Stefan Zweig, el escritor que se codeó con todos los genios
La editorial Catedral publica ‘Recuerdos y encuentros. Una despedida de Europa’, interesantísima colección de remembranzas de todos los grandes del Viejo Mundo, desde Proust a Nietzsche, pasando por Gorki, Rilke o Freud
Álvaro Romero
A cualquier lector de Stefan Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis (Brasil), 1942) le sucede lo mismo cada vez que paladea una obra suya: que se pregunta por qué demonios no lo descubrió antes. El novelista, biógrafo y ensayista austríaco nació el mismo año que aquí lo hizo el luminoso Juan Ramón Jiménez, y murió, por suicidio y en las antípodas de su patria por culpa del nazismo, cuando aquí dejaban que Miguel Hernández se pudriera en la cárcel. A caballo entre el siglo XIX y el XX, Zweig resulta a la postre un cronista fabuloso e irrepetible de aquella desgraciada transformación de la más granada cultura europea entre las dos guerras mundiales. No en vano, tal vez su mejor obra –como un ensayo autobiográfico-, El mundo de ayer, es un documento valiosísimo para entender cómo la supuesta élite de la humanidad se encargó, en el corazón mismo de la vieja Europa, de destruir todo lo que había ido amasando para la progresía de la civilización a lo largo de muchos siglos.
En las últimas décadas, la editorial Acantilado había tenido la exclusiva de publicar todo lo suyo en nuestro país, pero ahora que ese derecho se ha pulverizado, han sido muchas las editoriales que han apostado también por rescatar los títulos del autor de Novela de ajedrez, o por conformar algún título nuevo agavillando textos suyos, a la deriva en obras mayores u olvidados en cuartillas que reprodujeron periódicos de hace un siglo. Es lo que acaba de hacer la editorial Catedral con Recuerdos y encuentros. Una despedida de Europa, que, con exquisita traducción de Esther Cruz Santaella, nos pone por delante una irresistible colección de elegías, homenajes y remembranzas de algunas –casi todas- de las figuras más relevantes de la diáspora europea de finales de los años treinta de la pasada centuria. Al margen de que ninguno de los capítulos del libro tiene desperdicio, lo más asombroso es que Zweig se codeara con tantísimos genios en los albores de un siglo XX cuya catástrofe ni siquiera él –tan clarividente- pudo profetizar... Por Recuerdos y encuentros desfilan todas esas personalidades fundamentales sin las que no se entendería nuestra cultura global de hoy: desde el compositor austrohúngaro Gustav Mahler hasta el director italiano Arturo Toscanini; desde el poeta belga Émile Verhaeren hasta el novelista francés Marcel Proust o el poeta alemán Rainer María Rilke, pasando por el novelista y político ruso Maksim Gorki, el filósofo Friedrich Nietzsche o el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, por citar solo a los más conocidos. La quincena de textos –de desigual extensión- que Catedral ha ordenado cronológicamente entre 1915 y 1939 constituye una expresión de gratitud, una perfecta carta de amor al viejo continente, a la amistad y al asombro de cómo los genios jamás tienen empacho por admirar a otros genios.
Melancolía por Verhaeren
El capítulo más largo de todos, con diferencia, es el dedicado al poeta belga de origen flamenco Émile Verhaeren, uno de los primeros impulsores del simbolismo, que murió en 1917, arrollado por un tren en Rouen (Francia) y a quien Zweig profesa verdadera devoción después de haberle dedicado, por otro lado, una de sus mejores biografías, entre otras razones porque fue “el primer gran poeta al que trataba en persona” y a quien siempre consideró “un maestro de la vida que imprimió en mi juventud la primera marca de unos valores verdaderamente humanos, que siempre me enseñó con su mera existencia que solo la persona completa puede ser un gran poeta”. Lo conoció por mediación del escultor belga Charles Van der Stappen y su esposa, quienes se lo presentaron por sorpresa. Zweig descubrió enseguida el sencillo vitalismo del poeta porque, además, Van der Stappen le pidió que hablara con él, para sacarle el juego de su propia naturalidad gestual, mientras él terminaba la escultura que le estaba haciendo. A partir de ahí se fraguó una amistad inquebrantable que fue configurándose primero mediante cartas, hasta que muchos años después se reencontraron en París, y luego en los campos de su patria aldeana, en Caillou-qui-bique, para conocerlo personalmente mucho más allá de su obra. “Cuántas veces lo vi a lo lejos, deambular a lo largo y a lo ancho, caminado por su poema, con palabras lanzadas a ese viento que tanto le gustaba, para luego volver a casa, colorado, irradiando alegría, porque en algún punto había logrado captar un verso a la perfección o había atado el final de un poema”.
