A principios del siglo diecinueve, el ensayista inglés Charles Lamb redactó un pequeño ensayo ?contenido en su trabajo Essays of Elias (1823)? titulado A dissertation upon roast pig. En él daba cuenta del paso trascendental que dio la humanidad al transitar desde el consumo de carne cruda a la carne ya asada. El notable descubrimiento tuvo lugar a través de un manuscrito chino que por fortuna llegó a sus manos. Ho-ti salió un día al bosque a buscar alimentos para sus cerdos, dejando a su hijo Bo-bo al cuidado de la piara. El chico, aficionado al fuego y empeñado en hacer honor a su nombre, accidentalmente prendió fuego a la casa, lugar donde se encontraban los cerdos, hasta dejarlo todo reducido a cenizas. Alarmado por el desastre, que afectó a una camada de 9 lechones, y movido por un olor que nunca antes había apreciado, entró en el habitáculo y se tropezó con uno de los cerditos abrasado. Al tocarlo, para ver si aún vivía, se quemó la yema del dedo y, en un acto reflejo, lo llevó a la boca. Era la primera vez en su vida que probaba la carne de cerdo asada. Hasta ese momento, y desde los inicios de los tiempos, los seres humanos se alimentaban de carne cruda que desgarraban con sus uñas y dientes. El padre, a la vuelta, oyó horrorizado las explicaciones del hijo. Tanto las relativas al incendio y al fatal desenlace de los cerdos abrasados, como las referidas al extraordinario hallazgo. Más tarde participó también del suculento manjar, y fue tal el placer que sintió que no sólo eximió de castigo severo al hijo sino que, a partir de ese momento, cada vez que deseaban carne asada construían casas, encerraban en ellas a los cerdos, y les prendían fuego. La práctica se extendió rápidamente por todas las aldeas de China. Y de este modo tan grotesco es como ha llegado a nosotros la carne de cerdo asada.

Hechos similares al relatado han estado, siguen y probablemente continuarán estando presentes en el devenir de nuestra existencia. Son la consecuencia inevitable de otorgar valor a los fines por encima y, frecuentemente, al margen de los medios utilizados. El divorcio entre fines y medios, conceden autenticidad al absurdo. Así, por ejemplo, nuestra adicción al crecimiento ?fatalmente llamado progreso? ha permitido contaminar el aire que respiramos, el agua que nos da la vida, el suelo donde habitamos.

Nuestra propensión excesivamente hedonista, desentendida de todo sentido del límite y carente de responsabilidad, limita nuestra capacidad para observar el alcance de sus efectos. Así como comprender que la búsqueda del preciado fin ha desatado, generalmente, desenlaces perniciosos de incalculables consecuencias. Seguiremos incendiando aldeas. Seguiremos satisfaciendo nuestros impulsos más primarios. Probablemente, sea éste nuestro destino. Fugaz y destructivo. Reincidiremos, una y otra vez, en el empeño de comportarnos como el torpe y embrutecido Bo-bo, incapaz de distinguir entre el placer percibido y el daño causado. Y, lo que es más lamentable, soportaremos que tras su experiencia cunda el ejemplo.