Esta aciaga pandemia que mantiene casi paralizado al planeta también se está cebando en el mundo de la cultura, y muy especialmente en el de la música, con las recientes desapariciones de importantes nombres del jazz como el trompetista Wallace Rooney o el pianista Ellis Marsalis, toda una institución y patriarca de una familia de grandes jazzistas entre los que se encuentran sus famosos hijos Branford y Wynton Marsalis. También se ha llevado por delante a Adam Schlesinger, fundador del icónico grupo de los noventa Fountains of Wayne, y autor de las canciones de The Wonders, aquella película de 1996 en la que Tom Hanks encarnaba al manager de un grupo sesentero al estilo de los Beatles, y también de la banda sonora de la cinta de Whit Stillman Damiselas en apuros. Entre tanto dolor y atención mediática casi exclusiva, estos días hemos lamentado también la desaparición, esta vez por causas ajenas a esta enfermedad apocalíptica, de uno de los más influyentes compositores del siglo XX y lo que llevamos de este desdichado veintiuno, Krzystof Penderecki.
En apenas una década Polonia, cuna de grandes compositores de música clásica, ha tenido que lamentar la muerte de dos de sus más grandes figuras musicales del último siglo, Henryk Górecki y ahora este Premio Príncipe de Asturias de 2001. Aunque muy alejados estilísticamente, ambos coinciden en la enorme influencia que el misticismo importado de la Iglesia Católica, tan arraigada en el país centro europeo, ha ejercido en su música, aunque con parámetros estéticos y expresivos muy diferentes. Penderecki nació hace ochenta y siete años en Debica y muy pronto desarrolló aptitudes musicales que le llevaron a estudiar junto al prestigioso Franciszek Skolyszewski y más tarde en la Academia Musical de Cracovia donde él mismo acabaría impartiendo clases desde 1959. En un principio destacó por su radicalismo y originalidad así como por obras religiosas como los imprescindibles Stabat Mater para tres coros de 1962 o La Pasión según San Lucas. También se hizo un nombre en el mundo de la ópera, con títulos tan apreciados como Los diablos de Lodlun de 1969, El paraíso perdido según el poema épico de John Milton, o La máscara negra de 1986. Mientras sus piezas religiosas, entre las que se encuentran también el Réquiem Polaco y Las siete puertas de Jerusalén, son de amplias dimensiones, las orquestales suelen ser muy concisas, con predilección por los conjuntos de cuerda y percusión y un uso frecuente de ultracromatismos, glissandi, y clusters o agrupaciones de notas que consisten en acordes integrados por distintos semitonos cromáticos consecutivos, extrayendo sonoridades poco corrientes y logrando un clima de encantamiento y trance místico. Así hasta finales de los años setenta, en los que abordó un neorromanticismo decepcionante para muchos, como se aprecia por ejemplo en su Sinfonía Navidad de 1980.
El cine, a menudo en lo musical a remolque de las tendencias y vanguardias, fijó pronto su atención en este emblemático compositor polaco, echando mano de su talento en un buen puñado de películas, treinta y cinco bandas sonoras en total entre cortometrajes, documentales, largometrajes y trabajos para la televisión, entre las que destacan la que compuso en 1965 para la película de Wojciech J. Has El manuscrito encontrado en Zaragoza, según la novela de Jon Potocki ambientada en la Guerra de la Independencia española. Pero fueron los grandes directores del cine internacional quienes prestaron especial atención a su creatividad e ingenio aunque a partir no de composiciones originales sino de su amplio catálogo, muy especialmente de la época que lo consagró como importante autor de vanguardia.
De todas sus obras Polymorphia para cuerda, compuesta en 1962 para cuarenta y ocho instrumentos de cuerda, es quizás la más recurrente en el cine. Esta pieza que alcanza los límites de las posibilidades sonoras y expresivas de la cuerda, comienza con un gruñido sordo apenas perceptible que deriva progresivamente en un diálogo de glissandi cada vez más nutrido y atraviesa una serie de golpes col legno, sonidos secos, choques acentuados y un frondoso uso de efectos acústicos. Después de extraer de los instrumentos sus sonidos menos habituales, concluye con el sorprendente efecto de un acorde perfecto en do mayor. Su desasosegante resultado sirvió a William Friedkin y Stanley Kubrick para definir el estado de posesión de la joven Regan en El exorcista y el de paranoia de Jack Torrance en El resplandor respectivamente. Además Peter Weir aprovechó su potencial en Sin miedo a la vida (1993) y Spielberg en su reciente Ready Player One.
