Un sevillano en la Moncloa, 35 años después

El 2 de diciembre de 1982 una mayoría arrolladora de señorías acababa de dar la presidencia del gobierno a un abogado laboralista de 40 años, Felipe González.

02 dic 2017 / 09:14 h - Actualizado: 02 dic 2017 / 09:14 h.
"Partidos Políticos","PSOE","Alfonso Guerra","Felipe González"
  • González toma posesión ante Juan Carlos I. / El Correo
    González toma posesión ante Juan Carlos I. / El Correo
  • González y Calvo-Sotelo, en el Congreso de los Diputados tras el debate de investidura del 82 / El Correo
    González y Calvo-Sotelo, en el Congreso de los Diputados tras el debate de investidura del 82 / El Correo
  • González celebra la victoria desde el balcón del Hotel Palace. / El Correo
    González celebra la victoria desde el balcón del Hotel Palace. / El Correo

El señor presidente manifiesta a continuación que, habiendo alcanzado la mayoría absoluta de los miembros de la Cámara, el candidato propuesto por Su Majestad el Rey, don Felipe González Márquez, queda investido de la confianza del Congreso de los Diputados para formar Gobierno. De este acuerdo parlamentario se dará cuenta inmediata a Su Majestad el Rey.

Se levanta la sesión.

Eran las doce y cinco minutos de la noche del 2 de diciembre de 1982 cuando millones de españoles seguían pegados a la tele y la radio. En el Congreso de los Diputados, una mayoría arrolladora de señorías acababa de dar la presidencia del gobierno a un abogado laboralista de 40 años, que aunque peinara alguna cana, despertaba grandes simpatías por un rictus jovial y desenfadado. Un tipo cercano y llano, aunque cautivadoramente rompedor. De Ayamonte a Reus y de Carboneras al Finisterre, a pocos les resultaba desconocida, ya por entonces, la cara del sevillano Felipe, deudor, en la medianoche de ese jueves, de un aplauso tan radiante en las Cortes que incluso atravesó las fronteras del UHF.

Horas después, este primer jueves de diciembre del 82 amanecía con frío. Cinco grados y cielo plomizo en una Sevilla que se despereza entre noticias trascendentales: el mismo día que un lugareño se inviste como presidente del primer Gobierno netamente socialista de la historia de España, la ciudad hispalense recibe la propuesta oficial de la BIE (Oficina Internacional de Exposiciones) para ser sede de la Expo 92, eso sí, de la mano de Chicago, un extremo que luego mutó para dejar a Sevilla cómo única exponente del 500 Aniversario del Descubrimiento. Felipe, sin embargo, no estaría solo en su tarea de conseguir que a España no la conozca «ni la madre que la parió». Otro oriundo hispalense, a la sazón pronunciador de uno de los exabruptos políticos más recordados de nuestra democracia, será vicepresidente de tan renovador Gobierno socialista: el compañero Alfonso. O el Guerra, según le dicen, Despeñaperros arriba.

En un país ávido de transgresores que rompieran con una Transición democrática aún preñada, inexcusablemente, de vicios franquistas, fueron dos sevillanos, Felipe y Alfonso, los que lideraron el auténtico Gobierno del cambio, palabra esta última que se había identificado como gran lema de una campaña electoral en la que el PSOE logró, con el apoyo masivo de la nueva generación democrática, catalizar el descontento ciudadano de la I legislatura (la segunda en el conteo, tras la constituyente) que tras la dimisión de Suárez y zarandeada por el 23F, finalizó con Calvo-Sotelo al frente del Ejecutivo.

Las elecciones generales del 82 se celebraron otro jueves, el del 28 de octubre. La crisis interna de la UCD, desacreditado entre la población, provocó el adelanto de los comicios, que habrían de celebrarse en la primavera del 83. España era ya un país distinto al que abrazó la democracia en el 75 y al que confirmó con la Constitución del 78. La sociedad ochentera había confirmado el ascenso a su primera línea a muchos de los ya nacidos en plena dictadura, desconocedores de la Guerra Civil y sus consecuentes estertores. A su vez, y tras siete años como principal partido de la oposición, tras el sorpasso de la época al PCE, los socialistas maduraron un perfil socialdemócrata, el estilo de los gobiernos que movían la Europa del momento: la Alemania de Brandt, Schmidt y Kohl; la Italia de Pertini y la Francia de Mitterrand, aunque este último apenas llevaba año y medio en el Gobierno aquel diciembre del 82. La realidad es que el PSOE había cultivado un aroma de renovación y frescura que cautivaba al nuevo elector al tiempo que mantenía feudos de izquierda republicana en no pocos reductos de esa España roja tantas décadas silenciada.

