Ganadería

«Estamos muy cerca del fin de la ganadería en extensivo»

Los pastores andaluces luchan por sobrevivir ante el acoso del mercado y la competencia con la ganadería en intensivo

Julio Mármol julmarand /
15 dic 2020 / 10:02 h - Actualizado: 15 dic 2020 / 10:06 h.
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  •  Alumnos y tutores en la edición pasada de la Escuela de Pastores. / El Correo
    Alumnos y tutores en la edición pasada de la Escuela de Pastores. / El Correo

Isaac Asimov se preguntó si en 2019 los androides soñarían con ovejas eléctricas. En 2019, en efecto, había androides aunque se ignora aun lo que sueñan al pulsarse, en su espalda, el botón correspondiente al apagado. Las ovejas, no obstante, eran como las de toda la vida. De lana.

Los pastores del nuevo milenio continúan saliendo al campo. Los rebaños todavía pueblan los montes. La era de la nanotecnología y el 5G es un turista que, cuando tiene un domingo libre, se va a la sierra, se saca un selfi y regresa esa misma tarde a la ciudad antes de que oscurezca. Los ganaderos 2.0 son los 1.0, sólo que ahora tienen más arrugas y un Smart-phone. La edad media de los pastores andaluces ronda los cincuenta.

Para corregir esto, se fundó en 2010 la Escuela de Pastores. Cada año, unos setenta alumnos ingresan en ella para aprender cómo se maneja el ganado. Durante cuatro meses, el estudiante se enfrentará tanto a lecciones teóricas como a labores prácticas: Se acompañará de un tutor, un pastor veterano, que le enseñará lo que un libro no puede enseñarle.

“Tras el curso, contamos con una incorporación al mercado de trabajo muy alta”, dice Francisco de Asís, coordinador de la Escuela. “En las últimas cinco ediciones, en torno a un 60% o un 90% de los alumnos acabaron incorporándose a la actividad ganadera”. La mayoría de ellos, con su propia ganadería. Sustituyen a sus padres y se hacen cargo de los rebaños. Otros, ajenos, en un principio, a este mundo, principian su propia explotación o se quedan trabajando con el que ha sido su tutor.

Los alumnos que llegan a la Escuela tienen de veinte a treinta años. Generalmente son hombres aunque, dice Francisco, este año el porcentaje de mujeres, en las inscripciones, era muy similar al de los varones. “Habríamos conseguido un 50-50. Es una pena que tuviésemos, por culpa de la COVID, que dejarlo para el curso que viene”. Aunque las explotaciones ganaderas suelen ser propiedad de un varón, la mujer, señala Francisco, “trabaja tanto o más que este. Hay muchas ganaderas en el monte, aunque no estén tan presente, a priori, como ellos”.

Cuando se le pregunta, a Francisco, si la vida del pastor se ha visto alterada por el confinamiento, responde, perplejo, que no. “Todo ha seguido igual. En ese sentido, son unos privilegiados porque, además, trabajan en una oficina de cientos de hectáreas, al raso y rodeados de naturaleza”. Moisés, antiguo alumno de la Escuela, comenta que algunos de sus amigos, durante el confinamiento, se lo reprocharon: “Estoy harto de estar en casa, me decían. Me cambiaría por ti sin pensarlo”. Ellos habían regresado al pueblo. Algunos han estudiado una carrera. Moisés es pastor.

«Estamos muy cerca del fin de la ganadería en extensivo»
Moisés con sus cabras payoyas. / El Correo

Drones y perros

La palabra “pastor” trae consigo multitud de imágenes. Un hombre que descansa, abstraído, bajo un olivo. Los pastores de Garcilaso. Un personaje de égloga. “Mucha gente tiene en su cabeza el perfil bucólico del pastor”, dice Francisco. “Pero la del pastor es una vida muy sacrificada”.

En Rusia, algunos rebaños son visitados por un ave extraña. Cada mañana, un dron echa a volar sobre la estepa, localizando a las ovejas extraviadas. En España, esto ha comenzado a hacerse en los Pirineos y en Madrid. “Yo he estado en algunas demostraciones de este tipo”, dice Francisco. “ En un futuro, todas estas herramientas llegarán y hay que estar abierto a poder utilizarlas para mejorar la calidad de vida de los ganaderos”.

