En Nueva York huele a porro

Es difícil separar la razón de la emoción cuando se visita esta increíble ciudad que acaso sea el reflejo de lo que somos los humanos, ésa es la mayor de sus utilidades viajeras y turísticas. Entre 2007 y hoy Sevilla ha construido un rascacielos. Nueva York, 50

Un fin de año en Times Square en Nueva York. / EFE

Un fin de año en Times Square en Nueva York. / EFE / Ramón Reig

Ramón Reig

En mi libro Dioses y diablos mediáticos (2004), al que me consta que le dedicó en su día bastante atención el hoy presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, figura un apartado donde se reflexiona muy genéricamente sobre Estados Unidos como paradigma de la naturaleza humana y el comportamiento derivado de ella. Sigo pensando lo mismo y como esa naturaleza que tenemos no me convence, tampoco me convence la frase aquella de Felipe González cuando afirmó que prefería sufrir un asalto y morir en la ruidosa Nueva York capitalista antes de que en el tranquilo Moscú comunista. Fue una frase realista y pragmática pero si nos quedamos ahí poco avanzaremos, como en efecto así ha sido.

Lo que se dice avanzar cuesta, pero más cuesta si nos refugiamos resignados en la frase felipista. Además, morir en Nueva York es una horterada y hacerlo en Moscú supone estar rodeado de Historia y en el continente que parió a Nueva York, primero los holandeses quitándosela a los indios de la tribu lenape, luego los ingleses a los holandeses y por último llegaron los padres de la patria yanqui que, como se sabe, tenían sus raíces en Inglaterra. Hasta ahora. Cuando en el siglo XVI los holandeses se hicieron con el enclave se contaban unos 5.000 lenapes. Hacia 1700 quedaban 200, aproximadamente. Eso es la Historia: sangre, sudor y lágrimas..., incluso goce y gazpacho.

Desde marzo de 2021, el cannabis es legal en Nueva York, aunque con una legislación bastante estricta. Cualquier persona mayor de 21 años puede llevar hasta 85 gramos de marihuana o 24 gramos de cannabis concentrado. El caso es que huele demasiado a porro por la ciudad de los rascacielos y rascasuelos, sus contrastes nos llevan desde el lujo hasta las catacumbas pasando por todas las zonas intermedias y casi todas las culturas. Sobre todo, huele en Manhattan. Nada de importancia, serán unos añitos y luego esa droga pasará a mejor vida o a ser consumida por los adictos y desesperados de la vida.

Todo lo prohibido agudiza el sentido explorador del humano, una vez descubierto se va dejando de lado; para terminar con un problema de este tipo lo mejor es hacerle frente, creo que los de Podemos -siempre a la vanguardia de todo lo progre- están pidiendo ya la legalización del hachís. Me parece muy bien, si sus militantes lo consumen nos quitaremos de en medio a unos señores y señoras que han confundido el siglo XXI con 1917.

Ya que estoy con la droga y con Nueva York y en Nueva York está el edificio Dakota en cuya entrada asesinaron a Lennon en este mismo mes de 1980, les recordaré que cuando Lennon fue espiado por el FBI por sus actividades revoltosas -que no revolucionarias, era un excelente músico pero un ingenuo también- el informe del propio FBI llegó a la conclusión de que no había que preocuparse por él, entre otros motivos porque tomaba droga. En efecto, ningún revolucionario que se precie consume opiáceos cuando trabaja por cambiar el mundo, el activismo de Lennon en la cama con Yoko se parece al activismo digital actual que se lleva a término desde el sillón de papá de casa con el celular que el sistema al que combates te ha facilitado.

