La Peste, la serie ideada por Alberto Rodríguez y Rafael Cobos ha devuelto a la actualidad uno de los pasajes de la Historia más tristes para la ciudad de Sevilla pero que nos puede servir de hilo para conocer mejor su Historia y su enigma histórico.

La peste, la plaga que redujo Sevilla a una ciudad fantasma

Para los médicos de la época era todo un misterio, un mal divino, una maldición a los pecados de una ciudad pecadora, aunque la realidad era más mundana que divina... Uno de los mayores azotes que sufrió Andalucía a nivel de epidemias fue, sin dudas, la de la peste en 1649 en la ciudad de Sevilla; el puerto, el origen de la riqueza que entraba en la ciudad también se convirtió en, casi, su sentencia de muerte.

Sevilla tenía en la época unos 130.000 habitantes de los que murieron 60.000, víctimas que eran llevadas extramuros de la ciudad para ser quemadas entre el miedo, la inquietud y la desesperación de sus habitantes que sabían que la muerte rondaba a la vieja Híspalis.

No fue el siglo XVII fácil para muchas localidades de España que vieron como la misma plaga les afectaba, antes que la ciudad de Sevilla fue Valencia en junio de 1647, de allí, de su puerto y por los enlaces entre ciudades, pasó a Murcia, Aragón y Andalucía. Así a través de los puertos, vía África y América, llegaban barcos con ratas que portaban la pulga transmisora de la peste, a todo ello se unía el tremendo impacto que tuvo en la población la mala cosecha debido a las intensas lluvias de aquel año que provocó una carestía de alimentos, carestía que derivó en una subida de los mismos y en la hambruna de sus habitantes al no tener dinero con el que comprar estos bienes tan necesarios. Lo uno llevó a lo otro: ratas, mala alimentación... La peste llegó a Sevilla. Tras las inundaciones en la ciudad muchas fueron las personas que comenzaron a caer con náuseas, vahídos y lucir las famosas bubas de la peste.

Ortiz de Zúñiga, histórico cronista de Sevilla, dio cuenta de todo ello en sus escritos, de aquella terrible epidemia que asoló a Sevilla. Memorias de Sevilla de Morales Padrón es un buen ejemplo de cómo se vivió aquella terrible plaga y la impotencia antes las muertes masivas a diario.

Además la mala salubridad de la época hacía que los cuerpos se hacinaran en las calles originando la propagación de la enfermedad, sobre todo en los barrios más necesitados y pobres de Sevilla que acudían a hospitales como el de La Sangre o Las Cinco Llagas (es el mismo edificio) para pedir cama o atención sanitaria en una ciudad desbordada por la muerte.

Se prohibió el robo de la ropa de los difuntos (entre otras medidas), y se procedía a su quema, ya que las pulgas se quedaban en la ropa, en el tejido, y cuando alguien empleaba la misma era picado por la pulga y transmitida la enfermedad por lo que comenzaba el ciclo nuevamente.

La ciudad dispuso quemaderos y carneros en El Baratillo (zona del Arenal), San Jacinto, Macarena, Puerta Osario o el Prado de San Sebastián ante la masiva mortandad de la epidemia. Las cifras se estimaron en 60.000 víctimas pero podrían alcanzar las 175.000 contando otras poblaciones y visitantes de la ciudad.

Ante la magnitud de la catástrofe se decretó desde Madrid la prohibición de la entrada en la capital de personas que llegaran desde la ciudad hispalense. El 20 de julio se cerró el hospital de Triana, murieron más de 12.000 personas pues lo hicieron con los enfermos dentro... No había salvación para ellos. La cota máxima se obtiene en la octava del Corpus con más de 4.000 defunciones.

La peste se llevó a muchos sevillanos y personajes ilustres, uno de ellos el insigne escultor Juan Martínez Montañés el 18 de junio de 1649. Comenzó a remitir en el mes de julio pero Sevilla quedó reducida a casi una ciudad fantasma.

El brote se dio oficialmente por extinguido hacia el último tercio de 1649 y siempre con el temor de un rebrote. Pero las consecuencias fueron devastadoras. El calor que en la ciudad hacía dibujaba un panorama desolador en el que Sevilla quedó casi despoblada, con una gran cantidad de viviendas deshabitadas y con falta de personas para, incluso, trabajar. Se realizó una tarea amplia de desinfección en la ciudad tales como picar las paredes de las casas o limpiar con vinagre, quemar la ropa de los muertos o aquella que pudieran tenerse dudas de contener la pulga u otras pertenecías que propiciaran el contagio.

