Un siglo de Manuel Benítez Carrasco, aquel poeta de cartel

Pocos poetas de la Historia han vivido de serlo como este granadino del Albaicín que nació en 1922, el año del famoso Concurso de Cante Jondo, y que triunfó como rapsoda en Hispanoamérica con la única herramienta de su voz

Manuel Benítez Carrasco.

Manuel Benítez Carrasco. / Álvaro Romero

Álvaro Romero

Granada ha dado a más poetas que a Lorca, desde luego, aunque no todos ellos han recibido el reconocimiento que, pasado el tiempo, suele conceder un martirio. Precisamente el mismo año en que Federico participaba en la organización del primer concurso de cante jondo en la plaza de los Aljibes, 1922 –año tan literario por tantas razones-, nacía en el corazón del Albaicín otro poeta llamado a llevar Andalucía en sus labios, dicho esto no tanto como metáfora sino literalmente, pues Manuel Benítez Carrasco triunfó más con lo que recitaba que con lo que escribía.

No dejaría de ser paradójica aquella letra suya que decía: “Yo soy tan albaicinero / que si bajo a Plaza Nueva / hasta me siento extranjero”. Porque su neopopularismo feroz y permanente en el tiempo no iba a triunfar en su Granada, ni en Andalucía y ni siquiera en Madrid, sino allende el Atlántico, desde Cuba a Argentina y sobre todo en el México que acabaría sintiendo como su propia tierra. Y eso que, con el barro de su propia infancia, dejó escrito para la historia: “Soy español, andaluz, / granaíno, albaicinero; / mi identidad la hizo Dios; / la confirmó un carpintero / y la rubricó mi madre, / ¡carita de pan casero!”. No exageraba, porque Benítez Carrasco había nacido, en efecto, junto a la ermita de San Miguel Alto, donde su tío era coadjutor y su padre ejercía de carpintero. Muchos años después, en la fachada de aquella su casa natal, que hoy se permite que se caiga a pedazos, se colocó una placa conmemorativa con unos versos oportunos: “Placeta triste del mundo / placeta del Salvador. / Ya no están las tres gracias / ni mi madre en el balcón”. Su madre había muerto cuando él cumplió los 15 años.

Benítez Carrasco fue de los pocos poetas de la época franquista que triunfó siendo poeta, y no un poeta al uso de esos que publican cada cierto tiempo, suelen dar clases y, de vez en cuando, ofrecen una conferencia, sino de los que llenaban teatros con la sola herramienta de su voz. Como ha recordado su biógrafo, Rafael Delgado Calvo, Benítez Carrasco era “un poeta de cartel” que se ganaba la vida recitando su propia poesía en teatros y clubes de lujo y que “cuando salía a un escenario, los abarrotaba y triunfaba”.

Lo había intentado en su propio país, o más bien sobre las ruinas de este acabada la guerra civil, pues inició su carrera literaria, apenas un adolescente, colaborando en la revista poética Colección Vientos del Sur. Siendo un veinteañero, obtuvo su primer premio relevante, el Nacional de Teatro de Escuadra con Luz de Amanecer. En 1947 marchó a Madrid, como Bécquer había hecho casi un siglo antes, para ganarse la vida como poeta, y lo cierto es que consiguió algo más que el autor de las Rimas, porque de hecho no tuvo que ejercer en los periódicos ni como censor, y empezó a practicar simultáneamente la escritura y el recitado de su propia poesía encendida, popular y bien recibida por las masas.

