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Contra la crisis... ¡innovación!

Vivimos en una sociedad inmersa en un proceso de globalización creciente. Y en ese proceso han jugado un papel clave las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que han facilitado relaciones nuevas y distintas a las trazadas por las rutas y fronteras tradicionales.

el 15 sep 2009 / 20:59 h.

Vivimos en una sociedad inmersa en un proceso de globalización creciente. Y en ese proceso han jugado un papel clave las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que han facilitado relaciones nuevas y distintas a las trazadas por las rutas y fronteras tradicionales. Si la riqueza en la sociedad preindustrial provenía de los recursos naturales, y en la industrial, del capital manufacturado, la riqueza de la sociedad postindustrial se basa en el conocimiento, en la imaginación, en el capital humano.

Esta nueva sociedad ya no es ni la de la tierra, ni sólo la de las fábricas, sino la de los individuos. Son ellos los que adquieren un protagonismo mayor gracias a que el uso de nuevas tecnologías, de fácil acceso y baratas, les permiten impulsar proyectos por sí solos, sin necesidad de que tengan que ser grandes corporaciones las que los sustenten. Un ejemplo son los periódicos digitales que, con muy pocos recursos, pueden generar un impacto a veces de más calado que los periódicos impresos.

Ahora, el periodista ya conoce el instrumento y se apropia de la potencialidad de Internet. La prensa es un instrumento de información y de comprensión de la información que da su visión de la realidad, mientras Internet es periodismo en estado puro. Un gran problema de Internet es toda la información que se esconde bajo los anonimatos: la libertad nunca puede escudarse en el anonimato.

En el siglo XXI, tener la información no implica tener poder. En el terreno de la información hemos pasado por tres grandes etapas históricas. Una primera se sitúa en la Edad Media, en la que unos pocos producían información para otros pocos. Los monjes, en los monasterios, escribían a mano sus códices, sus libros, para que los leyeran unas pocas personas, que eran las que sabían leer.

Después se inventó la imprenta y tras ella llegaron los medios de comunicación modernos, la radio, la televisión: muy pocos informan a muchos. Por último, entramos en la era de Internet, donde muchos, todos, podemos en cualquier instante elaborar información y difundirla a todos.

Esto significa que la información crea otro sistema de relación con el poder. Ya cada cosa que se dice no está revestida de poder por el mero hecho de ser difundida. Sí es cierto que con Internet la información se ha globalizado y que nos permite acceder ?desde cualquier lugar? a datos generados en cualquier sitio; también lo es que la aparición de los blogs supone acentuar determinados rasgos que sólo se apuntaban en otras variantes de Internet.

Frente al gigantismo y la burocracia del modelo anterior, basado casi siempre en grandes tecnologías e infraestructuras, el nuevo modelo de actuación admite la importancia de lo pequeño. Tras una economía basada en los productos, en lo tangible, la nueva se organiza alrededor de los servicios. Cualquier persona, desde cualquier sitio, puede generar riqueza. Y en este nuevo escenario de lo intangible, cobra una especial importancia la innovación como motor económico. Una innovación que se alimenta de la creatividad de individuos y colectivos interactuando en red.

Y la innovación es cambio. Admitir y propiciar el cambio frente a esos factores de resistencia que son la inercia, el miedo o la ignorancia. En el momento en el que vivimos, los cambios no son sólo inevitables, sino que se producen cada vez con más rapidez. El vértigo es una sensación lógica en unos tiempos en que cualquier idea o artefacto puede ser vanguardista hoy y caduco mañana.

«La innovación la hago yo.» Ése es el mensaje que nos lanzan las grandes corporaciones, las empresas multinacionales que han monopolizado la innovación durante décadas. Quizá esa concepción patrimonialista e individualista de la acción de innovar haya contrapuesto ésta a los valores de la izquierda. Pero innovar se sitúa en el polo opuesto de ser conservador.

En el siglo XIX se quemaban máquinas, porque se las percibía como una amenaza para la clase obrera, no como una oportunidad que traería, entre otros efectos, una mayor calidad en el empleo. Oponerse a la innovación en el siglo XXI sería equiparable a lo que fue quemar máquinas en el XIX.

Oyendo los discursos políticos actuales, parece que todo el mundo ha entendido que innovación es la palabra clave de la nueva sociedad. Pero la innovación no depende de los presupuestos en la misma medida que dependen las infraestructuras. La innovación no es consecuencia directa del tamaño de una partida presupuestaria. Aquellos que llevan toda la vida haciendo lo mismo no van a innovar, por mucho que se incremente al doble una partida presupuestaria destinada a ello.

Cuanto más dinero se les dé, más veces van a ir al mismo sitio, porque, con toda seguridad, les va a faltar lo que siempre les faltó: capacidad de riesgo e imaginación. Innovar es acelerar para ser el primero, para llegar antes que los demás a soluciones nuevas. La innovación sólo se puede hacer acelerando, intentando hacer hoy lo que se hará dentro de meses o años. Porque, si sólo se hace lo que hoy se necesita, no se está innovando.

Alguien ha dicho, y tiene razón, que sólo quien se pregunta cómo adelantarse a los demás está capacitado para innovar. En eso debe consistir la tarea de un Ministerio de Ciencia e Innovación: en estimular, comprender y apoyar a los que quieren hoy idear la vida tal y como se vivirá dentro de cuatro o diez años. Y eso tiene poco que ver con aumentar más o menos el presupuesto de I + D + i.

jcribarra@oficinaex.es

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