La amistad con Verhaeren –y según Verhaeren- fue tan trascendente para Zweig, incluso antes de que el gran poeta belga diera el salto al teatro, que reconocerá que “los amigos de Verhaeren seguimos siendo de algún modo una comunidad que atraviesa todos los países de una Europa destrozada, una comunidad de afecto, una congregación en mitad de las naciones”. Zweig admirará profundamente la capacidad de Verhaeren para valorar a todo el mundo y para no tener enemigos, ni siquiera adversarios, como podría haberlo sido el poeta y amigo Maeterlinck, a quien le concedieron el Nobel en 1911 después de haber sido candidato Verhaeren durante un lustro. Al autor de Les Flamandes no lo perturbó, ni siquiera cuando vivía con él, “ese ser, tan molesto y peligroso por lo demás” que era la fama. “No dio ni un paso hacia la fama, nunca se vendió a los mendigos de la crítica ni a los lisonjeadores, no puso una sola piedra en los puentes entre su obra interior y el éxito exterior. Pero cuando la fama llegó y le cayó en las manos, nada firmes, la tomó como un regalo, con cincuenta años ya, la tomó como todas las cosas de la existencia, como un avance, como una renovación de la vida”, escribirá Zweig, quien a pesar de que media Europa se opuso a su maestro cuando llegó la I Guerra Mundial, será capaz de exclamar: “¡Solo los muertos inolvidables están plenamente vivos para nosotros!”.
El xilógrafo Masereel
Al artista belga Frans Masereel lo conoce Zweig durante el exilio de ambos en Suiza, a comienzos de la I Guerra Mundial. En el capítulo que le dedica, fechado ya en 1923, lo compara con el poeta estadounidense Walt Whitman no solo por sus rasgos físicos, sino sobre todo por la amplitud de su mirada, aunque Masereel se hubiera convertido más bien en un novelista gráfico a través de sus célebres xilografías, ilustraciones con las que aspira a reflejar la infinitud de un mundo que iba convirtiéndose sin que sus contemporáneos lo advirtiesen aún en ineluctablemente global. “Hoy por hoy”, escribirá Zweig, “este autor incansable ha creado tal volumen, que igual que ocurre en los jeroglíficos de Egipto, en sus páginas podría leerse el universo completo de formas externas de nuestro mundo”. Y añade, categórico: “Si todo desapareciera, todos los libros, los monumentos, las fotografías y los informes, y solo quedasen las xilografías creadas por Masereel a lo largo de diez años, sería posible reconstruir, únicamente a partir de ellas, nuestro mundo contemporáneo al completo”. Gracias a su memoria hiperbólica, semejante a un escáner, consideraba Zweig que Masreel, a quien comparaba con Durero y con Goya, sabía “dibujar todos los mástiles de un velero, todos los pistones de una locomotora, todos los puntos de una red. Recuerda igual el turbante de un peregrino a la Meca que el tatuaje de un piel roja o el ritmo de marcha y la empuñadura del arma de un fusilero prusiano. Tiene guardados todos los movimientos de la actualidad: la contracción del cuerpo en vuelo, la curvatura del tren en marcha, el caballo encabritado, el salto del pez, la risa y el dolor en un rostro terrenal”.
