Muerto se quedó en la calle, 86 años después

Cada 18 de agosto se conmemora una de nuestras vergüenzas nacionales: que a Federico García Lorca lo fusilaran los fascistas y que no haya rastro de su cuerpo, como ocurre con tantas de decenas de miles de víctimas de la guerra civil

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
18 ago 2022 / 11:33 h - Actualizado: 18 ago 2022 / 11:34 h.
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El poeta y dramaturgo Federico García Lorca (1898-1936) lo dejó escrito por soleá: “Muerto se quedó en la calle / con un puñal en el pecho / no lo conocía nadie”. En su caso, la calle se convirtió en una metáfora, porque literalmente a él lo fusilaron (no fue exactamente un puñal) en el barranco de Víznar, una madrugada como la que acaba de pasar del año que comenzó aquella guerra tan incivil como la definió Unamuno, que habría de morir el último día de aquel mismo año tan fatídico para España. La relación de Federico con la muerte venía de antiguo, de sus primeros poemas. “La muerte me está mirando / desde las torres de Córdoba”, escribió también. Y aquello de “Si muero, / ¡dejad el balcón abierto!”.

Asesinado el escritor, todas sus letras adquirieron una profunda significación literaria, o una resignificación que ayudó a ensalzar su figura y toda su obra, hasta el punto de que tal vez su poema cumbre, la elegía por la muerte del torero Sánchez Mejías, que tanto había hecho por la unificación en Sevilla de la Generación del 27, pareció, de súbito, escrita para sí mismo: “Tardará mucho en tiempo en nacer, si es que nace / un andaluz tan claro, tan rico de aventura. / Yo canto su elegancia con palabras que gimen / y recuerdo una brisa triste por los olivos”.

86 años después de aquel vil asesinato en Granada (“en su Granada”, escribió con saña Antonio Machado, casi camino del exilio), hoy quedan pocas excusas democráticas para no haber saldado las cuentas que cualquier país europeo se ha visto en la necesidad de saldar, de soldar, de cerrar por pura vergüenza torera. No ya haber encontrado su cuerpo, que en ese asunto sigue habiendo tela que cortar y no será por falta de interés de los hispanistas que han venido a meter el dedo en herida, no solo Ian Gibson, sino haber dignificado los cuerpos de otros tantos miles de víctimas del franquismo que siguen desorientados por las cunetas de este país tan olvidadizo.

Muerto se quedó en la calle, 86 años después

La imponente figura de Lorca se agiganta más a nivel global que español, no solo como un mártir de lo que fue, de la horrenda guerra civil española, sino como un símbolo de esa poesía española que fue capaz –en todo el 27- de respirar al son de la vanguardia de los años 20 pero también de las raíces que venían sustentándola desde el romancero viejo, Manrique, Garcilaso, San Juan, Lope de Vega, Quevedo y Góngora, los grandes maestros con los que aquellos jóvenes –Juan Ramón aparte- no habían practicado la desmemoria. Su labor en el teatro, además, al margen de su papel en el grupo La Barraca, supone para el drama español un antes y un después como lo había supuesto en el caso de Lope. El teatro lorquiano, la faceta en la que el escritor se hizo en vida verdaderamente popular –y no tanto aquí como en Argentina- supone un enraizamiento en la tierra que en aquella época de Benavente y otros dramaturgos volcados en la solemnidad de la historia o en el chiste plano no hubiera podido imaginarse. Federico agarra a la mujer andaluza por la melena y la planta en el centro del escenario por puro despecho de lo que él consideraba la otra mitad machacada de la humanidad. Lo mismo había hecho en verso con los niños, los gitanos, los pobres, los negros y los homosexuales frente a los adultos, los payos, los ricos, los blancos y los heterosexuales. Doña Rosita la soltera, Yerma, la Novia y Adela son emblemas de ese afán de libertad que luego el feminismo moderno ha encauzado y no siempre con la determinación que Soledad Montoya usó con el propio poeta: “Pregunte por quien pregunte, / dime, ¿a ti qué se te importa? / Vengo a buscar lo que busco, / mi alegría y mi persona”.

El único consuelo de que Federico se quedara muerto en el barranco es que, 86 años después, podemos seguir afirmando que las letras tienen una capacidad tan profética y mágica que donde verdaderamente se quedó, y no muerto, sino vivísimo, es en la calle, en las aulas, en las universidades, en el flamenco, en el habla y el sentir populares, donde él quería. La única pena (negra aún) es que hoy, al recordar aquellos versos que Alberti le dedicó a otro torero, El Gallo, la mismísima Virgen no se haya desprendido aún del cinturón de un asesino: “Virgen de la Macarena / mírame tú, cómo vengo, / tan sin sangre que ya tengo / blanca mi color morena. / Ciérrame con tus collares / lo cóncavo de esta herida, ¡que se me escapa la vida / por entre los alamares! / Que pueda, Virgen, que pueda / volver con sangre a Sevilla / y al frente de mi cuadrilla / lucirme por la Alameda”. También estos versos parecen hoy escritos por el propio Federico, tan vivo en la calle 86 años después.