El reportaje literario

Un siglo de aquella ‘Carta de una desconocida’, la más inquietante novela de Stefan Zweig

El inolvidable año de 1922, tan prodigioso para la Literatura occidental, fue el más prolífico para este genial austríaco, capaz de publicar hasta seis libros, incluida la inolvidable epístola de una mujer tan enamorada como ignorada hasta el momento de morir

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
19 jun 2022 / 11:03 h - Actualizado: 19 jun 2022 / 11:06 h.
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  • Stefan Zweig.
    Stefan Zweig.

Muy de vez en cuando, uno lee libros que, más allá de su incuestionable mérito, provocan inmediatamente un ácido arrepentimiento: el de no haberlos leído antes. Es lo que le ha pasado a cada lector de Carta de una desconocida, aquella novelita corta, intensa, lírica, profundamente psicológica y desquiciantemente perfecta que el escritor austríaco Stefan Zweig, de quien ahora se celebra el 80º aniversario de su muerte, publicó en el mágico año de 1922, cuya increíble cosecha no se calibra solo por el Ulises de James Joyce, sino porque el mismo Zweig fue capaz de dar a la imprenta no solamente esta densa novelita epistolar que es en realidad el larguísimo monólogo de una mujer silenciosa, sino incluso cinco libros más: Amok o el loco de Malasia, Los ojos del hermano eterno, La mujer y el paisaje y Noche fantástica, además de un magistral relato corto –más corto aún- en el que consolida su modo de indagar psicológicamente en los personajes: La calle del claro de luna. No es de extrañar que Zweig admirara profundamente a Dostoievski, que había muerto el mismo año que nació él, en 1881, y de quien heredó el regusto por indagar en la más profunda psicología de los personajes con el único bisturí de la palabra sola.

Carta de una desconocida fue adaptada al cine por primera vez en 1948 por Howard Kock. En 1957 se estrenó en México con el título de Feliz año, amor mío, y dirigida por el argentino Tulio Demicheli. Hace poco, en 2004, la directora china Xu Jinglei produjo una nueva adaptación cinematográfica, lo que dice mucho del poder de seducción de esta historia para la que Zweig apenas necesitó 60 páginas. Una virtud de este escritor austríaco perseguido por los nazis, viajero por medio mundo y muerto finalmente en Brasil por voluntad propia, es la destilación literaria de lo que quiere contar. Lo dijo él mismo: “El inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Solo un libro que se mantiene siempre, página a página, sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles que les quitan tensión y les restan dinamismo”. También en Carta de una desconocida es coherente con sus propias exigencias.

Un siglo de aquella ‘Carta de una desconocida’, la más inquietante novela de Stefan Zweig


“Mi hijo murió ayer”

Es el estribillo recurrente de toda la confesión: “Mi hijo murió ayer”. Lo dice la desconocida autora de la larga carta en que consiste prácticamente la novela. El hijo es de ella y del escritor que recibe la misiva, aunque él no tenga la más remota idea. Se trata de un escritor famoso que vuelve a Viena después de unas vacaciones, justo el día de su 41º cumpleaños, cuando su criado, Juan, le entrega muchas cartas y él deja para el final ese paquete con muchas cuartillas... Aunque cada año recibía un ramo de rosas blancas con tal motivo, nunca se había parado a pensar la razón, como nunca había vuelto a recordar aquellas tres noches que pasó casualmente con la autora de la carta, quien lo había conocido, siendo una niña de 13 años, en el mismo portal de las viviendas que empezaron a compartir cuando él se vino a vivir a aquel estudio y ella se quedó prendada de él, a la lejana distancia que le permitía su muy distinta condición social.

Él se le convierte a ella en una tremenda obsesión sobre la que vuelve en el intrincado monólogo que se permite a lo largo y ancho de toda la carta... “Mi hijo murió ayer, ahora lo sé. Ya no me queda nadie en el mundo más que tú; solo tú, que no me conoces; tú, que vives alegre y despreocupado, jugando con los hombres y las cosas. Solo tú, que nunca me has conocido y a quien yo nunca he dejado de amar”. Lo dice de ese modo la autor de una carta que sospecha que va a morir porque “la gripe epidémica está asolando este barrio y probablemente he sufrido el contagio. No lo sentiría si con ello pudiera unirme a mi pequeño”.

Un siglo de aquella ‘Carta de una desconocida’, la más inquietante novela de Stefan Zweig
‘Carta de una desconocida’.

Dos vidas

La autora de la carta empieza por el principio, por el anuncio de que un escritor iba a venir a ocupar la vivienda de enfrente. “Era un hombre mayor, simpático y con gafas el que había imaginado”, escribe. “Es extraño que pudiera descubrir en aquel momento eso que en ti sorprende continuamente. Descubrí que eras dos personas en una: que eras un joven ardiente e irreflexivo, amante del deporte y la aventura y, al propio tiempo, en tu arte, un hombre altamente culto, que había leído mucho y con un agudo sentido de la responsabilidad. Sin proponérmelo, sorprendí lo que todos aquellos que frecuentan tu trato llegan a descubrir: que tienes dos vidas. Una de ellas, de todos conocida, es la vida abierta al mundo; la otra, alejada de ese mundo, únicamente tú la conoces. Yo, una niña de trece años, absorbida por el embrujo de tu atractivo, percibí, al primer golpe de vista, ese secreto de tu existencia, esa profunda separación de tus dos vidas. Y tal dualidad me atrajo poderosamente”.

