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El jardín secreto del señor Wiesenthal

Hay una forma de ver Sevilla que solo conocen los forasteros, una ruta que empieza siempre en el Alcázar.

el 06 may 2012 / 18:59 h.

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Lo más asombroso de aquella pequeña cola formada en la puerta del Alcázar, que habría sido mucho más larga si la maleducada temporada de lluvias de este año no hubiera elegido ese momento para despedirse con un aguacero homérico, es que todos eran forasteros. Y más de uno, repetidor. La gente prefiere volver que venir (la principal razón para el viaje, citada por un 37% de los que lo hacen, es "su propia experiencia", según la última estadística oficial andaluza). Sevilla es un país de golondrinas, l'oiseau du retour que dicen los franceses, el pájaro del regreso. Mauricio Wiesenthal las eligió para titular uno de los libros más bellos que ha dado jamás el castellano, El esnobismo de las golondrinas, y en ese recorrido de más de mil páginas por los viajes del autor de mundo en mundo, de los zíngaros del Danubio al Dublín de las viejas leyendas, de la Estocolmo vivida a la luz de las velas a los patios del Palacio de Topkapi, no se olvidó de hacer escala en Sevilla en condición de eso mismo, de ave del recuerdo, de antiguo morador. Entró por donde le pedía el alma que debe hacerse, "por el Guadalquivir, a la hora de las primeras campanas, igual que los almorávides llegaron por el mar, cubiertos con sus velos oscuros. A Sevilla debe llegarse", dice al fin, "como las golondrinas, las gaviotas y las cigüeñas". Y su primer destino fue el Alcázar, el jardín secreto de los visitantes, el que los sevillanos aún no conocen. Sobra el aún. El que nunca conocerán.

Wiesenthal regresaba a la Sevilla de sus primeros años universitarios después de mucho tiempo y de muchos amores y gozos exquisitos; medio mundo lo echaba de menos, pero él volvía aquí como una necesidad, tras empalagarse de trascendencia en Marrakech, Estambul... "Me había dado por escribir tan místico que podría haberme matado cualquier cosa, como esos gorriones que, cada madrugada, amanecen en los parques con un rayo de luna clavado en sus buches", anotó. Necesitaba alegría, esa honda superficialidad de Sevilla donde reponerse del dramatismo de vivir. "La poesía, la melancolía del destino, los libros, los adioses -el recuerdo de lo que fue- y la pasión de enamorarme de todo me estaban devorando, pero yo no quería morir como Rilke de un pinchazo de rosa, sino vivir la vida y sentirla en mis labios como una gota espesa de miel." De semejante guisa se plantó en el Alcázar igual que los forasteros de la otra mañana, en busca de ese algo imperceptible para los propios sevillanos, y que puede tener que ver con la experiencia de vivir un sueño, una hipótesis. Ahora que tan de moda están las rutas temáticas por la ciudad para los propios vecinos (la del Romanticismo, la del Siglo de Oro, la del Tenorio, la del 29...) no sería mala idea tomar como guía de viaje los libros de quienes vinieron a Sevilla y acabaron amándola.

La lluvia deja un barrizal de reflejos ocres y verdes en las losetas de los jardines, y el rey de los parques, con su cuerpo de cobalto y su larga cola forrada de ojos, hace honor a su nombre pavoneándose por la tapia donde pelaban a su tatarabuela el emperador Carlos V y su prometida Isabel. Para los demás, simplemente llueve. Pero mayor es la tormenta de megapíxeles; no hay un solo sitio donde uno, incluido el pavo, no esté estorbando a un fotógrafo en busca del arabesco perfecto. Recuerda Wiesenthal que entre los imperiales regalos del novio a la novia estuvo llenar estos jardines de unas flores persas, "y así, en esa luna de miel, nacieron los primeros claveles de España". Fuera, en lo terrizo, los alrededores de esa onírica fuente de la Gruta de las Sultanas son un pantano amarillo que parte en dos el Alcázar, y aun así no hay sitio en Sevilla más hermoso e inspirador para sentarse a escribir el comienzo de una novela o el final de una carta. Huele a alma.

Dentro, los forasteros han sucumbido a la maldición del monumento: Si vas mirando los techos, te pierdes. El laberinto se ríe de los visitantes y los pone a dar vueltas, y entonces cobra lógica el juego repetitivo de los azulejos y los garabatos. Wiesenthal lo llamó el palacio encantado, "con sus bóvedas que parecen plumas de halcón combadas por el viento" y "con sus columnas de mármol que, mojadas por el rocío, brillan como párpados que han llorado". Y todo esto sería gratis para los sevillanos, si lo visitaran. Será necesario irse de esta tierra de asombros e indolencias, aunque solo sea para regresar y comprenderlo.

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