Cultura

AC/DC, un recital de muy alto voltaje

el 26 jun 2010 / 23:27 h.

Durante años los han colgado en sus paredes, han forrado los libros de texto con su efigie, los han llevado consigo en parches y camisetas, y sobre todo los han escuchado hasta rayar sus discos. Anoche, esas figuras ideales, esos venerados iconos cobraron forma corpórea ante los ojos alucinados (y los oídos aturdidos) de más de 60.000 fieles, muchos de los cuales llevaban toda la vida esperando ese momento. Y en absoluto salieron defraudados.

Los valencianos Los Perros del Boogie, teloneros de turno, cumplieron con su tarea de caldear el ambiente con su rock sencillo y tequilero, de modo que cuando AC/DC saltó a las tablas -con una notable puntualidad, para lo que acostumbran a demorar estos macroconciertos- el Estadio Olímpico hervía ya de pasión rockera.

Una animación proyectada en pantalla gigante, seguida de gran profusión de explosiones o la irrupción en escena de una locomotora de tamaño real no logran distraer la atención del mayor efecto escénico con que cuenta el grupo australiano: su guitarrista, Angus Young, un señor que va camino de los 60 años, que viste uniforme granate de colegial, corretea por la pasarela y no para de sacudirse mientras acomete los acordes de Rock'n' roll train. Es verlo ahí y dar por bueno el precio de la entrada, como decían los taurinos de Curro Romero después del paseíllo. Junto a Young, Brian Johnson -los 63 cumplidos, "el perro viejo de la manada", como le gusta definirse-, irrumpe con su meneo de caderas y sus agudos rabiosos para meterse también al respetable en el bolsillo desde el minuto uno. Fue gritar "¡Hola Sevilla!" y venirse abajo el Olímpico, porque la voz aguardientosa de Brian es algo más que una voz: es una leyenda viva y rugiente.

Había, desde luego, repertorio del que tirar. Tal vez no haya sido AC/DC nunca un grupo de discos impecables de cabo a rabo, pero como factoría de himnos metaleros no hay quien le tosa. Como un ciclón pasaron Hell ain't a bad place to be, seguida de la explosiva Back in black, las muy coreables Big Jack y Dirty deeds done dirt cheap y las inconfundibles notas iniciales de Thunderstuck, arma de destrucción masiva contra el aburrimiento y la ataraxia. Resulta impresionante comprobar el modo en que, con elementos musicales y escenográficos muy contados, logran estos curtidísimos músicos llenar tanto.

El sonido es de una robustez que asusta, aunque se funde sobre tres acordes y una base rítmica de martillo pilón; los otros tres miembros de la banda -Malcolm Young, Phil Rudd y Cliff Williams- son hieráticos como ellos solos, pero Angus y Brian ya se mueven por todos. Sólo tomando la energía de sus seguidores, cargándose con la fuerza de esa muchedumbre, cabe explicarse desde el punto de vista biológico un despliegue tan electrizante.

Tras Black Ice, el reciente éxito que da nombre a la gira, llegó The Jack, tema en el que la cámara enfoca a cuanta chica atractiva se le pone a tiro y la proyecta sobre cuatro pantallas descomunales; y para que nadie le acuse de machista, el propio Angus Young ensaya uno de sus célebres strip-teases, hasta exhibir los calzoncillos con el logo de AC/DC, en lo que se antoja uno de los momentos más divertidos del show.

Y tras la risa, el luto inconsolable: Hell bells, la canción que la banda escribió tras la muerte del malogrado Bon Scott, su primer cantante, y que se inaugura con el tañido de una imponente campana. War Machine da paso a uno de los temas más celebrados (y versionados) del grupo, You shook me all night long, una gozada festiva que acabaría de encender el ambiente (por si a esas alturas quedaba algún corazón frío en el Estadio Olímpico) más allá de los límites de la histeria.

Los últimos por convencerse -seres de un sistema sanguíneo que no tenga nada que ver con los mamíferos, sin duda- lo hicieron con la demoledora TNT, junto a Whole Lotta Rosie y la aparición en escena de la ya famosa muñeca hinchable de varios pisos de altura.
Let there be rock fue no sólo la descarga de adrenalina que faltaba para rematar la faena, sino uno de los momentos extrañamente emotivos de la noche, al acompañarse con la proyección de las distintas portadas de los discos de AC/DC, fogonazos nostálgicos a un ritmo trepidante, adobados con un larguísimo, técnicamente ingenuo -pero altamente efectivo-, frenético solo de Angus desde su plataforma aérea, prodigio de confeti incluido.

Todavía quedaba tiempo para la propina millonaria, esos dos bises de oro que pusieron el broche a uno de los mejores conciertos que se recuerden en la capital hispalense. La rompedora Highway to Hell y la no menos insustituible For Those About To Rock, esa declaración de amor recíproco que AC/DC y sus incondicionales llevan cantándose los unos a los otros desde hace tres décadas, con acompañamiento de apoteósicos cañones. Pasarán otros 30 años y, si hay salud para todos, seguirán diciéndose a voces: We salute you.

EL INFIERNO ESTABA AQUÍ (Y NO ERA TAN MALO)

Todavía no era mediodía y ya se contaban por cientos los seguidores de AC/DC que buscaban en la Cartuja su legítima cuota de piadosa sombra. Si ya de por sí el negro parece el color menos indicado para afrontar el sol inclemente, las vejatorias temperaturas que se vivieron ayer lograron convencer a muchos de que el famoso infierno estaba en Sevilla: la permanencia del Betis un año más en Segunda, el atentado contra el Gran Poder, el aumento del calor y la visita del grupo australiano y sus campanas negras, todo en pocos días, no puede ser una casualidad.

En tales circunstancias, quienes hicieron el agosto fueron, por este orden: el vendedor de cuernos de plástico con luces intermitentes -despachados a miles, a cinco euros el par-, el vendedor de calimocho, los empleados de Mahou que iban de un lado para otro con sus barriles de mochila, y en última instancia los señores que regentaban el expositor de merchandising, pues la fe del rock duro conlleva preceptivos gastos en camisetas, banderas, chapas o cualquier otro adminículo concebido para mayor gloria de los ídolos, en este caso de los hermanos Young y sus conmilitones.

Entre las víctimas de golpes de calor y algún que otro émulo de Bon Scott -por la afición a los alcoholes excesivos, más que por el arte en el cantar- no era raro toparse con numerosos seguidores disfrazados de Angus y su clásica indumentaria de colegial, tocados con la no menos característica gorra de Brian Johnson y hasta cargando con guitarras de marquetería. Algo tendrá el infierno cuando lo bendicen, como ocurrió ayer en el Estadio Olímpico, más de 60.000 entregados fans de todas las edades.

Cuatro décadas de trayectoria dan para reclutar a mucho incondicional, desde prepúberes a puretas ebrios de nostalgia. Digamos que la edad media del respetable eran los treinta y tantos, y que las melenas pobladas -santo y seña de los heavies de los 80- abundaban tanto como las fatales tonsuras o los cráneos mondos de los más veteranos.


Y todo porque AC/DC, además de estrellas del rock, son un ejemplo evidente de que las verdaderas pasiones no caducan, de que los auténticos rockeros nunca mueren, ni hay reforma laboral que consiga prejubilarlos. Y de que el infierno no es un lugar tan chungo como ese adonde quieren enviarnos los brujos del sistema financiero. Hell ain't a bad place to be. Así que pasen... 

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