Moisés trabaja en una explotación ganadera en Benaocaz, en la sierra de Grazalema. Está a cargo de más de quinientos animales, entre ovejas, cabras y vacas. “Y todos tienen un nombre”, señala. “Aquí el animal no es sólo un número. Al saber el nombre, sabes de quién es hija, y si su madre fue buena o no. Ese vínculo con la oveja o con la cabra no existe en la ganadería en intensivo”. Cuando sale al campo cada mañana, Moisés conoce dónde puede estar cierta cabra si llueve; o cuál es el refugio de cierta vaca si hace frío. “En el intensivo, abres la nave, enciendes la luz y pones el corral a funcionar. Aquí es distinto. Cualquier día, te puedes encontrar con que a una oveja le ha picado una víbora o que se ha despeñado, y la tienes que curar. Te preocupas por ellas”.

En la Sierra de Grazalema aún no se usan las nuevas tecnologías para geolocalizar a los rebaños. Las explotaciones son pequeñas, con lo que, dice Moisés, “el ganadero tiene controlado a su rebaño”. “Las ovejas están sueltas todo el día. Por la noche, se las encierra, ya que el zorro puede atacar. Y, a la mañana siguiente, las dejas salir”. Aunque apenas hay animales de los que defenderse (“en Asturias”, dice Francisco, “está el lobo, con lo que el trabajo del pastor es distinto en ese aspecto”), todos los ganaderos tienen un perro. “Son muy necesarios porque nos ayudan a manejar el rebaño. Y, además, te hacen compañía”.

Mientras tanto, costumbres como la trashumancia o la transmitancia (una trashumancia más pequeña, y en altura) siguen adelante. Es la vital dicotomía de los campos: La de innovar con drones y la de conservar la trashumancia como en los tiempos de la Mesta. “Una oveja, según un estudio de la Universidad de Jaén”, dice Francisco, “mueve, en primavera, unas quinientas semillas al día”. Los montes españoles se deben, en gran parte, a los ganados que por ellos se mueven. A las generaciones de pastores que llevan siglos atravesando majadas y prados.

Moisés desciende de una estirpe de pastores. Su bisabuelo ya tenía ovejas y cabras “Yo hice primaria y secundaria, pero tenía muy claro que quería ser ganadero”. “La vida del pastor ha cambiado mucho, especialmente de mi abuelo a mi padre, en cuanto a tecnologías, transporte, caminos mejorados, ya que antes se trabajaba con burro y ahora hay coches. Hay luz en muchas explotaciones”. Después, no obstante, añade: “Pero los precios siguen igual”. Los pastores andaluces luchan por sobrevivir ante el acoso del mercado y la competencia con la ganadería en intensivo. Son los lobos de una tierra sin lobos. Son mucho peores.

La luz al final del túnel

Pepe Millán coge el teléfono. De fondo, se escucha el balido de las cabras. “Me pillas ahora mismo entre los chivos”, avisa. Pepe ha sido el tutor de Moisés, que lo define como un “gran pastor. Un gran hombre”. “Pepe ha trabajado casi toda su vida en el campo”. Pepe, en cambio, no está de acuerdo: “Casi toda mi vida no. Toda mi vida”.

“Y eso que estás escribiendo”, pregunta, tras presentarse, “¿servirá de algo?”. “¿Servirá para que la gente sepa por fin lo que es un pastor? Porque nos ven como unos bichos raros”. Moisés, su discípulo, piensa lo mismo: “La imagen del pastor está muy mal vista. Escuchas, día sí, día también, cuando se habla de uno, a alguien que dice: “¿Ese? Pero si ese es un cabrero”. Y no tiene nada que ver”.

La Sierra de Grazalema se extiende por las provincias de Cádiz y Málaga. Cientos de miles de hectáreas en las que viven algunas especies únicas, como el corzo morisco o el pinsapo. “Y sin nosotros, sin los ganaderos, no existiría”, explica Moisés. “El parque está formado por todos los ganaderos que hubo hace ochenta, noventa años, que son los que dijeron yo limpio esta encina así, yo llevo la vaca allí. Ha llegado hasta nosotros porque ellos lo mantuvieron con vida”. “Me da muchísima pena”, dice Pepe, “el que los montes se vayan a perder. El fuego que arrasará la ganadería en extensivo acabará quemando los montes”.

