contó que se animó a escribirlo después de leer La Metamorfosis de Kafka. El cuento, en este sentido, trata de un muerto viviente, un niño que había padecido fiebres tifoideas y que queda suspendido entre esta vida y la otra durante años, y sufre la angustia de que lo entierren vivo mientras se convierte, resignadamente, en un ser cada vez más incorpóreo.

Los siguientes cuentos de la colección, La otra costilla de la muerte y Eva está dentro de su gato, son de 1948 y también tienen a la muerte como trasfondo principal. Este último narra la historia de una chica tan hermosa –como Remedios la Bella- que está cansada de serlo. El relato comienza así: “De pronto notó que se le había derrumbado su belleza”. Tanta belleza, en efecto, hasta le pesaba, le dolía, pero también era consciente de que se trataba de una maldición familiar que mientras les hacía ser admiradas por “los ojos largos de los hombres” de día, se convertía en unos insectos diminutos que les picaban de madrugada para no dejarlas dormir. Es así como el personaje descubre que, convertida en un espíritu puro, puede reencarnarse en otra criatura para librarse de su propia belleza, y piensa en el gato, al que busca luego por el antiguo caserón sin encontrarlo, cuando se percata de que han pasado tres mil años desde su propia muerte...

De 1949 son los dos siguientes, Amargura para tres sonámbulos y Diálogo del espejo, cuyos títulos dan ya una ligera pista de las obsesiones del jovencísimo escritor. Ojos de perro azul, el cuento que daría título general al libro publicado en 1972, es de 1950. Se trata de un cuento absolutamente onírico sobre la tragedia de la soledad, sobre la comprensión de que la distancia entre los amantes es condición necesaria para el deseo. En rigor, la historia trata de un hombre y una mujer condenados a amarse solamente en sueños. Cada vez que despiertan, olvidan la última frase que se ha dicho como consigna para reconocerse en la vida real de la vigilia. La única frase que recuerda ella es “Ojos de perro azul”, que escribe como una loca por las paredes de su ciudad para que el hombre de sus sueños la reconozca. Cuando vuelven a reencontrarse en sueños, ella le quiere decir a su amado el nombre de su ciudad, pero dentro del sueño le es imposible recordarlo.

Medio siglo de los ojos de perro azul de García Márquez

La mujer que llegaba a las seis

El cuento así titulado, también originario de 1950, es el primero en el que ya se reconoce algo del estilo y los diálogos del García Márquez en que iba a convertirse aquel joven escritor. De hecho, en 1991, el relato sirvió de base a una película mexicana. El cuento necesita solamente a dos personajes absolutamente solitarios: el gordo encargado de un restaurante y una prostituta de la que él se enamora de un modo muy particular, que suele llegar antes que el resto de la clientela y a la que él invita a comer... La sorpresa del diálogo le llega al lector cuando descubre que ella quiere usar al inocente mesonero para encubrir un asesinato...

Ya de 1951 data Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles. El protagonista, un sirviente afrodescendiente que cepilla los caballos, asciende a los cielos como Remedios la Bella para formar parte de un coro celestial. La magia del cuento radica, en buena medida, en la confusión entre el negro que cuidaba a los caballos y el hombre que tocaba el saxo en la plaza del pueblo... El negro Nabo parece un esclavo -aunque la historia no se contextualiza precisamente en la época colonial- y debe darle cuerda a una ortofónica para distraer con su música a una niña discapacitada. De 1952 es el cuento titulado Alguien desordena estas rosas, un relato premonitorio. El espíritu de un niño muerto roba las rosas que adornan su túmulo. A la señora que se las cultiva en su huerto y vive en la casa que era de él, le cuesta creer que es el mismo niño quien se las desordena, y así el relato elucida un modo muy latinoamericano de gestionar el duelo, la certidumbre de que quienes están en el más allá cuidan o participan en el mundo de los vivos, que es algo con lo que arrancaría verdaderamente mucho después la trama de Cien años de soledad, cuando José Arcadio Buendía mata de una lanzada a Prudencio Aguilar por dejar caer públicamente que no tenía relaciones con su mujer, Úrsula, y el muerto se le aparece cada noche al matrimonio en busca de un poco de agua para refrescar la llaga de la garganta, lo que obliga a la pareja a huir de allí, camino de la sierra y luego de la ciénaga, para fundar finalmente Macondo...

Medio siglo de los ojos de perro azul de García Márquez

Los alcaravanes

El penúltimo relato, publicado primero en una revista en 1950 y luego en un periódico en 1953, es La noche de los alcaravanes, sobre tres hombres que no consiguen salir del prostíbulo en el que se encuentran porque las aves les han sacado los ojos y los han dejado ciegos. Se trata de una narración claustrofóbica y absolutamente sensorial contada en primera persona del plural. Muchos años después, en su propia autobiografía, Vivir para contarla (2002), el propio Gabriel García Márquez contó la génesis del cuento en la noche del 27 de julio de 1950, mientras él mismo participaba en una comida en una casa de citas en Cartagena. El relato es tan delicioso que merece ser reproducido aquí:

“La del 27 de julio de 1950, en la casa de fiestas de la Negra Eufemia, tuvo un cierto valor histórico en mi vida de escritor. No sé por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un aullido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. El asesino bárbaro trató de agarrar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantada del trono con todo su poder.
—¡Quietos, carajo —gritó—, que los alcaravanes les van a sacar los ojos!
Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de
Crónica y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo creyó. Tenía sólo cuatro cuartillas de tamaño oficio a doble espacio, y estaba contado en primera persona del plural por una voz sin nombre. Es de un realismo transparente y sin embargo el más enigmático de mis cuentos, que además me enfiló por un rumbo que estaba a punto de abandonar por no poder. Había empezado a escribir a las cuatro de la madrugada del viernes y terminé a las ocho de la mañana atormentado por un deslumbramiento de adivino. Con la complicidad infalible de Porfirio Mendoza, el armador histórico de El Heraldo, reformé el diagrama previsto para la edición de Crónica que circulaba el día siguiente. En el último minuto, desesperado por la guillotina del cierre, le dicté a Porfirio el título definitivo que acababa por fin de encontrar, y él lo escribió en directo en el plomo fundido: «La noche de los alcaravanes».

Y el monólogo de Isabel

En el cuento que cierra el libro Ojos de perro azul, de 1955, aparece ya el pueblo mítico de Gabo desde su título: Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. El relato, que con el tiempo ha sido llevado repetidamente al teatro, es contado por una mujer embarazada que tiene la certeza de que “el invierno se precipitó un domingo a la salida de misa”. El lugar es Macondo, y la lluvia y el propio aislamiento dan la medida exacta de ese nostálgico paisaje del tiempo en el que García Márquez iba a seguir trabajando definitivamente. La lluvia parece que no tendrá fin, y por Isabel nos enteramos de la destrucción que dejará en el pueblo y de la distorsión de la realidad que la parsimonia constante de las gotas ha ido creando en la mente de unos personajes desorientados para siempre. García Márquez, al terminar aquel relato, tenía la semilla del resto de su literatura, pero él no lo sabía aún.