La tensión por el amor secreto alcanza cotas insospechadas: “En el vestíbulo hacía mucho frío y también temía despertar las sospechas de mi madre. A pesar de ello, me mantuve en el puesto de observación durante largas tardes, durante el curso de meses y años, con un libro en la mano y tensa como una cuerda de violín dispuesta a vibrar al impulso de tu proximidad”. Habían pasado 16 años desde entonces, y entretanto la adolescente había tenido que marcharse a otra ciudad con su familia y había conseguido volver, empleada en una casa de modas... Antes, desde la lejanía, “mi vida seguía dependiendo de la tuya”, sin que él supiera absolutamente nada. “Compré todos tus libros”, continúa la carta. “Si en los periódicos se mencionaba tu nombre, el día era considerado festivo. ¿Podrías creerme si te dijera que de tanto leer las obras que escribiste me las sé de memoria, línea por línea? Si, durante la noche, alguien me despertara y me leyese una frase al azar, continuaría el relato sin equivocarme. Cualquiera de tus palabras era sagrada para mí”.

El caso es que el corazón le brinca de alegría cuando redescubre la luz de su ventana encendida. Ella vuelve tarde tras tarde a la puerta de su amado sin que este se percate de su presencia vaporosa, hasta que un día se vuelve a producir el encuentro entre ambos, casual, y aunque ella había sopesado todas las posibilidades de rechazo, lo que nunca había imaginado es que él ni siquiera tuviera conciencia de su existencia. “No reconociste a la niña que te amaba desde hacía tanto tiempo, y en la que habías despertado su sentimiento de mujer; reconociste, simplemente, el rostro agradable de la jovencita de dieciocho años encontrado dos días antes en el mismo sitio”. Él la invita a cenar y, al terminar, ella consiente en ir a su casa. “Hoy, por supuesto, comprendo tu asombro. Ahora sé que es usual en una mujer, aun en el caso de desear ardientemente el amor de un hombre, fingir disgusto, simular temor o indignación. Para obtener su consentimiento son necesarias súplicas vehementes, mentiras, juramentos, promesas. Sé que solo las profesionales del amor, las prostitutas, suelen responder a invitaciones de esa clase alegremente, con un consentimiento franco, y acaso también las muchachas inocentes. ¿Cómo podías comprender que, en mi caso, el rápido asentimiento era el grito de un deseo eterno, el despertar de anhelos que habían persistido durante mil días y más?”.

Madre soltera y pobre

Ella pierde la virginidad sin que él fuera consciente más que de pasar una divertida noche, o tres... Luego se marcha de viaje y ella se queda con la promesa de que recibiría noticias suyas, durante meses, durante años, sin levantar la voz, madre soltera presa de su propio orgullo. “En los últimos días no pude conservar mi trabajo, porque los parientes de mi padrastro hubiesen advertido el estado en que me hallaba y habrían avisado a mi familia. Tampoco quise pedir dinero a mi madre, de modo que en la última temporada del embarazo me las arreglé con el producto de la venta de las pequeñas joyas que poseía. Una semana antes de internarme, mi lavandero robó el poco dinero que me quedaba y tuve que acudir a la Maternidad. El niño, tu hijo, nació allí, en aquel refugio de miserables, entre las muy pobres, las prostitutas y las enfermas. Nos sentíamos ajenas las unas de las otras y yacíamos en nuestra soledad, unidas únicamente por nuestra pobreza y desgracia, llenas de mutuo rencor, amontonadas en aquella sala impregnada de olor a cloroforme y sangre, y rodeadas de gritos y lamentos. Esas salas, la paciente pierde toda su individualidad, salvo la que permanece en su nombre escrito en lo alto de su cabecera. Lo que reposa en la cama es solo un pedazo de carne estremecida, un objeto de estudio...”.

El niño, sorprendentemente, se educa en un buen colegio. “Querido, te estoy hablando desde la oscuridad. Te lo diré sin avergonzarme. Por favor, no te estremezcas. Me vendí. No fui una mujer de la calle, una prostituta vulgar, pero me vendí. Mis amigos, mis amantes, eran hombres de posición. Al principio los tuve que buscar, pero muy pronto fueron ellos los que me buscaron, porque yo era -¿te diste cuenta alguna vez?- una mujer hermosa”.

Esa mujer hermosa que hubiera podido subir tanto en la escala social con matrimonios que rechaza y que él vuelve a sorprender en un baile de sociedad, mientras ella –tan cambiada- tiembla por el deseo de que él la reconozca. Pero no. La lleva a su casa, la disfruta y quiere pagarle al amanecer, los billetes que ella arroja al suelo al cruzarse con el criado Juan que, tantos años después, sí la reconoce...

El epílogo de la novela, con la carta cayéndosele “de sus manos temblorosas”, vuelve a ser un magistral ejercicio psicológico que no solo transforma al protagonista, sino al lector, que imagina con él “vagos recuerdos de la hija de una vecina, de una muchacha, de cierta mujer en un salón de baile, aunque todo era turbio y confuso como el reflejo de una piedra en el lecho de un riachuelo turbulento”.