La trágica vida de Proust
Pocos capítulos tan intrigantes en el libro como el dedicado a Marcel Proust, el tardío novelista de la magdalena en A la recherche du temps perdu... En este caso cuenta la atípica vida de un niño bien, nacido en París en 1871 pero que con solo nueve años se despide de la infancia y de la salud por culpa de unos terribles ataques asmáticos que lo obligan a una sobreprotección rayana con el absurdo y a llevar una vida de snob por las reuniones de aquellos ricos ociosos que se conocían a sí mismos como la buena sociedad. El vanidoso Proust se gasta durante casi dos décadas una fortuna en el hotel Ritz, invitando a diestro y siniestro y consiguiendo de ese modo tantas amistades en un París que lo despreciaba, si bien al volver a casa, todas las noches, se tumbaba en la cama para escribir innumerables hojas sobre lo visto y oído. Aquellas pilas de papeles no tendrían ninguna vocación literaria hasta que, muerta su madre en 1903, Proust pasa de llevar una vida de lo más social y ociosa a otra en la más desértica soledad. A las miles de páginas escritas les va a añadiendo otras miles durante días febriles y noches sin descanso. En 1905 se inicia su obra y en 1912 la da por concluida, aunque Proust, ya cuarentón, es un perfecto desconocido que, a duras penas, y con la mesilla de noche inundada de medicamentos, conseguirá que le publiquen, por partes, una obra capital llamada a revolucionar la literatura del siglo XX.
Otros genios literarios
Zweig tuvo, durante toda su vida, la virtud de codearse con genios de la literatura sin que ello amilanase su gran capacidad para la crónica social, la íntima descripción de una época sin parangón y la interiorización psicológica con la que fue capaz de escribir más de cuarenta novelas y cuentos, un par de poemarios, cuatro obras teatrales, varios ensayos imprescindibles y, sobre todo, casi una veintena de certeras biografías que trascendieron aquella obra deliciosa que fue Momentos estelares de la humanidad (1927), entre las que destacan las dedicadas, por ejemplo, a Américo Vespucio, a María Antonieta, a María Estuardo, a Erasmo de Rotterdam, a su amigo Romain Rolland, a Paul Verlaine, a Balzac, a Tolstoi o a Montaigne. Precisamente de 1927, el año posterior a su muerte, es la despedida a Rilke que recoge el libro de Catedral, en rigor un discurso pronunciado en el teatro nacional de Múnich sobre la trascendencia de un poeta alemán cuya palabra “era ya una música perfecta”. El “poeta puro en carne y hueso” le sirve a Zweig para indagar en el misterio de que un ser humano se convierta, tan extrañamente, nada menos que en poeta: “¿Quién puede señalar el origen de un poeta, de ese individuo inconcebiblemente peculiar entre los hombres, en el que la lengua milenaria vuelve a surgir renovada como la primera vez, como si nunca la hubiesen parloteado millones de labios ni se hubiese triturado en millones de cartas hata que llegó Él, ese ser Único, que contempla todas las cosas que existen y han de venir con su mirada maravillada, colorida y abarcadora, roja como el amanecer?”.
Con reminiscencias que parecen becquerianas, Zweig cita al Rilke de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, su única novela, para explicar que “los versos no son, como la gente cree, sentimientos (estos se tienen bastante antes)”, sino que son “experiencias”, pues “por mor de crear un verso hay que ver muchas ciudades, personas y cosas, hay que entender a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros, y conocer los gestos con los que se abren las florecillas las mañanas. Hay que poder evocar los caminos por regiones desconocidas, los encuentros inesperados y las despedidas que uno vio venir; evocar los días de la infancia que aún están borrosos, a los padres que uno hubo de mortificar cuando traían alegría y uno no los entendía (era una alegría para los demás); (...) evocar el mar en general, el mar, las noches de viaje (...) Y no basta con poder pensar en todo eso. Han de tenerse además recuerdos de muchas noches de amor que no se parezcan a ninguna otra... (...) Y tampoco basta con tener recuerdos: hay que poder olvidarlos, si son muchos, y hay que tener mucha paciencia para esperar a que vuelvan”.
Entre los otros genios literarios que recuerda Zweig en esta suerte de memorias está, cómo no, James Joyce y esa “novela mamut” que es el Ulises, cuyo análisis más sucinto es el siguiente: “Hay un componente maligno en la raíz. En algún lugar hay en James Joyce un odio desde la juventud, un efecto primario de la herida mental. Se le debió inculcar en Dublín, su ciudad natal, y lo harían los burgueses, a los que odia, los clérigos, a los que odia, los profesores, a los que odia, o alguien, porque todo lo que escribe esta persona extraordinariamente genial es una venganza contra Dublín; ya lo fue su libro anterior, la autobiografía de Stephen Dedalus, espléndida en su falta de reparos, y ahora lo es esta Orestíada espiritual brutalmente analítica”.
