Razones para tener fe en el cine sevillano

Aunque no deja de ser una etiqueta, el cine andaluz tiene en Sevilla una cantera de potentes autores

17 nov 2016 / 08:43 h - Actualizado: 17 nov 2016 / 08:00 h.
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  • El actor Eduard Fernández y el director Alberto Rodríguez, en el rodaje de ‘El hombre de las 1.000 caras’. / E. C.
    El actor Eduard Fernández y el director Alberto Rodríguez, en el rodaje de ‘El hombre de las 1.000 caras’. / E. C.

Los creadores tienen aversión a las etiquetas. Estas sirven para clasificar, sí, pero también son un instrumento útil para explicar qué hace cada quien. Y se pueden romper, y estos, adherirse a otras diferentes. Hasta hace poco, hablar de cine andaluz no digamos, de cine sevillano provocaba urticaria al sector audiovisual. Aquí se hacía cine español. O mejor, cine europeo. Pero de pronto, los periodistas y los medios especializados, erre que erre con eso del cine andaluz, lo lograron. Y entonces la etiqueta comenzó a correr por festivales de cine, las universidades comenzaron a organizar simposios y los directores claudicaron.

El cine andaluz, y el sevillano, existen. Felizmente no como un subgénero del cine español, pero sí como una pequeña industria, y también como una hornada de realizadores formados aquí y que triunfan allí o allá. «El cine sevillano existe del mismo modo que no existe el cine el cine gerundense o logroñés pero sí el barcelonés o el coruñés», apunta el especialista en la materia, Manuel Esteban.

«Sevilla ha mantenido a lo largo de su historia reciente una permanente relación de amor y lucha con el cine. Esta viene de sus constantes intentos de convertirse en referente y plataforma de lanzamiento del cine en todas sus vertientes, y de la relación de amor y traición que el público sevillano ha brindado a la exhibición de cine en la ciudad», explicaba el crítico de El Correo, Juan José Roldán en estas mismas páginas hace unos días, al calor del Festival de Cine Europeo. Pero si queremos centrarnos exclusivamente en el mundo de la dirección, las pruebas son incontestables.

Hace quince años, Alberto Rodríguez, Santi Amodeo, Alex O’Dogherty, Alex Catalán, Gervasio Iglesias y otros muchos jóvenes se afanaron con pasión por filmar en corto y en largo. Fueron parte del notable underground cultural sevillano. Hoy se les denomina la Generación Cinexín. Y sus carreras están lanzadas. Todos ellos tienen denominación de origen hispalense, aunque este hecho sea más cosa de DNI que de pedigree local en sus trabajos.

Los diez Goyas obtenidos por La Isla Mínima (de Alberto Rodríguez) en los Premios Goya 2015 fueron, de alguna forma, el punto y seguido de una historia que viene de lejos. «Aunque sólo en los últimos años la etiqueta haya cobrado fuerza, en Andalucía llevamos décadas haciendo cine», sentencia la profesora de la Facultad de Comunicación Inmaculada Gordillo. Y el asunto hunde sus raíces en fechas bastante más tempranas que los 80. Es el caso de la obra del director Miguel Alcobendas y del guionista y productor Luis Mamerto López-Tapia, «nombres fundamentales del cine español que se enfrentaron a la dictadura en el tardofranquismo». Fueron pioneros en retratar las duras condiciones del pueblo gitano y reivindicaron en sus películas documentales la figura de Picasso.

En este mismo relato veremos un capítulo dedicado al realizador Juan Sebastián Bollaín (Las dos orillas, Belmonte), «cineasta que ahora comienza a ponerse en valor y que dejó una fuerte impronta en el cine andaluz». En una clave muy distinta, el cine de Francisco Perales «intentó ser una respuesta andaluza a la comedia de Berlanga, hecha con muy pocos medios». Suyos son los títulos Made in Japan y Se acabó el petróleo. Pocos son los que recuerdan a Julio Diamante, «que ejerció de todo lo posible en el ámbito del audiovisual», con películas como Sex o no sex y El arte de vivir. Los invitados, de Víctor Barrera; Sevillanas y Flamenco, de Carlos Saura, La Lola se va a los puertos, de Josefina Molina y Yerma, de Pilar Távora, son otras de las cintas que ayudan a constatar la realidad que aquí pretendemos poner en valor.

Hasta entonces nadie podría negar que la búsqueda de lo castizo, de lo exótico, no era un rasgo común. Sevilla, también en el cine, era reconocida mayormente por sus tópicos. Pero, de repente, en 1999, Benito Zambrano estrenó Solas. Y la historia se recondujo. Sus cinco Premios Goya estimularon a una generación de creadores que estaba formándose. Y, casi como un palíndromo, volvemos al principio. Los Cinexín ya estaban aquí. Y de aquí a El hombre de las 1.000 caras, nueva película de Alberto Rodríguez, que llegó a las salas hace solo unas semanas.