Tan flamenco

De aquellos años son sus primeros poemarios, La muerte pequeña (1948) y El oro y el barro (1950). “Si vas a Andalucía, / que Dios te ampare / de la muerte pequeña / de sus cantares. / Que Andalucía / puede muy bien matarte / por bulerías. / Cuando se empina Cádiz / para cantar, / los ingleses se asoman / a Gibraltar, / y nos envía / una muerte pequeña / por alegrías”. Desde luego, Benítez Carrasco se convirtió muy pronto en uno de los poetas que más contribuyó con sus letras al cante flamenco. “Entre orillas de oro / grumete y llanto / un fandango navega / con su quebranto. / Huye, chiquilla, / que la muerte pequeña / va por Sevilla”. Tan capacitado para escribir por todos los palos, el poeta había asumido en la capital de España la esencia andaluza de la pena negra: “¡Por soleares...! / Esta sí que es la muerte / de los cantares. / Que si canta Soleá, / la muerte pequeña es una / muerte grande y de verdad”.

Absolutamente antológica –por celebrada, repetida e imitada- será aquella “Juerga en el cielo” en honor de Ramón Montoya. “Cuando don Ramón Montoya / se fue, porque lo llamaron / para una fiesta en la gloria, / temblaron, tristes y solas, / sin que nadie las tocara / las guitarras españolas; / por los tablaos derramaron / lágrimas como lunares / todas la batas de cola, / y muertecitas de pena / se quedaron las gargantas, / y los cantes y las penas”. San Pedro y San José intervienen en la fiesta, y hasta los santos místicos se arrancan con la sonanta: “Y Santa Teresa, ¡vaya... / vaya monja! / Qué doctora tan sencilla, / qué mística tan graciosa, / qué santa de ancha es Castilla, / qué gloria tan española / y qué española tan guapa, / tan guapa y requetehermosa, / ¡lo que se dice una monja / flamencona! / Si loca de gracia estaba / ahora se volvió más loca / oyendo cómo reían / y gemían / los duendes de Andalucía / en las manos de Montoya. / Se recogió bien el hábito / de una punta a la cadera; / alzó los brazos al aire / llenándolos de canela / -dos jaulas eran sus manos / dando a los pájaros suelta- / y, a requiebros y a giros y / a todas las cosas buenas, / se echó a medir el tablao / de la fiesta. / Y, llevada de su genio, / en una de aquellas vueltas, / dio un volantazo tan grande / con su bata de estameña, / que por poquito poquito / me lo tira de cabeza / a su San Juan de la Cruz / que, lleno de misticismo / como siempre estuvo, estaba / mirándola embobaíto”. El romance continúa lleno de gracia y de chispa, entre santos conocidos y flamencos que ya en su época habían subido al cielo. Y al final, hasta la Virgen María, “bonita como ella sola, / con la luna por peineta / y el sol por bata de cola, / se bailó por alegrías / en el tablao de la gloria”.

Madrid, tan pequeño

En la capital de España no termina Manuel de encontrar su sitio y, con lo puesto, no duda en marcharse a América. A mediados de los 50, su figura está absolutamente consolidada en los países del Caribe y en México. Será en Cuba donde publique Mi barca y otros poemas. “La barca... la barca / con solo decir... la barca... / huele a marisma la boca / y sabe a sal la palabra”, declamaba el poeta granadino con una voz que dejaba sin aliento al respetable. “Así... la barca... la barca / con solo decir... la barca... / ¿Que cuánto quiero por ella? / Venga conmigo a la playa (...) Una reina no sería tan reina / ¡como mi barca! / Y si viera cuando corre / caballo que con la crin blanca / que va levantando polvo / de espuma sobre esmeralda. / ¿Que cuánto quiero por ella? / ¡Mi barca no es solo barca! / Cuña, mástil, timón, remo / quilla verde y vela blanca. / Mi barca es la sal del mar / que se hizo piropo y gracia, / con un nombre: soledad / sobre este nombre: mi barca”.

Al margen de sus poemas religiosos, su poesía taurina será entonces un éxito asegurado, como testimonia que abriera el año de 1952 con poemario ilustrado por José Caballero que no tardó en ir de mano en mano y de imprenta en imprenta desde Madrid a toda Hispanoamérica: “Y pasa el toro, ¿y qué pasa? / Solo pasa que, al pasar, / quisiera encontrarse al paso / el río y el olivar. / Sobre el río está la luna / toreando, toreando / sin permiso, como una / torera de contrabando. / (...) Pasa el toro, ¿y qué pasa? / Solo pasa que, a su paso, / nadie sabe en qué pitón / va la gloria o el fracaso. (...) Y pasa el toro, ¿y qué pasa? / Pasa que un ángel quisiera / ser peón de confianza, / ¡quite de plumas toreras! / por si acaso / el junco de seda y oro / se queda prendido al paso / entre los cuernos del toro”.

