Ya no será posible disfrutar de la foto soñada por millones de aficionados y aficionadas en todo el mundo a la música de cine, la que habría de reunir a los que seguramente son los dos compositores de bandas sonoras de películas más queridos y admirados, Ennio Morricone y John Williams, como receptores del Princesa de Asturias de las Artes de este año. Aunque gozaba de una relativa buena salud a pesar de sus noventa y un años y medio, el italiano sufrió una fatal caída hace apenas unos días que le fracturó el fémur y derivó en una serie de complicaciones que nos lo ha arrebatado para siempre. Es cierto que ya apenas componía, lo que evitará que tengamos que prescindir de su capacidad creativa y podamos consolarnos con el ingente legado de buena y no tan buena música que nos ha dejado, pero siempre personal e irrepetible. De cualquier forma no es como cuando hace unas semanas nos dejaba el escritor Carlos Ruiz Zafón, en la flor de la vida y con tanto por delante por contarnos, pero ello no impide que hoy sintamos una inexplicable angustia y un doloroso hueco en el corazón, eso que hace inverosímil que alguien con su talento y su trayectoria haya dejado de existir para siempre. El cine y el mundo de las bandas sonoras lloran hoy a quien tomó el legado de maestros como Nino Rota y Mario Nascimbene, creció junto a Armando Trovaioli, Luis Bacalov y Angelo Francesco Lavagnino, e influyó en otros como José Nieto o Nicola Piovani.
Morricone murió donde nació, porque si una cosa caracterizaba su trayectoria fue su infinita fidelidad, a la ciudad de Roma, de la que nunca quiso alejarse, ni cuando las mieles del éxito en Hollywood quisieron tentarle, o a su querida esposa Maria Travia, juntos durante setenta años hasta que la muerte de él les ha separado, y a quien dedicó sus dos Oscar, el primero honorífico y el segundo en competición, por su generosidad y su paciencia, además de por haber sido siempre su compañera ideal incluso en los aspectos más estrictamente profesionales, ya que fue autora de algunas de las letras de canciones basadas en sus banda sonoras, y supervisaba cada partitura antes de que llegara a manos del director. A su esposa la conoció por ser amiga de su hermana y conquistarla a fuerza de acompañarla en el hospital tras sufrir un grave accidente de automóvil. Ahora la ha dejado junto a cuatro hijos, uno de los cuales, Andrea, ha seguido la senda de su padre y es actualmente director de orquesta y autor de algunas bandas sonoras, incluido el celebrado tema de amor de Cinema Paradiso. Por cierto que otro de sus grandes fuertes en relación a la fidelidad son los directores con los que ha trabajado, desde el mítico Sergio Leone que le aportó fama mundial gracias a su Trilogía del Dólar y la trilogía americana de la que Érase una vez en América se considera su obra maestra absoluta, hasta Bertolucci, De Palma, Argento, Pasolini, que aunque no siempre encontraron en él la voz adecuada a sus historias, sí repitieron cuando las circunstancias lo aconsejaron, y sobre todo Giuseppe Tornatore, con quien ha firmado más de una decena de títulos, desde la emotiva Cinema Paradiso a La correspondencia, pasando por Una pura formalidad, La leyenda del pianista en el océano y La mejor oferta.
El año pasado Morricone protagonizó su última gira mundial y a finales de éste debía recoger en Oviedo el Princesa de Asturias de las Artes, compartido con el hasta ahora otro grande superviviente de la etapa dorada de la música de cine, John Williams. Su envidiable capacidad de trabajo ha quedado definitivamente truncada, aunque lejos quedaron también los años en que era capaz de componer casi veinte bandas sonoras en un solo año, hazaña apenas lograda por ningún colega de profesión, y que hicieron su filmografía inabarcable, ni que decir su discografía, inflada además por continuas reediciones que aseguran ser más completas que las anteriores. Hace apenas un mes escribíamos en estas páginas acerca de este genio de la música de cine que también probó fortuna en el apartado de la música seria para concierto, con sus particulares aportaciones al universo de la música contemporánea, a menudo en forma de insinuantes voces femeninas, con motivo de ese galardón tan esperado que viene a sumarse a los Oscar, Globos de Oro, Bafta, Nastro d’Argento, David di Donatello, León de Oro en Venecia o el considerado Nobel de la Música, el Polar Music Prize, logrados a lo largo de su fructífera carrera.
Nos ha hecho disfrutar y soñar muchísimo. Yo mismo empecé a escribir, bien o mal, de estas cosas de la mano de un especialista en su música, Antonio Domíngez, y la revista valenciana Música de Cine que dirigió en la última década del siglo pasado. También de la mano de esta publicación y su admiración incondicional por el maestro romano, tuve la oportunidad de conocerlo y entrevistarlo cuando a finales de siglo celebró su segundo concierto en Sevilla invitado por Carlos Colón y la Fundación Luis Cernuda, que entonces organizaban los Encuentros de Música de Cine. Y me pareció un buen hombre, amable y educado, generoso y sensible, como su música. ¡Qué vacío tan grande dejan los grandes cuando se van! Me pasó en aquel fatídico verano de 2004 cuando nos dejaron con apenas un mes de diferencia Jerry Goldsmith y Elmer Bernstein, y me volvió a pasar el año pasado cuando lo hizo Michel Legrand. Con Morricone no he podido evitar las lágrimas, también por John Williams, que se sentirá muy solo y desvalido próximamente cuando en fecha aún por confirmar se entreguen los premios Princesa de Asturias de este fatídico 2020.