La confusión entre conceptos geográficos, políticos y sociales genera interpretaciones equivocadas de la realidad, que se altera en función de las distintas percepciones que se obtengan de un mismo hecho o concepto.
Desde el centro ideológico se puede tener un horizonte amplio, capaz de entender posiciones de la izquierda y la derecha para aglutinar las mejores de cada una en beneficio del ciudadano. No es otra cosa, a mi entender, el centro, sino aquel punto intermedio desde el que hacer política sin extremismos, aceptando que la sociedad es pluriforme y cualquier intento de transformarla debe tener en cuenta esa multiplicidad.
Entender el centro de manera geográfica no lleva más que a situarse en una posición alejada de los extremos, pero al mismo tiempo desconectada de los demás, si no se tiene en cuenta la centralidad: la posibilidad humana de establecer relaciones en mayor o menor medida en función de las propias capacidades. Llegar hasta el último lugar de la red social debe ser el objetivo de los políticos para poder conocer y atender las necesidades sociales.
Pero cuando un político entiende el centro como un lugar geográfico y la centralidad como el lugar desde el que controlar a toda la red social desde el inmovilismo, la acción política se transforma en centralismo.
Cuando el centro se convierte en egoísmo; cuando el centro es agujero negro; cuando el centro es la negación de lo que rodea, se trata de egocentrismo. Cuando la Junta dejó de ser madre y se convirtió en madrastra.
Hace ahora treinta años que este debate sobre centro geográfico sobrevoló Antequera sin posarse. De haberlo hecho, hoy hablaríamos del centralismo político de Antequera, porque es la propia acción política cuando está equivocada el que actúa como fuerza centrípeta, agujero negro de la administración autonómica, que niega a otras ciudades andaluzas que no sean la capital a no poder ni siquiera ser "la otra", esa reclamación que Joaquín Ramírez lanzó a Andalucía en nombre de Málaga: déjame, al menos, ser la otra.
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