Si conocen a algún socialista que todavía ayer esperaba el milagro de una remontada, les rogaría que nos ayudasen a localizarlo: se merece un homenaje al optimismo antropológico. Y si no puede ser, al menos que le hagamos un reportaje para saber cómo piensa el único ciudadano en toda España que no se aventuraba el descalabro.
Pese a sus esperanzas, las elecciones más amortizadas de la historia de la democracia han terminado como esperaba cualquiera que no fuera un hooligan recalcitrante del puño y la rosa: con el PP abrazado a la mayoría absoluta y con los socialistas sumidos en una depresión del tamaño de las fosas marianas.
El miedo a los recortes apocalípticos funciona mal en un país que se ha convertido en una máquina de registrar parados.
El resultado es la ascensión a los altares de la Moncloa de un registrador de la propiedad que ha seguido enfebrecido esa máxima de Cela de que "el que resiste, gana", y la caída estrepitosa de un político talentoso y experimentado, Alfredo Pérez Rubalcaba, que podría decir en su descargo que él no vino a luchar contra los elementos y que lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible.
Ahora viene lo difícil para un PP que acumula el mayor caudal de poder absoluto de toda su historia. Rajoy se ha comportado durante los últimos meses como un maestro de la ambigüedad, el gurú de la indefinición calculada a base de sondeos. Pero ya no le vale. Ahora toca gobernar. Y eso significa decir qué es lo que va a hacer, cómo lo va a hacer y cuándo lo piensa hacer. Exactamente todo lo que se ha negado a decir hasta ahora para no enturbiar esta victoria abrasadora lograda ayer en las urnas. Enhorabuena y, por la cuenta que nos trae, suerte, muchísima suerte.