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El sol de una noche de verano

No desaproveche la invitación que le hace Puerta de Jerez: disfrutar de largas tardes de verano en las que la noche también invita al sol al histórico lugar.

el 17 jun 2010 / 18:33 h.

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Pruebe a sentarse en el suelo, en el de la calle. Sentirá el calor de los adoquines atravesando su cuerpo, eso lo primero, y comenzará después a ver las oscilaciones que salen de la tierra, allá al final, como si se tratase de columnas de humo que reproducen de manera vacilante el fondo que las decora. Las mismas que sorprenden una y otra vez a cualquier niño que viaja en coche por una carretera que parece atravesar el sur de Arizona. Pero esto no es Arizona, ni siquiera por aquí circulan coches. Es la calle San Fernando, Sevilla; un buen lugar para el sentir del cuerpo ante las altas temperaturas. Aquí, cuando se dan las ondas, el sol está arriba, y el fondo que las decora reproduce un vaivén confuso en el que se mezcla la permanente vivacidad de jóvenes estudiantes y la fugaz mudez de señores acorbatados; la ligereza de cientos de bicicletas y la pesadez de un solo tranvía. Es el escenario de la Sevilla capitalina. Pasadas las 21.00 horas, el sol aún no se ha ido. Como en el ensueño de la carretera de Arizona, sigue al frente, iluminando el corazón de una ciudad absorta en el tiempo, en la que ahora unos cuantos venden baratijas mientras otros tantos sestean. Al fin y al cabo, es de día y hace calor.

Cuando hace la calor, como dijo en su romance el anónimo prisionero -y como de manera más popular que vulgar, por mucho que diga la RAE, lo dicen los sevillanos-, entonces queda al descubierto la esencia de Sevilla, el aroma de una ciudad en la que el sol se prolonga hasta bien entrada la luna. En la Puerta de Jerez el termómetro marca, a las 21.11 horas, 28 grados; temperatura engañosa según el residente: "Aquí la sensación de calor aumenta en dos o tres los grados que ahí marca, eso es por la humedad", dice mientras intenta vender incienso. Y será "por la humedad"; porque ahora es inexistente la corriente de aire que en febrero Puerta de Jerez hace con Almirante Lobo; será quizás porque hay olores de invierno -como el del café, el de la tierra mojada y el del incienso-, y olores de verano -como el de la sandía, el de la hierba húmeda y el de la sal-. Será por todo o por algo de esto, por lo que el aroma de la Semana Santa se hace pesado y consigue que la sensación de calor, esa de la que hablaba el vendedor, aumente en "dos o tres los grados que ahí -el termómetro- marca".

A la vista, el incienso detenido en el aire forma una nube de mística contaminación. Los rayos de un sol que debería irse pero no se va consiguen que los colores de la realidad sean más agradables ahora que en invierno. Parece como si al gris de los adoquines de la Avenida de la Constitución se le hubiera superpuesto un filtro anaranjado que combina con el fondo en el que se luce la Catedral, venerada por cientos de manchas radiantes que no son más que personas que vienen hacia Puerta de Jerez. Una vez más, repita el curioso experimento, aunque sea por un millón setecientas una veces: cierre los ojos fuertemente durante unos segundos, ábralos y sorpréndase de nuevo con los puntos negros que en movimiento esta vez ensucian la colorida fotografía que contempla. Esta ilusión, como las oscilaciones del calor, también se descubre cuando se es niño, pero nunca deja de impresionar. Con la luz estival funciona mejor.

También funcionan mejor las heladerías, sobre todo cuando también los niños las descubren. La que hace esquina con Maese Rodrigo está llena: el verano sabe a chocolate, a vainilla y a nata; a los mayores le sigue sabiendo a turrón, el sabor del tradicionalismo. Además sabe a granizada, más a la fucsia que a la de limón. Y la heladera, que desde hace ya tres meses tiene abiertas las muñecas por el esfuerzo de rematar barquillos, agradece que un color que da sed con sólo mirarlo atraiga tanto a la vista sedienta de un niño.
Helados, granizadas, mucha ropa blanca, poca ropa en general... Gente que viene y gente que va al compás que oscila el abanico de la gitana que pretende vender una rama de romero a la pareja de guiris que viene a pie; que en un rato va en coche de caballos. Al vendedor de incienso el verano debe saberle a palodul; el invierno, también.

El calor aquí suena a estación de tren, no sólo por los distintos idiomas que se escuchan. Pero sobre todo suena a agua, la que a chorros cae en la fuente de Sevilla; la preside una nereida, la reina del mar. El mar alivia el bochorno a muchos sevillanos que hacen junto a él su agostada vida urbana. Pero otros, niños y ancianos, cuando hace la calor siguen aquí, en Puerta de Jerez, en la puerta estival que derrite granizadas y helados de veraniego limón o de invernal turrón; en la puerta en la que es posible disfrutar de la larga noche sevillana que despierta cuando el día aún no se ha dormido.

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