Un siglo de Saramago, el primer Nobel de Literatura portugués
El Centro Andaluz de las Letras publica, en su colección ‘Clásicos Singulares’ otro de esos libritos fundamentales para conocer a escritores de altura, como nos retrata en este caso a José Saramago la periodista sevillana Mercedes de Pablos
La edición de estos libros por parte del Centro Andaluz de las Letras es francamente admirable, pero es una pena que solo se impriman mil ejemplares, una ridiculez que no alcanza ni para todas las bibliotecas públicas de Andalucía. Siempre nos quedará el pdf, que ha sido el recurso para el reportaje literario de este domingo, ahora que se nos acaba el año del centenario del nacimiento del primer Premio Nobel de Literatura en lengua portuguesa, José Saramago (1922-2010). El libro es de la periodista sevillana Mercedes de Pablos, y pese a su brevedad -como ha ocurrido en los otros Clásicos Singulares dedicados a Vicente Núñez, Pablo García Baena o José Manuel Caballero Bonald- es una auténtica delicia porque permite indagar en un autor gigante del que solo supimos la mayoría a partir de su fama, es decir, desde cuando se dio por sentado aquel tópico de que Saramago había empezado a escribir casi ya de viejo, cosa absolutamente falsa, como De Pablos –que lo conocía bien, y a su última esposa, la también periodista Pilar del Río- se encarga de demostrar en una vuelta a la semilla, que era la tierra del Alentejo en la que el niño Zezito conoció al hombre más sabio de toda su vida, su abuelo Jerónimo: “El hombre más sabio que he conocido en mi vida no sabía leer ni escribir”, dirá él tantos años después, recibiendo el Nobel en 1998. “A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y su mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de nuestra aldea de Azinhaga, en la provincia de Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos, uno y otra. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a la cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta”.
El libro de Mercedes de Pablos, titulado La altura del hombre –un verso suyo, de hecho-, arranca por tanto con el niño Zezito, como era conocido cariñosamente, ayudando a su abuelo en sus andanzas de pastor, cavando el huerto o cortando leña para la lumbre, después de haber nacido en aquel universo rural que nunca olvidaría, hace ahora un siglo. Quedó bautizado no tanto con el apellido paterno, de Sousa, sino con el apodo con que era conocida toda la familia y que hace alusión “a las hierbas amarillas e indómitas que nacen silvestres en los campos”. Ese Saramago del Nobel es nuestro jaramago andaluz. No en vano, el escritor habría de asegurar tantos años después, al recibir el título de Hijo Adoptivo de Andalucía, que “Andalucía no es mi tierra, pero es tierra mía”...
Su familia cambió mucho de residencia durante su infancia, hasta que se asienta en un piso de alquiler del que Saramago saldrá ya para casarse en 1944. En aquel pisito sería donde, con apenas 14 años, escucharía en una radio la algarabía del golpe militar español, en julio de 1936, como habría de rememorar con detalle en libros como Las Pequeñas Memorias o en su exitoso El año de la muerte de Ricardo Reis, que termina precisamente con esa estampa...
La novela de la infancia
Que la novela de la infancia se nos hace sola lo escribió Paco Umbral. En el caso de Saramago, sus primeros años, tan largos, constituyen el acicate de una literatura que tardaría en madurar pero que germinó muy pronto, a pesar de las dificultades para que el resto del mundo se enterara. Desde siempre y para siempre recordó a sus maestros de escuela con sus nombres y apellidos, y conservó la cartilla de sus calificaciones escolares “como si en la empinada cuesta de su vida él fuera levantando peldaños para desobedecer un destino y construir otro, el sueño de vivir de algo más que de las manos y el sudor”, como apunta De Pablos al considerar cuánta admiración habrá en las novelas de Saramago por los nobles oficios artesanos, desde el viejo de la caverna hasta el cuidador del elefante, pasando por la camarera que se enamora de Ricardo Reis o aquella Blimunda de Memorial del convento a la que le crecen alas en los pies porque “solo los humildes son dignos de alcanzar los más altos vuelos”. En efecto, Saramago siempre encontraré en esos hombres y mujeres humildes de su infancia los valores esenciales de la ética de la supervivencia, de la resistencia y de la voluntad.