La pieza que le dio a conocer en todo el mundo, Treno (o Lamento) a las víctimas de Hiroshima, una suerte de variaciones sobre un clúster que compuso alrededor de 1960 y desarrolló con rigor contrapuntístico, con la que exhibió su enorme sensibilidad por las grandes tragedias del siglo XX, como bien hubiera podido inspirarle ésta que estamos justamente padeciendo, confirmada siete años después con el Dies Irae a la memoria de las víctimas de Auschwitz, sirvió a Alfonso Cuarón para su particular adaptación de Hijos de los hombres de P.D. James. Su cúmulo de silbidos estridentes en registro agudo, chapoteos, chirridos que se resuelven en glissandi gimientes, episodios puntillistas, rugidos de motores y una intensa agitación general, sirvieron también para recrear la atmósfera enrarecida que describió Wes Craven en El sótano del miedo (1991) o David Lynch en su última temporada de la emblemática Twin Peaks.
De Natura Sonoris I es una composición de 1966 que experimenta con nuevos sonidos a la vez que parodia el universo clásico introduciendo ritmos jazzísticos. Se inicia en registro agudo con sonidos breves y espaciados en la madera y va in crescendo hacia los gongs y las campanas y el uso frecuente e idiomático de clusters hasta que la percusión y el metal se adueñan de la función. En contraste surge el sonido de la flauta y la imitación del canto de los pájaros, mientras piano y fagot introducen elementos de jazz. Su lenguaje avanzado, así como el más ligero de la segunda parte compuesta cinco años más tarde, que desarrolla una atmósfera hipnótica que desemboca en un espectacular fortissimo con todos los timbres fundidos incandescentemente sobre un fondo desenfrenado y vitalista, integraron también la estremecedora banda sonora del clásico de Kubrick sobre la novela de Stephen King. También El norte (1983) de Gregory Nava y Neruda (2016) de Pablo Larraín se beneficiaron de esta segunda entrega de De Natura Sonoris, mientras de la primera lo hizo Twister (1996) de Jan de Bont. Lynch hizo uso de ambas en su último trabajo de ficción hasta el momento para la gran pantalla, la indescifrable y enigmática Inland Empire.
Otra de sus obras más utilizadas en el cine es El sueño (o el despertar) de Jacob, una pieza de 1974 para gran orquesta, con la que Pendereki introdujo precisamente ese estilo neorromántico que apuntábamos antes, y una de las más interpretadas de su catálogo, con cierta influencia apreciable de Wagner y Shostakovich. El resplandor, Inland Empire y Ready Player One también fijaron su atención en ella. Por otro lado, Utrenja, dos obras litúrgicas para voces solistas, coro y orquesta, concebidas en 1970 y 1971 y basadas en cantos ortodoxos del Sábado Santo (lamento por la pasión y el entierrro de Cristo) y el Domingo de Resurrección, siguiendo textos litúrgicos de la Antigua Iglesia Eslava, con una duración total de hora y cuarto aproximadamente y un estilo conmovedor y contemplativo, a pesar de su registro atonal y el recurrente uso de clusters, fue aprovechada también por Kubirch para El resplandor, en concreto el Ewangelia y el Kanon Piesn 8 (canción nº 8 de la Pascua Judía), este último también utilizado por el cineasta español David Díaz en su poco divulgada película The Fear (El miedo) de 2006.
Anaklasis (1960) para cuarenta y seis instrumentos de cuerda, percusión en seis grupos, celesta, arpa y piano, con abundantes choques, glissandi, estremecimientos y efectos sonoros en la percusión, compleja y a la vez precisa, aparece en la banda sonora de The Wanderers (Las pandillas dl Bronx) de Philip Kaufman y en la ya mencionada Inland Empire. Mientras Fluorescences para gran orquesta (1962), concebida como un balance de sus primeros años de carrera compositiva, profusa en indicaciones para los intérpretes y el empleo de efectos acústicos opuestos y combinados, así como en el empleo de grandes efectivos orquestales incluidas seis baterías e instrumentos tan insólitos como una máquina de escribir o una sierra eléctrica, aparece tanto en la cinta de Kaufman como en la de Lynch y también en Shutter Island de Martin Scorsese, aquí junto a su Sinfonía nº 3, donde exhibe un gran número de figuras estilísticas, incluidos ritmos motorizados, pasajes de ritmo libre, escalas cromáticas, intervalos disonantes y profusa percusión, ideal para ilustrar el tenebroso sanatorio mental donde transcurre este malogrado drama hitchcockiano protagonizado por Leonardo Di Caprio.
En una de sus últimas composiciones originales para el cine, Katyn, la sensacional y escalofriante crónica que Andrzej Wajda rodó sobre el asesinato masivo de militares y civiles polacos por parte de las tropas rusas a finales de la Segunda Guerra Mundial, Penderecki combinó piezas exclusivas con otras de su catálogo, como el Réquiem Polaco, la Sinfonía nº 2, sus dos sonatas y dos conciertos para violín, el segundo para violonchelo y El sueño de Jacob. Si sus homenajes se sucedieron en vida, como el que le brindaron personalidades de la cultura como Derek Jacobi o Daniel Olbrychski en The Dream of Penderecki o el reciente álbum que le brindó la violinista Ann-Sophie Mutter, seguro que cuando pase esta terrible pandemia serán más los tributos que se dediquen a su memoria.