Miguel Hernández, el poeta del sol y de los trigos

Un 30 de octubre de 1910 nacía el autor de Viento del pueblo, el libro que inaugura de veras la poesía social en una España de poetas exiliados en plena guerra civil. Este próximo año se cumple el 80º aniversario de su muerte en una cárcel de Alicante

Miguel Hernández, el poeta del sol y de los trigos

Miguel Hernández, el poeta del sol y de los trigos / Álvaro Romero

Álvaro Romero

Miguel Hernández Gilabert nació en Orihuela (Alicante) un 30 de octubre de 1910 con todo dispuesto para convertirse en pastor. Como su hermano, como su padre. A la familia no le había ido mal hasta entonces, así que a nadie de su entorno se le pasó por la cabeza que aquel muchacho quisiera complicarse la vida con las letras teniéndola ya resuelta en el redil. Sin embargo, Miguel se complicó la vida con la poesía desde el principio hasta el final, que llegó pronto, a los 31 años de una vida intensa solo redimida por ese puñado de versos esculpidos sobre el sufrimiento a lo largo y ancho de una carrera de apenas cinco años.

Se complicó la existencia queriendo estudiar contra la voluntad paterna. La recomendación de los jesuitas que le habían calificado con sobresalientes el Bachillerato no fue suficiente para convencer a su padre de que el niño debía seguir estudiando. Ni siquiera el interés del cura de su pueblo, Luis Almarcha, por prestarle más libros cuando ya se había bebido al completo los de la biblioteca municipal. Cuando, en 1933 -todavía con 22 años- le envió una carta al mismísimo Juan Ramón Jiménez para que lo recibiera en su casa y le leyera sus versos, a ver qué tal, ya no había remedio porque acababa de publicar un primer poemario cargado de ingenuidad. El título lo decía ya todo: Perito en lunas, es decir, experto en ese satélite saturado de metáfora. El contenido, poemas en octavas reales para homenajear a Góngora, el poeta que había sacado la Generación del 27 del baúl de los recuerdos, terminaba de despejar las dudas con respecto a su candidez. Porque Miguel era demasiado joven para comprender entonces que los Alberti, Diego, Salinas, Lorca, Guillén, Aleixandre y compañía ya tenían su cartel y, si habían apostado por rescatar a Góngora aquel año inolvidable de la quedada en Sevilla con el torero Sánchez Mejías, fue más por encontrar una percha mediática a su remimbra poética que porque realmente tuvieran intención de imitar al poeta cordobés tres siglos después.

Quien descubrió su hiriente ingenuidad fue Pablo Neruda, cuando, de embajador en Madrid, le ofreció un puesto de trabajo, a elegir. Cuenta el autor de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada que Miguel estuvo todo el día pensativo, taciturno y sin hablar, como rumiando ese cargo que podía firmarle el ministro. Y ya al atardecer, le espetó a don Pablo: “¿No tendría el señor ministro un rebaño de cabras por aquí cerca?”. Lo cierto, en todo caso, es que Hernández aprovechó aquel lastre de no haber estudiado en la Universidad, de venir de su pueblo en un tren de tercera y de no formar parte de ninguna generación –ni siquiera de la del 27 que tanto se promocionaba por aquel entonces- para tomarse a bien, como un eslogan publicitario, el titular que Juan Ramón Jiménez usó para hablar de él en un periódico madrileño: “El poeta cabrero”. ¿Por qué no?, debió de preguntarse a sí mismo. Era el único pasaporte singular para un poeta autodidacta que había llegado a la capital con lo puesto y que, a falta de otro sustento, empezó a trabajar en la Gran Enciclopedia del Toreo que dirigía en 1934 José María de Cossío. “Era complicado buscarle un trabajo a un poeta en Madrid en aquellos momentos”, había reconocido Neruda.

El rayo que no cesa

Miguel Hernández, al margen de aquel libro primerizo que no tuvo demasiada repercusión, se convirtió en un rayo incesante a partir de 1936, un año tan fatídico como intenso en la historia de España. En enero, y después de aquel romance exprés que tuvo con la pintora surrealista Maruja Mallo, publicó el primer poemario en el que había encontrado verdaderamente una voz propia. Lo tituló El rayo que no cesa, y hablaba en esa metáfora natural del amor mismo, que ilumina pero que también puede matar: “¿No cesará este rayo que me habita / el corazón de exasperadas fieras / y de fraguas coléricas y herreras / donde el metal más fresco se marchita?”, escribía al comienzo de uno de aquellos sonetos que componían un libro redactado al alimón con sus entrevistas a toreros para la famosa Enciclopedia, y se notaba: “Como el toro he nacido para el luto / y el dolor, como el toro estoy marcado / por un hierro infernal en el costado / y por varón en la ingle con un fruto”, decía otro de los sonetos, que remataba: “Como el toro te sigo y te persigo, / y dejas mi deseo en una espada, / como el toro burlado, como el toro”.

