- Esther Garboni, posando con su último libro, ‘Ni tristes ni tigres’.
Desde antes de que el griego Aristófanes triunfara con sus comedias, e incluso Plauto, el otro género teatral cuyas historias no terminaban tan bien, sino presas de ese sino cruel que siempre espera a los protagonistas en las tragedias, tuvo durante mucho tiempo mayor pedigrí, tal vez porque al ser humano le ha hecho falta evolucionar muchísimo para entender no solamente que una lectura de la vida placentera y optimista puede tener tanto o más prestigio que la sobrevenida muerte que todo lo catapulta a la condición de leyenda, sino también que la risa puede abrirnos puertas del autoconocimiento que las lágrimas suelen desenfocarnos. Sin embargo, esta evolución dramática ha necesitado siglos para consolidar la convicción de que reír puede connotar incluso más inteligencia que llorar, y que al fin y al cabo la gran literatura, especialmente la española, no llegó a madurar definitivamente sino cuando emparentó comedia con realismo, cuando sus protagonistas dejaron de ser héroes inalcanzables y se identificaron con un Lázaro cualquiera en busca del pan con el que soñó desde su nacimiento, con un Calixto cualquiera en conflicto con su propia impaciencia sexual, o incluso con un Alonso Quijano que encuentra el sentido de su propia existencia a costa de que se la tomen como mera parodia caballaresca. Fue su parodia y basta.
Para entonces, la Comedia del Arte italiana ya había puesto unas picas que al rey de la comedia española, Lope de Vega, no le bastaron, de modo que ese trozo de vida palpitante que es una obra de teatro sobre el escenario -e incluso más allá de su cuarta pared- siguió evolucionando con el paso de los siglos como el género total que es en sí misma, con toda su narrativa a cuestas y ese chorreón de poesía puesta en pie que solo escuece o divierte cuando el espectador se considera ante un espejo infinito de su propia vida, ante una tremenda fábula de la existencia por absurda que parezca -la fábula o la vida en sí-, y por eso en el cenit del existencialismo, en vez de la tragedia pura, terminó triunfando el teatro del absurdo, que fue un remake de Segismundo hablando solo en el gran picnic del siglo XX, el descubrimiento de que cualquiera de nosotros, underground, contiene en su interior a Don Quijote o a Sancho infinitamente esperanzados en el advenimiento de Godot...
Consciente de todo ello, la poeta y dramaturga sevillana Esther Garboni, que suele dejarse caer con otros palos del teatro, aunque siempre –como ahora- empapados de un profundo lirismo, acaba de publicar con Ediciones Pangea –como su anterior Pasos de guerra (2021)- una divertida y a la vez profunda trilogía de comedias, Ni tristes ni tigres, introducidas por una reflexión que es al mismo tiempo una carta de presentación: “Yo creo que la risa es el mayor acto subversivo y un arma incuestionable. Nos quieren tristes, nos quieren con miedo, nos quieren de mal humor... ‘¡Enseña tu última muela!’ –digo a quien conmigo viene- ‘Que no vean tu debilidad...”.
Reírse de las propias debilidades es al fin y al cabo reconocer que no somos muy distintos unos de otros, reconciliarnos con la especie, reconfortarnos con nuestras propias ridiculeces y miserias, y por eso alcanzaron tal profundidad los sabios arquetipos de la comedia que ya en el siglo XX y en la gran pantalla se llamaron Charlot, Cantinflas o los Hermanos Marx, y en nuestro cómic más cercano –aquí le hemos dicho siempre tebeo-, esa pareja que justamente hoy llora el fallecimiento de su padre: Mortadelo y Filemón. Será por eso que las dedicatorias de las tres piezas de la sevillana Garboni se acuerdan de su barrio, Rochelambert (“a mis amigas y a quienes se metieron conmigo en los charcos de alguna de aquellas maravillosas décadas y construyeron conmigo, sin saberlo, un búnker de anécdotas contra los días tristes”), de su clan, de su tribu, de su unida familia y sus adláteres, e incluso de “quienes me odian, para ver si así se entretienen con otra cosa...”. Garboni, que empezó a publicar poesía hace casi dos décadas, y no ha parado (Las estaciones perdidas, Tarjeta de embarque, A mano alzada), insiste de nuevo en su perfil dramático sin descuidar lo que la poesía tiene de lírico por debajo de la superficie de cada verso.