En Memorias de Sevilla se deja escrito: «Vi en este tiempo de la peste gran cantidad de alhajas de mucha consideración, que no había calle donde no las hubiese», hasta las joyas se abandonaron por temor a ser foco de contagio de la peste, una peste que originó que Sevilla tardara en recuperarse casi un siglo y perdiendo parte del pese específico que tuvo en la época.

Otras plagas mortales de Sevilla

Pero Sevilla ha vivido otras plagas letales que habría que recordar y que serían, a la postre igual de nocivas –en proporción a la mortandad y a la población– que aquella del siglo XVII.

Si buscamos en la Historia el rastro de las otras epidemias mortales que asolaron Sevilla nos encontraremos que en un lejano año de 1302 se produjo en la ciudad una especie pestilencia –que no era peste pero sí tenía síntomas parecidos– que terminó con un 25 por ciento de la población de la ciudad. Aquella enfermedad ya puso en alerta a la vieja Híspalis sobre los terrores que podían provocar estos enemigos invisibles en forma de virus y bacterias.

Aunque sería en 1349 y 1350 cuando se produjo una plaga de peste en Sevilla que causó estragos en la población. Así el cronista árabe Ibn Khatib decía que la ciudad era víctima de la epidemia desde 1348 siendo un invierno particularmente crudo donde el sucesor de Alfonso XI, Pedro I, casi muere víctima de la misma. En Sevilla se daban las condiciones idóneas para la propagación de la enfermedad como eran las benignas condiciones climatológicas para hacer el caldo de cultivo ideal para que el bacilo de la peste se desarrollara.

En 1362 se atraviesa otro de esos momentos delicados en los que la virulencia de la enfermedad se vuelve a cobrar miles de víctimas. En la obra La peste en Sevilla se decía: «Sembrando el pánico por donde quiera que pasaba y causando otra vez un elevadísimo número de víctimas». Un año después Juan de Aviñón escribía sobre ello en Sevillana Medicina donde escribía que «fue gran mortandad de landres en las ingles y en los sobacos».

Igualmente Diego Ortiz de Zúñiga en Anales de Sevilla, se refiere a la enfermedad que afectaba a Pedro I: «Terrible para Andalucía el año 1363 porque la molestó peste, que las escrituras llaman la segunda mortandad, contando por primera la del año 1350». Fue de tales proporciones que la epidemia de peste en la Florencia de 1348, de la que Bocaccio hablara en el Decameron, se llegó a comparar con la de Sevilla y se cómo la ciudad se sumió en un caos de desgobierno y seguridad.

Pero la enfermedad no era una desconocida, desde hacía décadas entraba a través de los puertos y de ahí se propagaba por arrabales y barrios bajos de las ciudades donde la falta de salubridad, el hambre y la miseria se cebaban con saña con sus habitantes.

El brote de 1383

En 1383 muchos sevillanos acabaron en las llamas o en los espacios habilitados para quemar o enterrar a los cadáveres ante una nueva y devastadora plaga. «Trabajosísimo fue para Sevilla el año 1383 porque en él padeció y todas sus comarcas peste cruel, que los papeles antiguos llaman la tercera mortandad, habiendo precedido inundaciones y hambre, ordinaria causa de contagiosos efectos», volvía a escribir Juan de Aviñón sobre la misma.

Entre 1399 y 1401 nuevamente la enfermedad asola a Sevilla y el cronista Ortiz de Zúñiga relataba: «fatal fue a Sevilla el año 1400 afligida de rigurosa peste que minoró mucho su vecindad (...). Afligió este año y el siguiente a Sevilla sobre prolijas lluvias, esterilidad, ocasión de hambre y peste», cabe destacar que en esta plaga moriría el arzobispo don Gonzalo de Mena y que sería el punto de inflexión perfecto para la construcción de la Catedral de Sevilla que marcaría los designios religiosos de Sevilla, así como comerciales, para la posteridad.

El siglo XV avanzaba y parecía que, en los primeros años, la enfermedad, no atacaba a Sevilla como en el siglo pasado, todo era una ilusión quimérica pues entre 1413 y 1414 se produce una nueva plaga tal y como cuenta Alvar García de Santa María en Crónica de Juan II de un nuevo brote de peste en 1413-1414.