Miguel había conseguido dominar, a fuerza de lecturas y voluntad, la métrica del arte mayor y el arte menor, las rimas y esa fluidez sintáctica que solo los grandes escritores ostentan en sus labios como plastilina. Aquel libro de sonetos lo catapultó hacia, al menos, ser considerado un poeta entre los otros poetas que formaban un grupo, una generación, un puñado de nombres destinados a aparecer en los libros. Miguel Hernández, al menos, aparecía en algunas tertulias, en algunas reuniones de manera casi espontánea, aunque solo tuviera de padrino a Vicente Aleixandre y otros poetas como Lorca o Alberti prefirieran no asistir si iba “el cabrero”... Celos entre poetas, que también es una profesión; o que Miguelito era incesante, quién sabe. Lo que estaba claro es que Miguel Hernández tenía ya una perfecta conciencia de estar aparte de aquel mundillo literario que no solo se dedicaba a escribir...

Umbrío por la pena, casi bruno, / porque la pena tizna cuando estalla, / donde yo no me hallo no se halla / hombre más apenado que ninguno”, comenzaba otro de aquellos sonetos que había aprendido a escribir después de empaparse de todos los clásicos. “Tengo estos huesos hechos a las penas”, decía en otro, “y a las cavilaciones estas sienes: / pena que vas, cavilación que vienes / como el mar de la playa a las arenas. / Como el mar de la playa a las arenas, / voy en este naufragio de vaivenes / por una noche oscura de sartenes / redondas, pobres, tristes y morenas. / Nadie me salvará de este naufragio / si no es tu amor, la tabla que procuro; / si no es tu voz, el norte que pretendo. / Eludiendo por eso el mal presagio / de que ni en ti siquiera habré seguro, / voy entre pena y pena sonriendo”. En efecto, Miguel se supo muy pronto hecho a aquellas cavilaciones suyas por una dignidad que no le dejó jugar a dos barajas, náufrago en una España condenada a solo dos colores.

Compañero del alma

La famosa Elegía a Ramón Sijé, su amigo del pueblo, no casaba demasiado con los sonetos de amor del resto del libro, porque además había sido escrita en tercetos encadenados, pero, al fin y al cabo, se trataba de un poema sobre una variante del amor profundo que es la amistad. José Marín, que era realmente como se llamaba aquel muchacho que firmaba en las revistas de su pueblo con el seudónimo de Ramón Sijé, había aconsejado a Miguel en las lecturas, le había traído libros de la Universidad y habían pactado que cuando uno de ellos muriese, el otro cavaría su tumba. Miguel, sin embargo, entusiasmado por la inminente publicación de su poemario en Madrid, ni siquiera se había enterado de la muerte de su amigo el día de Nochebuena de 1935. Cuando lo hizo, ya en enero, sintió un escalofrío tan grande que no le salieron otros versos que aquellos tres que marcaron la pauta del resto del poema: “Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, / compañero del alma, tan temprano”. La elegía le valió como el resto del libro, porque no solo la alabó el mismísimo Juan Ramón, sino otros pesos pesados más duros de roer como Gregorio Marañón o José Ortega y Gasset desde aquella Revista de Occidente que tanto seguía mandando en el canon literario de la España de la época.

Tu corazón, ya terciopelo ajado, / llama a un campo de almendras espumosas / mi avariciosa voz de enamorado. / A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero”, terminaba aquella elegía destinada ya a convertirse en una de las mejores de la historia de la Literatura española, a la altura de la que Manrique escribió a su padre.

Vientos del pueblo me llevan

La voz poética de Miguel Hernández solo tardó unos meses en cambiar definitivamente. Se acostumbró al arte menor y a la asonancia, depuró lo que tenía cursi y empezó a recitarla entre los batallones del 5º Regimiento en el que se había apuntado, fusil en mano, cuando, además de un férreo republicano, era ya casamentero convencido después de su noviazgo con Josefina Manresa. Se casó con ella el 9 de marzo de 1937, después de haber recorrido como soldado buena parte del país y antes de marcharse al frente de Jaén. “Vientos del pueblo me llevan, / vientos del pueblo me arrastran, / me esparcen el corazón / y me aventan la garganta”, comenzaba aquel libro tan distinto ya, tan valiente, tan peligroso para su supervivencia en una España que no iba a perdonarle el atrevimiento.

