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La abuela cumple 100 años

Viuda y sin hijos, Rosario Pazo cumplirá un siglo el día 6. Vecinos y familiares le preparan una tarta en la que apenas cabrán tantas velitas y con la que ella no dará abasto soplando. El Ayuntamiento de Los Palacios y Villafranca también le rendirá un homenaje.

el 15 sep 2009 / 22:09 h.

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Viuda y sin hijos, Rosario Pazo cumplirá un siglo el día 6. Vecinos y familiares le preparan una tarta en la que apenas cabrán tantas velitas y con la que ella no dará abasto soplando. El Ayuntamiento de Los Palacios y Villafranca también le rendirá un homenaje. Mientras, ella se ríe de tanto trasiego.

Es la abuela -o tal vez la bisabuela-de este municipio del Bajo Guadalquivir, pues no tuvo hijos y, por tanto, tampoco nietos, aunque estuvo casada más de 50 años. De modo que nadie sentirá celos de este apelativo que le da fama en todo el pueblo días antes de su cumpleaños. Nació en la misma vivienda que habita, en el número 9 de calle Charco, el 6 de febrero de 1909. Todavía sigue ahí, meciéndose sobre el mismo suelo en el que la acunó su madre cuando el pueblo no era ni primo de lo que es ahora.

En un siglo de vida, apenas tomó medicamentos ni viajó más allá de Utrera o Sevilla. Ni falta que le hizo. Cuando hace cuatro años sufrió una trombosis que se le repitió varias veces pero de la que salió triunfante, los médicos se sorprendieron de no encontrarle una historia clínica. No lo tenía. De estas primeras secuelas nonagenarias le quedó un cuerpo enjuto y la pérdida de la voz, pero también el sentido del humor relajado de quien mira la vida desde el otro lado, a salvo de los ajetreos. Pese a que apenas puede vocalizar sus pensamientos, se entera de todo y lo digiere con guasa. "¡100 años, tita, vas a cumplir!", le grita su sobrino como quien se lo revela desde otra galaxia, y le añade riendo: "¡La más vieja del pueblo!".

Mucho antes de los terribles años de la Guerra Civil, ella caminaba diariamente varios kilómetros por la vereda de la Armada para traerse sendos sacos de yerba y habas en cada cadera. Varios de sus sobrinos recuerdan aún su reacción radical cuando vio por primera y última vez la nieve, aquel amanecer del 3 de febrero de 1954. "En aquel entonces llevábamos cuatro años viviendo en el campo, tanto en invierno como en verano", relata su sobrino, "y cuando ella abrió la ventana y vio aquel mar de blancura, la cerró de un portazo". Con el susto que le dio, cogió sus trastos y se volvió para siempre a su vivienda del pueblo.

Vive con su cuñada, viuda también, pero convive envuelta en un milagro de longevidad, como si su presencia misma alargara los años de quienes la rodean. Su última hermana murió en 2008 con 98 años, e incluso su propia cuñada cumplirá en breve 96. Vestidas de un negro que ilumina sus canas, ven la televisión al calor de la ropa de camilla. No perdonan ni una comida. Cuando se sientan en la puerta, como antiguamente, la gente que pasa cree que son hermanas. De alguna manera, lo son.

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