Reconozco mi particular devoción a nuestra santa más cercana y humilde, me suelo perder en los bancos de su capillita mientras observo la mesa de altar que es su ataúd de cristal mientras la contemplo a ella, a María de los Ángeles Guerrero González.
Ese es el nombre de una de esas sevillanas eternas que nuestra ciudad jamás debería de borrar de su frágil memoria. Joven sevillana nacida un 30 de Enero de 1848 a la que su fe inquebrantable la haría seguir un camino de amor a Dios y servicio a los hombres.
Bajo ese nombre encontramos a Santa Ángela de la Cruz, que junto con las monjas de la orden de la que fue fundadora (las Hermanas de la Cruz o de los Pobres) realizó y siguen realizando sus hermanas, una labor piadosa con aquellos más necesitados y enfermos, de una ciudad en deuda con su santa.
Su lugar de nacimiento lo hallaremos en la Plaza de Santa Lucía, en el número 5. Sus padres eran, hasta la exclaustración de los religiosos en 1836, los cocineros del Convento de los Padres Teatinos de Sevilla. De la unión de ambos, de José Guerrero y Josefa González, nacerían catorce criaturas, entre ellas nuestra protagonista: María de los Ángeles.
Ocho de sus hermanos fallecieron con prontitud, eran otras épocas y las enfermedades se cebaban con los jóvenes. Ángela necesita trabajar para ayudar a su familia y lo hace desde los doce años, cuando apenas ha tenido ocasión de asistir a la escuela, en el taller de calzado de doña Antonia Maldonado, en la calle del Huevo, trabajó durante algún tiempo como zapatera. Dña. Antonia estaba encantada con ella y exhortaba a las demás a que la imitaran. Hacía rezar el rosario y rendían más que antes.
Fue a los 16 años cuando el Padre Torres Padilla, muy amigo de la familia donde trabajaba como zapatera, se convierte en su gran apoyo espiritual. Tres años después intenta su ingreso, como lega, en el convento de las Carmelitas Descalzas del barrio de Santa Cruz de Sevilla, pero no es admitida por temor a que no pudiera soportar los duros menesteres del convento, por su cuerpo menudo y débil. Su afán de ayuda y servicio hacen que a los 23 años ingrese en la orden de las Hijas de la Caridad.
Llegó a vestir el hábito, pero la mala fortuna hace que enferme y tenga que abandonar la orden. María de los Ángeles no cede en su empeño y un 17 de Enero de 1875, junto a Josefa de la Peña, una terciaria franciscana, que ha decidido dar el paso que su contacto con los pobres le está pidiendo; Juana María Castro y Juana Magadán, dos jóvenes pobres, sencillas y buenas, forman la “Compañía de la Cruz”.
La primera de ellas gozaba de una mejor situación económica que sus jóvenes acompañantes de proyecto y gracias a un capital ahorrado, alquilan su «convento»: un cuartito con derecho a cocina en la casa número 13 de la calle San Luis y desde allí, organizan su servicio de asistencia a los más necesitados, a lo largo del día y de la noche.
La necesidad de espacio hace que se trasladen a la calle Hombre de Piedra, al número 8. Estrenan hábito y sus compañeras comienzan a llamarle «Madre», cuando aún no se ha borrado de su rostro la primavera de la niñez. La epidemia de viruela de 1876, hace que su trabajo piadoso se multiplique y la ciudad incline la cabeza en gesto de admiración hacia las jóvenes, este acontecimiento no pasaría desapercibido.
Las autoridades sevillanas comienzan a fijar su atención en aquellas parejas de religiosas de las “Hermanas de la Cruz” que acuden a cuidar y ayudar a los enfermos. Ese mismo año el Cardenal y Obispo de la diócesis de Sevilla, Marcelo Spínola y Maestre (Beatificado por Juan Pablo II en Roma el 29 de marzo de 1987.) las admite y bendice.
A partir de ahí las “Hermanas de la Cruz” se extienden y hacen de su trabajo una leyenda de humildad, amparada y siempre guiada por la firme mano de Sor Ángela de la Cruz, nuestra joven María de los Ángeles.
En 1894 el Papa León XIII les concede el decreto inicial para la aprobación de la compañía, tras entrevistarse con Sor Ángela. El documento sería firmando por el Papa Pío X en 1904.
Tras una vida de sacrificio y entrega a los demás, Sor Ángela fallece el 2 de marzo de 1932. A las tres menos veinte de la madrugada alzó el busto, levantó los brazos hacia el cielo, abrió los ojos, esbozó una dulce sonrisa, suspiró tres veces y se apagó para siempre.
El día 28 de julio del anterior año había perdido el habla. Sus últimas palabras habían sido: «No ser, no querer ser; pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera...» Sevilla entera lloró la muerte de aquella santa, toda bondad, que dio tanto, sin recibir nada de una ciudad que le guardaría eterno recuerdo.
El Ayuntamiento republicano de Sevilla, celebra sesión extraordinaria para dar carácter oficial a los elogios dé Sor Ángela. El alcalde José González Fernández de Labandera, pone a votación que se cambie el nombre de la vieja calle Alcázares, paradójicamente, cuna de espiritistas, por Sor Ángela de la Cruz. El mismo gobierno republicano de la época, le concedió la gracia de ser sepultada en la cripta de la Casa Madre en Sevilla.
Milagros de Santa Ángela
El 5 de noviembre de 1982 el Papa Juan Pablo II la beatifica con motivo de su visita a Sevilla en un acto multitudinario en la ubicación del “Real de la Feria” cerca de Tablada.
Un joven se recuperó milagrosamente de una embolia en la arteria central de la retina del ojo derecho, la devoción de la familia por Sor Ángela y su fe en ella era inquebrantable y aquel milagro, a decir de sus protagonistas, se debió a la propia Sor Ángela, así, en justicia, un 20 de diciembre de 2002 la Iglesia reconoció oficialmente su santidad siendo elevada a los altares y canonizada oficialmente el 4 de Mayo de 2003 por Juan Pablo II.
Tres días después, el 7 de mayo, Sevilla rendía honores a su Santa llevando su cuerpo incorrupto desde la Casa Madre a la Santa Iglesia Catedral. Los sevillanos se echaron a la calle a ver y acompañar a la Santa que tanto dio a nuestra ciudad y a los suyos.
El Ayuntamiento de Sevilla ha cambiado el rótulo de la calle que lleva su nombre, por el de Santa Ángela de la Cruz.
Su cuerpo puede verse en la Casa Madre, en la calle Santa Ángela de la Cruz, en un féretro de cristal yaciendo tranquila como si de un sueño dulce y eterno se tratara, tras velar por todos los hijos de su ciudad, de Sevilla.
De su vida y su obra hay frases que jamás deberíamos olvidar, tales como: “Hacerse pobre con los pobres” o «La primera pobre, yo.» Expresiones que nos da una idea de la grandeza y humildad de esta Santa, que desde el cielo nos cuida y vela por todos nosotros.