No fue particularmente virulento el siglo XV con Sevilla que se salvó de estas epidemias tan catastróficas siendo los años 1481, 1485 y 1488 los señalados para que se repitiera un proceso mortal al que la ciudad se parecía ir acostumbrando.

Las plagas del siglo XVI

El siglo XVI fue de bonanza económica para la ciudad, el comercio de las Indias hacía que fuera un próspero puerto y así se contabilizan cinco plagas o los cinco azotes del mal de landres, siendo los años señalados en rojo los de 1507, 1524, 1568, 1582 y 1599, si bien es cierto que la epidemia de 1582 –en una revisión médica- podría atribuirse más al tifus que a la peste.

No obstante la crisis de 1507 fue una tragedia para la ciudad, don Andrés Bernáldez, sacerdote de la localidad sevillana de Los Palacios contaba: «En los más de los pueblos, de las ciudades y villas murieron medio a medio. Y murieron tantos que en muchos lugares murieron más que quedaron, y en Sevilla fue fama que murieron más de treinta mil personas, y en Carmona más de nueve mil, y en Utrera más de siete mil (....) y en muchos lugares del Aljarafe murieron más de dos veces que quedaron».

1568 sería otra fecha funesta donde se dio un lazareto en un gran corral del arrabal de San Bernardo pero ni confinando a los enfermos se lograba detener la epidemia que obligó a disponer de otro lazareto en el Hospital de la Sangre o también llamado de las Cinco Llagas hoy Parlamento de Andalucía.

La ‘Peste Atlántica’

La temible Peste Atlántica cerraría, tristemente, el siglo XVI en el año 1599 hasta 1601 teniendo un anormal recorrido norte-sur. Las condiciones en las que se dio la plaga y el mal gobierno de la ciudad sumido en la desorganización y en la falta de recursos económicos hizo que apenas se pudieran crear defensas contra el mal negro.

Había una falta de recursos sanitarios total, los hospitales no daban más de sí y no se podían atender a los enfermos que caían por centenares, además se prefería su atención extramuros para que no afectara de forma tan abrupta a la ciudad creándose lazaretos junto al hospital de la Sangre y Huerta de la Rey en la zona del Prado de San Sebastián y San Bernardo.

¿Qué provocaba la peste?

Pero... ¿cuál era su misterio?¿Qué la provocaba? Como ya he indicado las ratas eran las portadoras de las pulgas que debían servir de agente transmisor, tenían consigo al bacilo y los insectos se infectaban con ella, al morir el huésped –la rata– la pulga pasaba a otro animal o a un ser humano y al picar a este contagiaban la enfermedad, una enfermedad que tiene su propio nombre: Yersina pestis.

Yersina pestis es la enfermedad que podemos encontrar en los roedores y que la pulga de la rata (Xenopsylla cheopis), así la pulga al tomar la sangre de la rata se infecta con la Yersina pestis que tienen su multiplicación en el intestino del insecto y se transmite de pulga en pulga por la picadura, así en un barco en el que una rata de su población tuviera el bacilo al concluir un viaje se daba que todas las ratas estuvieran infectadas con el problema evidente del contagio a humanos.

La peste, la enfermedad, no hacía distingos de hombres, mujeres, ricos, pobres... Todos eran susceptibles de morir víctimas del contagio, así en grandes ciudades portuarias la población de ratas era elevadísima y las posibilidades del contagio de roedor a humano igualmente altas con unas tasas de mortandad igualmente altas.

El estereotipo de la muerte negra o el mal negro era sencillo: se detectaba en primavera los primeros casos de personas con la letal enfermedad; el calor y la humedad de Sevilla hacía que se propagara lentamente y con las primeras aguas de otoño y el frío comenzaba a remitir dejando una aspecto desolador en las calles: casas marcadas con la señal de la peste y miles de cadáveres en las calles.

Igualmente nulas eran las máscaras de los doctores de la muerte o de la peste en cuyo interior se colocaban plantas aromáticas para no respirar «el mismo aire del enfermo» sin entender que las causas de la plaga eran otras bien diferentes. Prohibir salir de Sevilla a sus vecinos –cosa harto difícil dada la facilidad para saltar la muralla o para sobornar a los guardias–, el fuego, la quema de cadáveres, de la ropa o el fumigar con azufre parecían ser las únicas armas útiles para luchar contra la peste, la personificación de la muerte en una enfermedad que esquilmó a Sevilla y a su brillo indiscutible en la Historia de España.