Es francamente emocionante el recuerdo de aquel José a los trece años, acompañado por su madre al pasar por la puerta de una librería, “cohibidos ambos, madre e hijo, uno por timidez, la otra por inseguridad”. Su madre le regaló su primer libro, El misterio del molino, de Jefferson Farjeon, elegido por él desde el escaparate, sin entrar en la tienda. José se bebe las bibliotecas cercanas, y descubre a Fernando Pessoa, y su heterónimo Reis, y de hecho Saramago sería al principio mucho más poeta que novelista.
Mecánico y poeta
Terminados sus primeros estudios –nada de Universidad-, se emplea como mecánico profesional y le escribe su primer poema, estampado en un plato de barro, a su novia, Ilda Reis, quien iba a ser su primera esposa y la madre su hija, Violante, como la del poema de Lope... “Cuidado que nadie oiga / el secreto que te digo / te doy un corazón de loza / porque el mío está contigo”.
El hombre que jamás aprendió a conducir un coche, pronto abandonará las bujías, las válvulas y las cajas de cambio para ser contratado como administrativo en un hospital de Lisboa, con un salario algo mejor y, sobre todo, con más tiempo para leer. Luego lo contrataría una empresa de seguros, escribe poesía –que no publica- y una novela influida por la literatura rusa, La Viuda, aunque la editorial le cambio el título por Tierra de Pecado, detalle al que él achaca su falta de trascendencia pública. El caso es que corría el año 1947, nace su hija y él, decepcionado por el fracaso de su primera novela, se centra más en la poesía, en los cuentos, en el teatro y hasta se integra en las Juventudes Musicales, una pasión que le acompañará el resto de su vida, hasta el punto de que el protagonista de Las Intermitencias de la Muerte es chelista, un instrumento que él siempre soñó con tocar... Su segunda novela, Claraboya, de 1953, tiene una historia rocambolesca porque envió el único manuscrito que poseía a la editorial y, como esta ni le contesta ni se lo devuelve, se queda sin la novela. Muchos años después, él ya famoso, lo llamarían del Diario de Noticias –del que él iba a ser director adjunto- para decirle que la editorial había encontrado el original de aquella segunda novela y que estaba dispuesta a publicarla... El elegante Saramago declinó el ofrecimiento a destiempo, pero recuperó el manuscrito.
A mediados de los 50, se muda con su familia a Parede, un pueblo costero cerca de Estoril, desde donde se traslada cada día en autobús a su trabajo, aunque ha comenzado a colaborar como traductor desde el francés para editoriales y revistas. De hecho, será la editorial Estudios Cor la que provocará un cambio radical en su vida, por fin, permitiéndole al menos dedicarse de lleno a las letras, es decir, a ser traductor a tiempo completo. Tiene 43 años cuando firma el primer contrato para un libro suyo, y es lírico, Poemas Posibles.
Los claveles de su país
A finales de los 60, Saramago se afilia al Partido Comunista. Poco después –ya casada su hija- se separa de su mujer y acrecienta sus colaboraciones en periódicos. Se empareja con Isabel Bastos, también traductora y cronista, y empiezan a llamar la atención sus agudas observaciones sobre la realidad, más allá de los grandes titulares. Pero su doble condición de casi periodista y comunista lo lleva a huir a España cuando es más que posible su detención en un país que empieza a levantarse tras vivir bajo el miedo y la opresión. El 24 de abril de 1974 vuelve, después de haber dormido en casa unos amigos en Madrid, dando por hecho que lo peor había pasado. Al día siguiente, serán los militares quienes escriban una de las páginas más hermosas de la democracia europea, con la colaboración de una camarera, cigarrera y florista llamada Celeste Caeiro. “Cargada con su cesto de claveles, se encontró con unas calles vacías del bullicio habitual pero inundadas de tropas que, lejos de parecer amenazantes, le resultaron próximas, hermanas”, escribe Mercedes de Pablos. “A uno de los soldados, seguramente un joven tal como ella lo recordaría, le ofreció sus flores y él, en un gesto que quedó inmortalizado para siempre, o puso en la boca de su fusil. Sus compañeros lo imitaron...”. Saramago aceptará entonces la dirección adjunta del Diario de Noticias, aunque una serie de enfrentamientos ideológicos lo harán dimitir poco después, demostrando una vez más el poco apego que le tenía a un puesto fijo. “El periodismo portugués perdió un extraordinario profesional”, escribe De Pablos. “Para la literatura había nacido uno de los grandes referentes”.