Heredera de Mihura
La huella del mejor Miguel Mihura de Tres sombreros de copa, que ya va para el siglo –y toda ese herencia de Álvaro de la Iglesia, Poncela y hasta del guionista Azcona-, es evidente en estas tres obras que juegan con el absurdo –con los planteamientos, los diálogos hilarantes y la semilla de explosiva cotidianidad- pero que indagan en la condición humana al presentar a un medido puñado de personajes “atrapados en un laberinto y que necesitan buscar, como nosotros, una escapatoria, una salida, un punto de fuga”, como señala la propia autora en su Carta proemio.
Ya en la primera pieza, Dientes de leche, aparece el trasunto del lector –posible espectador si algún director se atreviese, extremo probable- encarnado en Toby, ora una ternerita ora una vaca adolescente, adoptada por la pintoresca pareja protagonista que forman Miguel y Josefina, de la generación Naranjito, quienes alternan con otra pareja, la formada por Leo y Marián, entre los años 2001 y 2019. Las situaciones de los personajes –y del país- son muy distintas en ambas fechas, como las respectivas primeras acotaciones de cada acto se encargan de recordarnos: desde que en España se emite la segunda edición de Gran Hermano y David Civera queda decimotercero en Eurovisión hasta que sale ardiendo Notre Dame y los británicos se deciden por el Brexit. Casi dos décadas en las que vamos asistiendo a la evolución de la pareja desde que se conoce en un banco (él es encargado de oficina y a ella se le queda la cartilla dentro del cajero) hasta que la niña, Toby, se independiza... La obra nos acerca a los estadios familiares desde su génesis, cuando Josefina y Miguel, todavía tímidos, filosofan sobre el futuro. En un restaurante en el que no terminan de tomar nada, vaticina él –de tan simple, profeta- que, “en el futuro nos instalarán un microchip y sabrán dónde estamos y qué pensamos en cada momento” porque eso es “el verdadero poder”. “Cuando alguien ya dispone de todo el dinero del mundo, ¿qué le queda por poseer? ¡Pues la voluntad de las personas! Y la voluntad se consigue sabiendo sus pensamientos, como hacen las madres con los hijos... ¿No has escuchado nunca eso de que las madres tienen un ojo en la nuca? ¡Ja! Lo que tienen es el poder anticipatorio que les da conocer muy bien a sus hijos. ¡Pues el futuro será así! Todos tendremos puesto el ojo y la oreja encima. Dios será sustituido por un algoritmo. (...) Nos harán creer que somos libres y que nuestra opinión importa, pero nos contarán nuevos cuentos de miedo con moraleja para fabricarnos la opinión y hacer con nosotros lo que quieran”. Orwell por el pasapuré de León Felipe, pero en clave de risa porque el futuro planteado por los personajes se parece tanto a nuestro presente que la cómica conclusión es que el futuro no es lo que era. Y entretanto, el personaje de Toby se limita a decir “Muu” con distinto número de úes según su estado de ánimo, tan variable como el de una adolescente cualquiera. La vaquita, que mira y rumia para sus adentros, como el lector que ejerce de espectador sin levantar la vista del dinámico texto, va dosificando sus intervenciones, hasta que les deja una carta a sus papis porque “no soy la hija que soñabais”, podemos leerle en la misiva, y “a estas alturas ya os habréis dado cuenta de que soy un fake de la hija real”.