Como a Miguel Hernández, el contexto y el vocabulario taurinos le dio para escribir de amor. “Contra mis cinco sentíos, / tus cinco toritos negros: torito negro tus ojos, / torito negro tu pelo / torito negro tu boca, / torito negro tu beso / y el más negro de los cinco / tu cuerpo, torito negro”.

En Diario del agua (1956), colecciona poemas con el agua –tan del Darro y el Genil- como protagonista. Y se adelanta al ecologismo y a la sensibilidad con los animales en libros como el “del perro cojo”, que iba a ir refundiendo en ediciones posteriores con otros poemarios. “Con una pata colgando, / despojo de una pedrada, / pasó el perro por mi lado / un perro de pobre casta. / Uno de esos callejeros, / pobres de sangre y estampa. / Nacen en cualquier rincón, / de perras tristes y flacas / destinadas a comer / basuras de plaza en plaza. / Cuando pequeños, qué finos / y ágiles son en la infancia, / baloncitos de peluche, / tibios borlones de lana, / los miman, los acurrucan, / los sacan al sol, les cantan. / Cuando mayores, al tiempo / que ven que se fue la gracia, / los dejan a su ventura, / mendigos de casa en casa, / sus hambres por los rincones / y su sed sobre las charcas...”.

Poeta de arte mayor

Benítez Carrasco llegó a hacer su vida en México a partir de los 70, pero no dejó de venir a Granada. De hecho, le escribió letras a artistas de la talla de Marifé de Triana y, en 1987, hizo un pregón taurino sin precedentes para la Real Maestranza de Sevilla, y otro al año siguiente con motivo del Corpus de Granada.

No solo de coplas y romances vivió su poesía, pues también escribió muchos sonetos. En 2010, la editorial de la Universidad de Granada publicó un libro plagado de ellos, con una introducción de Pedro Correa Rodríguez. A la manera de Lope, también Manuel jugó con el endecasílabo como quiso, y con sus propios trastos de matar:

¡Tenerte miedo a ti, tenerte miedo,

cuando al burlar tu acometida rara

mientras te ponen la tercera vara

un verso maletilla salta al ruedo!...

¡Rimas al quite! Y clavaré, si puedo,

dos banderillas sin volver la cara.

Y. ..rosa en mano.. ¡si ella me ayudara!

Solo en la plaza y sin temblar me quedo

Puedes toro pasar. Yo no me quito.

Catorce pases te daré aunque quedes

a medio verso para más aprieto.

Un desplante. Y ya sólo necesito

un feliz volapié para que ruedes,

¡oh toro!, agonizando en mi soneto.

Los 110 originales de sus obras, en buena parte manuscritos, 150 cartas y tarjetas postales y un centenar de fotos de él mismo y su familia, fueron donados por sus herederos, en 2005, a la Junta de Andalucía, y todo quedó custodiado, junto a una serie de grabaciones de sus recitales, en el Museo Casa de los Tiros de Granada, la ciudad que lo nombró Hijo Predilecto en 1998, el mismo año, por cierto, que Sevilla le dedicó una calle en el barrio de la Oliva cuando México ya le había dedicado varios monumentos. Ahora que se cumple un siglo de su nacimiento, los estudiosos de su obra reclaman que se focalice desde su Granada y que se le ponga luz también en las aulas. Se haga o no a partir de su centenario, siempre resonará de su ingente obra aquella inolvidable soleá: “Mira si soy desprendío / que ayer, al pasar el puente, / tiré tu cariño al río”.

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