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1992, qué le voy a contar

En el mes inaugural, la gente aullaba porque los pases de temporada eran carísimos, pero los compraba a miles

el 06 may 2012 / 19:13 h.

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Expo 92, qué baile. Alemania se unió, Checoslovaquia se separó, Rusia se desmembró en plan glasnot. EEUU nos hizo temblar con una tercera guerra mundial arrasando un paisito (Irak) para garantizarse petróleo. Polonia trajo a Walesa; Mónaco, a Carolina y a Alberto -noche de farra en el Catedral que le pillé en mi deambular noctívago-, y mi anterior novia trabajando en el pabellón de Japón por su cara nipona, de la que nunca me di cuenta hasta verla con el uniforme de azafata del sol naciente. Todo esos impactos tuvieron reflejo en el recinto de la Cartuja.

Pero algunas cosas no han cambiado 20 años después. Gary Bedell no hizo gran cosa como comisario adjunto de Canadá, pero ahora resulta personaje adorado por la infalible vía de guiri-convertido-en-capillita; Olivencia pasea aún el aura de víctima de la que se imbuyó tras ser cesado por su gestión. Pellón murió en el olvido y, sarcasmo, Rojas Marcos sigue diciendo a la prensa de Madrid que él fue clave en todo-todo (lo bueno). Justo refrescando datos en la hemeroteca me embiste a la primera el califa-alcalde: "Sevilla es mucha Sevilla para tan poca Expo" (sic). Uf, decido prescindir de la hemeroteca, plagada de frases, si ya entonces bobunas, hoy memas.

Voy a fiarme de la memoria y de algunas libretas de notas que guardo. Soy un sentimental.
En esta semana elegida al azar entrevisté a Gina Lollobrigida; eso sí, con cierta aprensión, su cara me resultaba inquietante por asimétrica. También a un chico negro del pabellón de Suráfrica, que no dijo ni mú sobre el apartheid por más que le insistía; ni siquiera logré que dejara de sonreír, el muy pringao. Me topé con Rojas Marcos en la inauguración de la ridícula réplica del Atomium que nos regaló Bruselas (por ahí sigue), y ni me miró; hace bien, peste de gacetilleros. Un jardinero de mi pueblo me cuenta que enchufan las mangueras a cierta hora nocturna para sacar de entre el follaje a las parejas arrebatadas, pero el periódico no me dejó publicarlo.

Me pido cubrir la presentación del Directorio Industrial de Andalucía (tomo digno de repasarse hoy) con tal de que no me envíen al paseo de carruajes organizado de la plaza de toros a la Expo. Negativo. Pregunto en el desfile a Manuel Prado y Colón de Carvajal, y me enfurece tanto -yo, casi corriendo; él, ufano y postinero sentado en el carro- que luego me alegraría su caída al abismo, confieso.

Los carruajes devienen de que la Feria fue simultánea a la Expo, una pesadilla. Todos los periodistas hicimos vulgares juegos de palabras, predecibles reportajes, o graciosillos y castizos sarcasmos en plan comparativo. Y eso que entonces se contaban muchos menos periodistas castizos y cañís que ahora, en esto también hemos empeorado.

A la par existían menos medios. Vamos, ni contábamos con la web expo92.com ¡ni con los móviles! La muestra universal informaba en su Dossier Gran Lujo de que la tecnología en las comunicaciones era total, absoluta, épica: burofax, cientos de cabinas, una oficina para videoconferencias, ¡y fibra óptica!

Los Temas de Obsesión Periodística (los periodistas necesitamos temas bien definidos para esquivar la complejidad de la realidad, muchísimo más fatigante) se ceñían en ese mes inaugural a tres: rematar las obras del recinto; la bajada del precio de los hoteles; y la carestía del abono Expo. Los dos primeros ocurrieron, pero este último mutó. A la vez que la gente aullaba porque resultaban carísimos, los compraban sin pausa a cientos de miles; de forma abracadabrante, la Obsesión 3 trocó en todo lo contrario: desgarro sin fin cuando dejaron de vender los carísimos abonos.

Al día siguiente de los carruajes me toca el día internacional del BBV (aún sin la ‘a'), que sortea una libreta con 2 millones de pesetas entre todo quisque. Luego entrevisté a una de las mulatas-azafatas de Brasil quien, para qué negarlo, ni caso me hizo al margen de lo estrictamente profesional. Cubrí un episodio más del asunto de la cocaína, la que deseaban traer en formato infusión los amigos de Bolivia con el apoyo de todo el gremio gacetillero, menos una compañera de Abc. Me lo revela en La Toque d'Europe, sede de cenas estratosféricamente caras que zampaba gratis sin mucho paladeo, mientras a los postres encendía un cigarrillo comprado en un semáforo.

En el reparto de temas para mañana me libro de la visita de la condesa de Barcelona al recinto, pero no de que me adjudiquen a Soledad Becerril vestida de flamenca: "La suspensión de los pases desmiente la presunta eficacia de Pellón", diría con la tensión que le caracterizaba. También toca el día de Banesto -viene el eficaz Mario Conde-, y Juan Valdés en persona, al que enojo preguntando por la infusión de coca. Reculé rápido al mundo cafetero.

Me avisan de fiesta en Ciudad Expo, sector italiano, pero me tienta más conocer la gran revelación: una cosa llamada karaoke: cantar uno mismo sobre la música con la letra a la vista. Se monta en un bar australiano donde bailamos sobre las mesas. En esa postura veo pasar a Manuel Olivencia, quien parece haber roto su promesa de no pisar la Expo. Miro la hora, es tarde para detener la rotativa y no atisbo ningún burofax, así que enfundo la libreta.
Vuelvo al barrio a por un pringoso mantecadito en el Avenida 5 Cines, mi cena habitual junto a la nueva fauna de mi calle: la del Arny y el Casanova.

El futuro se palpaba presente en aquellas jornadas, pero de eso me enteré luego.

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