Un lugar especial –central- en el libro ocupa el discurso en honor de Maksim Gorki con motivo de su 60º cumpleaños, en 1928. Más que un discurso al uso, el texto es una maravilla de estudio sobre la significación del político, poeta y novelista ruso que, al contrario que Turguéniev, Dostoievski o Tolstói, no procede de la minoritaria nobleza, sino que es pueblo en su sentido más primordial. Gorki, el autor de esa “obra maestra” que es La madre, vino al mundo en la más absoluta miseria con el nombre de Maksim Peshkov, aunque él mismo se bautizó como Gorki, “el amargo”. Dirá Zweig de él que “a este escritor la vida no le ha regalado nada, sino que todo lo ha conseguido él mismo” porque “la pobreza le meció la cuna, la pobreza lo sacó de la escuela, la pobreza lo arrojó a la rueda incesante, al mundo” para ser ayudante de un negocio zapatero, friegaplatos, porteador en los atracaderos, vigilante nocturno, panadero, repartidor, trabajador del campo, ayudante de imprenta, un vagabundo en todas calles, ora en Ucrania y a las orillas del Don, ora en Besarabia, ora en Tiflis y en Crimea y “era como si el destino deseara esos cambios a propósito, para que así pudiera él dar testimonio consciente y empírico de la amplia variedad de la vida proletaria, de la tierra rusa en toda su extensión, del pueblo ruso en su inmensa diversidad y diferencia”. Gorki sobrevivió incluso a su propio intento de suicidio con un revólver cuya bala se le quedó alojada en el pulmón durante cuarenta años, precisamente en los que se convirtió en la voz de una Rusia que sonaba diferente a la escuchada hasta entonces. “Si Gorki retrata a una persona, estoy dispuesto a jurar que el individuo es así, justo como él lo ve y lo representa, exactamente así, ni más grande ni más pequeño; ahí no habrá nada que se haya concebido ex profeso, nada que se haya eliminado, nada estará embellecido ni minimizado; se habrá captado con pureza y sin distorsión la singularidad de ese individuo: eso es lo que ha permeado y se ha logrado introducir en el retrato”.
Músicos y cineastas
El retrato que Zweig hace del director de orquesta italiano Arturo Toscanini, en 1935, es una auténtica loa que no solo ensalza al artista, sino a la música en sí, que encuentra su exacta metáfora carnal en la orquesta dirigida por una sola individualidad que “sabe lo que quiere con una claridad diabólica: solo falta que los demás se sometan a esa voluntad propia, que conviertan en sonoridad orquestal su modelo platónico”. Las descripciones que hace de los ensayos son deliciosamente plásticas, porque la percepción de Zweig en aquella cuarta década del siglo XX se había empapado ya de la imagen cinematográfica hasta el punto de que, en 1937, el texto que le sirve para despedirse, ya en su exilio londinense, de su amigo John Drinkwater relata el episodio en que en el que, dos días antes de morir aquel poeta y dramaturgo inglés, este lo invita a su casa, como había hecho con el mismísimo Bernard Shaw, de 81 años en aquel momento, para que visionaran junto a una veintena de privilegiados asistentes la película que él mismo había escrito con motivo de la coronación de Jorge VI y que se había filmado en su propia casa, con figurantes como su propia hija, Penny, de ocho añitos. La película se titulaba The King’s People y hasta jugaba ya con el metacine...
La madre de Nietzsche
Hasta la madre del filósofo alemán, la beatísima viuda de un pastor de Naumburgo, que jamás entendió las obras de su hijo, acaba protagonizando uno de los más deliciosos capítulos de este libro tan felizmente editado esta pasada primavera. El capítulo se centra en la vergüenza que sintió la ingenua mamá del gran pensador cuando descubrió que su niño escribía libros “horriblemente blasfemos” y que “se llamaba a sí mismo, a modo de sacrilegio, el anticristo”, pero sobre todo en esa última década de su vida en la que el filósofo sufre una paranoia que los médicos califican enseguida de incurable para internarlo en un manicomio, hasta que la madre consigue el alta voluntaria y carga con él como “un oso grande y torpe” con la vana esperanza de su curación. El via crucis de aquella señora cuidando a una de los genios más preclaros de la historia de la filosofía humana, su propio hijo tan dependiente, nos reconcilia no solo con la mejor literatura que es capaz de armar otro genio, Stefan Zweig, tan humano y demasiado humano, sino con la propia humanidad.
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