Es un fuego simbólico. O no. Porque es el fuego del hambre, de la precariedad; el fuego del que no llega a fin de mes doce meses al año y trabaja más de diez horas al día. “El pastor no tiene vacaciones”, dice Pepe. “Yo he echado a veces la cuenta, y me salen las horas a un euro o menos”. Tanto Pepe como Moisés y Francisco coinciden en que, para ser ganadero, uno debe amar al campo y a los animales. “Es un trabajo vocacional”, dice Francisco, “no se entiende de otra forma”. Pero la vocación no llena despensas.

“Hay muchos días”, se lamenta Pepe, “en que me digo “yo, aquí, estoy haciendo el indio”, porque no me sale a cuenta. Tengo cientos de animales y no llego a fin de mes”. Pepe recuerda que, cuando era pequeño, una familia podía salir adelante con cuarenta cabras. Ahora se necesitan más de doscientas. “Y no para vivir, sino para sobrevivir. Si no fuese por las ayudas, se perdería todo el dinero. Y, aun así, se pierde”.

El problema central no es otro que el de los precios. “Hace treinta años, vendía chivos a 850 pesetas. Hoy, a cinco euros. Pero, después, vas al supermercado, y te encuentras con que una patita de chivo está a veinte o treinta euros. Y eso te deja sin palabras”. Sacar adelante a una cabra, expone Pepe, supera los cien euros. “Nosotros no podemos competir en cantidad con la ganadería en intensivo”, dice Francisco, “porque lo que ellos producen es inalcanzable para nosotros. Y eso repercute en los precios. Podemos competir en calidad, distinguiendo nuestro producto. Sin embargo, no hay suficientes ayudas para hacerlo. En ocasiones, digo que, cuando se encuentre una solución a este problema, ya no habrá ganaderos”.

Los dos hijos de Pepe no serán pastores. “Con las perspectivas actuales, si yo volviese a nacer y no supiese lo que sé, tampoco lo sería. La Escuela de Pastores está muy bien porque pretende conseguir un relevo generacional, y atraer a nuevos chicos al campo, como Moisés, pero todo esto queda en nada si la cadena está rota”. Los eslabones de esta cadena son los intermediarios, las decenas de manos por las que pasan las cabras de Moisés y de Pepe antes de llegar a nuestras mesas. “Antaño, todo el mundo hacía su queso y en todos los pueblos había un matadero”, empieza Pepe. “Después, los políticos nos obligaron a confiarle nuestros chivos a los intermediarios, para que el queso y la carne los distribuyesen ellos. ¿El resultado? Que ellos no sólo no pierden dinero, sino que ganan cada vez más, mientras que yo, a duras penas, intento mantener el paso. ¿Eso no es robar?”.

Los pastores viven en una época constante de vacas flacas. Si hay leche suficiente, esta se paga a un precio irrisorio. Durante el confinamiento, dice Moisés, los lecheros prohibieron el doble ordeño (por la mañana y por la noche, una práctica muy común) porque el producto no podía comprarse ya por menos. “La leche no la puedes almacenar”, explica Pepe, “así que si vienen y te dicen “te la compro por tanto”, y tú te niegas porque te parece poco, la tienes que tirar. No hay negociación posible. O lo tomas o lo dejas”. Con la carne ocurre igual.

“En Zahara, cuando yo era zagal”, recuerda Pepe, “había un hombre que vivía solo. No tenía mujer ni hijos. Era ganadero. Su rebaño eran diez cabras. Y vivía bien, sin problemas. Eso sería impensable hoy día”.

“Yo estoy viendo acercarse la luz al final del túnel. Estamos ya muy cerca, si no se ponen las pilas los políticos, del fin de la ganadería en extensivo”. Quedará, en su lugar, la de intensivo: Las naves y los galpones inmensos, los animales que viven y mueren bajo la luz del flexo, las vacas enormes y los cerdos a los que se atiborra de medicamentos para aumentar su producción. Habrá generaciones que no entiendan nada en ese adagio en el que se mezclan “churras con merinas” porque ambas razas de oveja se habrán extinguido. Los pastores serán, para entonces, una cosa del pasado.