Tras dos buenos resultados en el 77 y el 79 como segunda fuerza política (118 y 121 escaños, respectivamente), el PSOE rompió el molde electoral: 202 diputados, más de diez millones de votos y el 48 por ciento de los sufragios. Cuarenta de las cincuenta circunscripciones electorales tuvieron a los socialistas como fuerza más votada. Fueron además, una auténtica fiesta democrática, con una participación del 80 por ciento y total ausencia de altercados.

Tras el PSOE, emergió con fuerza Alianza Popular, una alternativa a la derecha de UCD –ya en descomposición– liderada por uno de los últimos ministros de Franco, Manuel Fraga. AP logró 107 diputados y más de cinco millones de votos, y aunque medió un abismo en cuanto a resultados con los socialistas, inauguraron su papel de alternativa en un bipartidismo que se confirmaba tras el fiasco de UCD, las previsiones no cumplidas del nuevo partido de Suárez (CDS) y el inicio del fin del PCE, asediado por un concepto primitivo del mismo voto útil que luego impidió el desarrollo de Izquierda Unida.

El transcurso que separó al día de votación con la sesión de investidura en el Congreso y posteriormente la toma de posesión ante el Rey discurrió con total colaboracionismo centrista, en un relevo sosegado y maduro que evidenciaba también las ansias de un país donde el estadismo democrático ganaba peso entre la clase política y social.

Habían pasado 34 días desde los comicios, los terceros desde la restauración democrática. La tarde del 1 de diciembre arrancó el debate de investidura. Tras siete horas de discurso de González e interpelaciones del resto de grupos, en las que, por ejemplo, Fraga criticó con dureza «la utopía socialista» ante las «soluciones» a los problemas del país, a la sazón, crisis, terrorismo, relaciones con el exterior y la siempre presente cuestión territorial.

«El pueblo ha votado el cambio y nuestra obligación es realizarlo; un cambio hacia delante, sintonizando con el futuro, hacia una España que progrese en paz y libertad», pronunció, casi saboreando sus propias palabras, un exultante González. La votación, celebrada bien entrada esa noche de diciembre, inauguró también el concepto de rodillo parlamentario: 207 de los 350 diputados votaron sí al candidato mandatado por Juan Carlos I. Se dio la curiosa circunstancia que el presidente de la cámara, el socialista Gregorio Peces Barba, declinó su derecho a participar en la votación, adquirido al ser elegido como diputado, en un gesto de neutralidad que ha pasado por ser la primera y única vez en la historia que un diputado presente no vota a favor del candidato de su partido.

A las diez y dos minutos de la mañana del día 2, González prometió su cargo ante el Rey. Y al rato, se instaló en la Moncloa, morada que ocupó hasta el 4 de mayo del 96, en el periodo más largo de un presidente del Gobierno español en la historia de la democracia. Década y media en la que el PSOE de estos dos sevillanos, González y Guerra –aunque desde 1991 Alfonso se separa del puente de mando por severas discrepancias con Felipe–, proyectó cambios sustanciales de un país sediento de reformas.

Hitos que hoy, 35 años después, se pueden considerar como logros fundamentales. Empezando por la consolidación del Estado del Bienestar, en base al desarrollo de la sanidad y la educación públicas. Las pensiones, pactos de Estado incluidos, siguen siendo objeto de jactancia socialista, no sin razón. Aún más, en las circunstancias actuales, donde muchas prestaciones de jubilación de abuelos han mantenido a familias azotadas por la crisis del nuevo milenio. El desarrollo económico llegó también en esa época, en una España que apuntaló a su clase media a impulsos de socialdemocracia, al calor de la entrada en la OTAN y la Unión Europea, y que además, irrumpió de lleno en el escenario internacional con un salto con doble tirabuzón mortal hacia atrás, ejecutado de forma impecable, en forma de organización de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la ya citada Expo hispalense, ambos en el 92. La alta velocidad y otras infraestructuras en comunicación y transporte, también aparecen en el legado felipista, que sin embargo, ocuparía varias páginas más de narrarlo al completo.

Sevilla fue la punta de lanza de un PSOE que se desenvolvía vivaz y risueño, rompedor de postulados superados. Un partido atractivo en contenido y con un continente personificado en un González que atraía masas, con un poder de magnetismo hasta ahora no superado en 42 años de democracia. Una esencia tan intensa que acabó fagocitando al propio González, incapaz, en las postrimerías del siglo y de su liderazgo, de evocar el espíritu crítico y reformista, aún entonces necesario.

Los socialistas, por su parte, siguen teniendo a la provincia hispalense como faro y guía, ya no en los designios de Ferraz, hecho que Díaz no consiguió tras fracasar en las primarias, pero sí como provincia que es bastión y joya de la corona: el único territorio nacional donde el histórico partido de la rosa siempre ha ganado en unas generales. Puede decirse que el sevillano Felipe, 35 años después, sigue teniendo mucho que ver.