Levantado del suelo
Levantado do chao, su novela iniciática de 1980, supone la metáfora de un pueblo que se yergue y dice basta, y es una historia que le sirve de homenaje y hasta de autorretrato familiar, aunque la alegoría es mayor. Portugal estaba entonces en pleno debate de la reforma agraria, una de las asignaturas pendientes de un país rural, mal distribuida su propiedad y donde hay tierras ricas habitadas por gentes muy pobres. “Esos son, precisamente, los protagonistas de Levantado do chao, ellos son el rostro que escoge Saramago para hablar de aquellos que más hacer Historia la padecen, los que pierden todas las guerras”, escribe De Pablos.
Saramago tenía 58 años y se había convertido, levantado del suelo, en escritor a tiempo completo. Y fue entonces cuando llegó Viaje a Portugal, “algo más que una guía en la que Saramago recorre su país y su historia y su literatura y sus dolores y gozos”, demostrando una vastísima cultura, tejida de lecturas, archivos y contemplaciones. Será el libro que le dé un prestigio más notable entonces y que lo anime a asumir la literatura como una forma definitiva de vida. Era 1981...
Novelista a tiempo completo
Al año siguiente, aparece una de sus novelas más rotundas, Memorial del convento, protagonizada por una de esas mujeres que ha llegado a trascender a su autor, según De Pablos, Blimunda. Luego aparecería El año de la muerte de Ricardo Reis, una novela que se traduciría a 25 idiomas y que supone una guía literaria por la Lisboa que se encuentra el heterónimo al regresar por la muerte de Pessoa, comparable al itinerario por Dublín del protagonista del Ulises de Joyce...
Poco después se produce el encuentro con Pilar del Río, que va a entrevistarlo después de enamorarse de su literatura al comprar Memorial del convento en la sevillana librería Repiso, cerca de la calle Sierpes, por donde a Saramago se le habría de ocurrir la idea de su novela El Evangelio según Jesucristo... El tejido de ideas, casualidades, encuentros y símbolos que le sirven a Saramago para escribir luego La balsa de piedra, Ensayo sobre la ceguera o La caverna, entre otros, está muy bien dispuesto en el librito de De Pablos, pero llama la atención ese espejismo en plena esquina de La Campana. “Es 25 de mayo de 1987. Huele a azahar, seguro, por los naranjos que abundan en las calles sevillanas. Tal vez haya aún cera en el suelo, porque por ahí mismo pasan todas las cofradías de la Semana Santa hispalense...”, describe la periodista sevillana, para contar el espejismo que tuvo Saramago al creer leer en un titular del kiosko que vende periódicos allí: “El evangelio según Jesucristo”. Cuando se acerca, no era solo lo que ponía, pero el novelista tenía ya el título de su libro.
De su vida en Lanzarote, de su amistad con Polanco –el del grupo Prisa-, de la consolidación de la figura de la mujer en sus novelas y de sus perros nos habla De Pablos en este libro del que faltan ejemplares en la calle, y finalmente de todo lo que ocurrió tras el Nobel, ya mucho más conocido por todos. Es significativo que el escritor portugués se enterara en el aeropuerto de Frankfurt, cuando volvía de su Feria del Libro. Fue una azafata quien se acercó a él, muy nerviosa: “¡Le han dado el Nobel!”, le dijo, y él se sintió más solo que nunca. Tal vez por eso, a partir de entonces, se dedicara a comprometerse –más aún- con todas las causas humanas del mundo hasta el punto de que el profesor sevillano Manuel Grosso diría que el Nobel de Literatura Saramago se dedicó a ejercer de Nobel de la Paz.
En la suite del hotel sueco, no solo acogió a su familia, sino a varios escritores portugueses que debían, según él, compartir un premio que más que a un solo hombre premiaba a una lengua. Así de humilde seguía siendo Zezito, que se interesó en sus últimos años por los problemas de la identidad, por su condición de hombre multiplicado y que acabó bajo un olivo preguntando “a los economistas, políticos, moralistas... si han calculado el número de individuos que es necesario condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la infamia, a la ignorancia crapulosa, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta, para producir un rico”.