El llamamiento poético tenía vocación nacional: “Asturianos de braveza, / vascos de piedra blindada, / valencianos de alegría / y castellanos de alma, / labrados como la tierra / y airosos como las alas; / andaluces de relámpagos, / nacidos entre guitarras / y forjados en los yunques / torrenciales de las lágrimas; / extremeños de centeno, / gallegos de lluvia y calma, / catalanes de firmeza, / aragoneses de casta, / murcianos de dinamita / frutalmente propagada, / leoneses, navarros, dueños / del hambre, el sudor y el hacha, / reyes de la minería, / señores de la labranza, / hombres que entre las raíces, / como raíces gallardas, / vais de la vida a la muerte, / vais de la nada a la nada: yugos os quieren poner / gentes de la hierba mala, / yugos que habéis de dejar / rotos sobre sus espaldas”.

El pulso no parecía tener vuelta atrás: “Si me muero, que me muera / con la cabeza muy alta. / Muerto y veinte veces muerto, / la boca contra la grama, / tendré apretados los dientes / y decidida la barba”. Ni la derrota republicana, a aquellas alturas de 1937, tampoco.

Contra el fascismo

Ningún poeta se había atrevido a ser tan claro en sus versos. “Jornaleros que habéis cobrado en plomo / sufrimientos, trabajos y dineros. / Cuerpos de sometido y alto lomo: jornaleros”, escribía Miguel, la letra que había de cantarse tan luego, en democracia. Pero iba mucho más allá, con nombres y apellidos: “Los verdugos, ejemplo de tiranos, / Hitler y Mussolini labran yugos. / Sumid en un retrete de gusanos / los verdugos”. No había metáfora. Llamaba a que metiéramos en un wáter de gusanos a los mandatarios alemán e italiano. “Ellos, ellos nos traen una cadena / de cárceles, miserias y atropellos. / ¿Quién España destruye y desordena? / ¡Ellos! ¡Ellos! / Fuera, fuera, ladrones de naciones / guardianes de la cúpula banquera, / cluecas del capital y sus doblones: / ¡fuera, fuera! / Arrojados seréis como basura / de todas partes y de todos lados. / No habrá para vosotros sepultura, / arrojados. / La saliva será vuestra mortaja...”.

El libro no tenía límites. Cantaba al niño yuntero, y clamaba para que los mismos hombres que habían sufrido en sus infancias la explotación infantil fueran ahora los que partieran esa cadena. Cantaba a los aceituneros de Jaén: “Decidme en el alma: ¿quién, / quién levantó los olivos? / No los levantó la nada, / ni el dinero, ni el señor, / sino la tierra callada, / el trabajo y el sudor”. Aquello era demasiado.

Nana para un preso

De modo que mientras la mayoría de los poetas estaban ya en el exilio, Miguel tardó muy poco en entrar en la cárcel. En las cárceles, porque cambió de prisión muchas veces, hasta el punto de bromear por carta con su esposa con hacía “turismo por las cárceles españolas”. Josefina no estaba para bromas, pues, en su solemne pobreza, solo comía cebollas antes de amamantar a aquel otro niño que habían tenido después del que murió al poco de nacer. Miguel le escribió la más emocionante nana desde su celda: “La cebolla es escarcha / cerrada y pobre: / escarcha de tus días / y de mis noches”, empezaba el poema, incluido en un libro que no iba a poder ya publicar, Cancionero y romancero de ausencias.

La guerra había terminado, pero no para él, que aún había de luchar por la vida de cárcel en cárcel, con la esperanza pequeñita de una cadena perpetua en vez de la pena capital, con la ilusión de que le rebajasen la condena a solo 30 años... “Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca. / Boca que vuela, / corazón que en tus labios / relampaguea”. Pero no hizo falta tanto. Apenas un año. Más traslados carcelarios. Un intento de fuga frustrado en la frontera portuguesa por culpa de lo que brillaba el reloj de oro que le había regalado Aleixandre con motivo de su boda entre sus ropajes andrajosos. “Desperté de ser niño. / Nunca despiertes. / Triste llevo la boca. / Ríete siempre. / Siempre en la cuna, / defendiendo la risa / pluma por pluma”. Miguel estaba tan enfermo que la única esperanza era ya que lo dejaran morir en la cama, más o menos como habría de hacerlo Franco 33 años después. “Vuela niño en la doble / luna del pecho. / Él triste de cebolla / Tú, satisfecho. / No te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre”.

En la pared de su última prisión, Miguel había escrito, tal vez moribundo, un testamento que llega hasta hoy, 80 años después: “Adiós, hermanos, camaradas, amigos, / despedidme del sol y de los trigos”.

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