La droga de Nueva York más extendida se llama impresión, persuasión, admiración, temor, estética, asombro, religión, incluso. No tiene nada de nuevo si se mira todo fríamente, desde la “azotea” del rascacielos Rockefeller que supone llegar a su planta número 70. Lo grande siempre ha sido la imagen del poder, desde Mesopotamia, por lo menos, hasta aquí. Si el poder levanta esos edificios -ayer un zigurat, hoy un rascacielos- qué no podrá hacer conmigo. Sucedió también con la iglesia en España. Cuando no tenía poder erigía ermitas románicas en el monte o en el campo, cuando logró la gloria terrenal lo celebró levantando catedrales.

Proyecta inquietud y admiración la visión del Nueva York pudiente, como todos lo creíamos indestructible de ahí la conmoción del derribo de las Torres Gemelas. Ya tenemos el museo de los horrores de aquel día, si en Europa tuviéramos que levantar museos así, sólo con los resultados de las dos guerras mundiales tendríamos para el museo más grande jamás soñado. Subir a un rascacielos en Nueva York para hacer unas fotos, asombrarse y bajar -y en este tiempo pasar un frío de narices- puede costar 40 euros por persona. Todo el día subiendo y bajando personal: 40+40+40+40... Madre mía, los dueños deben pensar vamos a sacarle pasta a estos bobos y mientras ellos nos tienen por unos genios nosotros nos forramos a costa de que vean un paisaje que te han mostrado chorrocientas mil películas, documentales, reportajes y proyecciones caseras de amigos que han ido a la gran meca del cemento, el cristal y el asfalto más la luz nocturna. La naturaleza humana persigue el poder: mostrar eso a los amigos y conocidos es mostrar poder, marca y conquista aunque sea de la señorita Pepis.

Construyamos una ciudad que los que vengan detrás nos tengan por locos, debieron pensar los especuladores de Manhattan. Como hay poco espacio, hacia arriba y hacia abajo. Y calles estrechas donde no entre el sol. Era obvio que el negocio iba a llevar al colapso de los espacios. A la gente que vive allí hay que sumar el millón quinientas mil personas que acuden diariamente a trabajar en Manhattan. Si añadimos los medios de desplazamiento, el follón está servido, el estrés también, allí que ves a la hora de comer -sobre las 12 o 12,30- a montones de seres que salen un momento de su galera, compran comida para llevarse y regresan a producir. Hay, para abreviar, tres Nueva York: uno va a ras de suelo, otro subterráneo y otro por las nubes de los corpulentos edificios.

Luego está el Nueva York más pobretón y hasta miserable. Hay tours turísticos por ellos, pero no se profundiza, se pasa como de soslayo. Te metes en el metro y ves a sus oscuros habitantes con recelo, a veces entran algunos y piensas si van a ir a por ti. Cosas de burguesito aunque de todo puede pasar en Nueva York y en otras muchas ciudades. El ser humano precisa sobrevivir y para lograrlo debe actuar como nuestra ética -la que hemos inventado los que no tenemos problemas de estómagos vacíos ni almas en pena- establece y aplicamos a todos los que no son, no han querido o no han podido ser como nosotros, el ser humano es una especie animal que vive de sueños, que vive en la mentira, en una Disneylandia como Nueva York o similar, mirada la ciudad sin dejar que actúe el corazón o procurando apartarlo lo más posible. He ahí el motivo por el que aparece ese olor a porro desde su suelo y desde su cielo, el olor que, por ahora, simboliza el fracaso y la decadencia de una especie que empieza a sobrevivir y no sabe como vivir y menos cómo existir, sin disponer de lucecitas que lo ayuden a dormir tranquilo por la noche.

Mientras Sevilla, desde 2007 -primera piedra de Torre Sevilla- hasta ahora ha montado un rascacielos de 182 metros de alto, Nueva York ha alzado desde 2007 hasta esta Navidad de 2023 aproximadamente 50 con una peculiaridad: el más bajo supera los 300 metros. No sé si aplaudir o lamentar, pero no me siento a gusto entre esa grandeza que tanto atrae a millones de personas al año, todas llegamos convenientemente adoctrinadas por la ideología de la opulencia, la que puede que te alimente el cuerpo y te destruya el alma.

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