Siempre habrá motivos para representar La Traviata, aunque sea uno de los títulos más conocidos (y vistos, en el Maestranza ésta era la tercera ocasión) de la historia de la ópera. Sucede que una historia, dramaturgicamente tan endeble, como la que sostiene este título ha de contemplarse hoy a la luz de otros focos. Y en ello la revolución escénica que ha venido experimentando la ópera desde mediados de la década de los 60 del pasado siglo tiene mucho y bueno que aportar.
No nos creemos que el director artístico del coliseo, Pedro Halffter, tuviera esta versión de Franco Zeffirelli como primera opción existiendo otras (pongamos por caso un muy intelectualizado y agitado acercamiento de Willy Decker) capaces de extraer nuevas conclusiones del relato apasionado y desdichado de Violeta y Alfredo.A la puesta en escena que hemos contemplado se le pueden poner muchos adjetivos: detallista, exuberante, decadente, imponente... pero ninguno de ellos es suficiente por sí mismo como para dar una mínima credibilidad a este festín de oropel barroquizante en el que fallan las más elementales reglas de la dirección de actores.
De este modo todos los cantantes evolucionan a base de clichés, de resbalones en la cama y en el suelo y de besos que rezuman naftalina.Como imbuído por este ámbiente átono, el maestro Andrea Licata simplemente dirigió con corrección a la Sinfónica de Sevilla desplegada en el foso. Busco el lado más dramático de la música desde la obertura y midió en todo momento el equilibrio entre las voces y el aparato orquestal -salvo cuando el Coro del Maestranza vociferó más de la cuenta en el primer acto-.
En lo menos bueno, optó por dinámicas un tanto erráticas en todo el Cuadro I del segundo acto.voces. Viene siendo un tópico que en las críticas trás de una Traviata el personaje secundario de Giorgio Germont acabe convirtiéndose en el más laureado. Aquí continúa el tópico pues el barítono George Petean unió musicalidad, cadencia y precisión en su, por otra parte, muy agradecida aria Di Provenza.
La soprano Norah Amsellem, a la que hace unos meses elogíabamos su participación en Turandot, fue de menos a más. Comenzó huérfana de agudos y escasa de coloratura en el primer acto, más luego hizo crecer su voz sitúandola en un muy correcto punto entre soprano dramática y spinto. Muy convincente en cambio su arrebatado Amami, Alfredo (un momento que el cine ha hecho aún más popular por verse incluído en la célebre película Pretty Woman).Al tenor rumano Teodor Ilincai pronto le vaticinamos que estará transitando repertorios mayores como Il Trovatore o La forza del destino.
La facilidad que posee para proyectar la voz y la cadencia y precisión para colorear el timbre nos hablan de un nombre, en breve, muy importante dentro del panorama lírico actual. Si su Alfredo no acabó de convencer fue por una continuada tendencia al engolamiento.
A buen nivel el conjunto de secundarios, desde una gracil Anina (Aurora Amores) a una Flora Bervoix (Itxaro Mentxaca) dúctil y muy resuelta. No aporta nada a la función la inclusión de un injerto folclorista (acto II) a cargo de un conjunto de baile cuya dilatada actuación procede interrumpiendo en exceso la narración.