Hasta ese momento en el que los padres asumen que su vaquita abandone el nido, las escenas hilarantes que son guiños de la actualidad se van sucediendo en los matrimonios y entre los amigas, pues es Josefina quien ejerce de prestamista para Marián, que descarta su fecundación in vitro. “Pero me convencieron de que me salía más a cuenta ponerme unas buenas tetas y buscarme un semental real. Así que el dinero que me diste lo invertí en dos carretas”. Marián se casará con Leo, tendrán gemelos, se divorciarán y constituirán conocidas escenas de ex. Josefina, por su parte, soporta que su hija Toby, la vaca, crezca hasta discutir con Miguel quién le pone el cascabel al gato en sus advertencias del sexo y de las redes sociales y hasta para que una de las acotaciones tenga que afirmar que “esperar en la puerta del baño a que salga quien está dentro es un clásico en los pisos pequeños. Si es un adolescente el que se está duchando, no se puede esperar otra cosa que una discusión. Por no hacer mudanza en la costumbre”.
Un ratón así de grande
En el nuevo libro de Esther Garboni se aprecia un latido femenino que recorre sus páginas de cabo a rabo, porque la Josefina de la primera comedia –tan madraza- se transmuta en Encarna en la segunda, la titulada Un ratón así de grande, que comparte mundo tan solo con el cartero Ramón, reduciéndose así el número de personajes hasta llegar a esa Bella Tobías (Toby hasta el final) de la última pieza (Dormir y callar) que en realidad es la Eva de toda la vida, “mujer occidental, heterosexual, blanca, de edad indefinida, criada en el seno de una familia de campo de la que ha salido, medrando con esfuerzo y prudencia, para ser acogida por una estirpe de empresarios de dudosos escrúpulos, dedicados a la venta en EEUU de calzado, bolsos y otras cosillas que no se declaran, para quienes trabaja a jornada y alma completas”.
Josefina, Encarna y la Bella Tobías, frente a la vaca, el ratón y la rata que las acompañan, respectivamente, protagonizan estas historias de la vida real, con sus destellos surrealistas y esa incontinencia verbal que lleva a la misma Eva del trasfondo de donde manan las tres a no callar ni en un monólogo infinito hasta conseguir la libertad definitiva, precisamente a través de la risa, incluso en las más difíciles circunstancias como puede ser la de un secuestro. Porque si Encarna es presa de su propia vida de Doña Rosita la soltera cuando se le presenta el cartero Ramón con un paquete que ni siquiera es para ella, la Bella Tobías está secuestrada de veras en el oscuro sótano de una casa colonial estadounidense después de haber asistido a la boda de uno de sus jefes. Y la vida de una y otra, tan aparentemente distintas, se sostiene en la palabra. No habría obras, evidentemente sin la palabra, pero aquí menos, pues como en aquellos teatros filosóficos de Unamuno no importa tanto el atrezo como la palabra dicha por los escasos personajes a los que el receptor de cada obra puede enfrentarse no necesariamente en la butaca del teatro sino en el butacón de su propia casa, leyendo, pues como las obras de Garboni son tan profundamente líricas, algo incrustado, indeleble, le queda a Ni tristes ni tigres de aquellas comedias humanísticas pensadas solo para la lectura. La comicidad de la súbita pareja no está exenta de profundidades, como cuando el ama de casa enuncia su teoría de la muerte de la muerte: “Lo de la muerte, aunque nosotros sepamos ya que es mentira, no se lo vamos a descifrar a este gente. Eso sería como contar el final de una película. Además, ¿tú sabes la que se podría liar si la gente dejara de tener miedo a la muerte? ¡Se acabarían hasta las religiones! ¡No, por Dios, Ramón, a la muerte vamos a dejarla tranquila!”.
La risa poética es la que ejerce de redentora en todo momento. “¡Que no falte la imagen tornasolada que me presta la poesía que un día me amó y que aquí se asoma, libre de celos, prestándome sus símbolos, sus metáforas y su ritmo, para que ahora se ensucien con la sublime contemplación de la podredumbre humana!”, exclama la autora, que hace solo unos meses ha recibido el Premio Eurodram de la European Network for Drama in Traslation. Y efectivamente no le falta. Tampoco esa risa vivificadora que tienen las conversaciones de andar por casa hasta que nos quedamos solos en casa, con la puerta de par en par frente a un mundo que nunca es tan grande ni tan trágico como lo pintan.