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La verdad sobre el comisario

Solo una persona inmune a la melancolía podía convertir en un triunfo la cuestionada Expo 92.

el 15 abr 2012 / 18:08 h.

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Emilio Cassinello tiene la mirada tierna y disparatada de quienes han crecido echando algo de menos, quizá sin saberlo. Sus 75 años son absolutamente inverosímiles; con ellos demuestra que la fórmula de la eterna juventud son los viajes y la predisposición al asombro. Nadie más adecuado que él para un cargo tan exquisitamente retórico como el de comisario de la Expo 92: su voz es un paisaje copioso de palmeras cimbreantes, arenas tostadas y suculentas frutas de colores. Solo a una voz así puede encomendársele con esperanzas de salir airosos la responsabilidad de conmemorar el descubrimiento de un mundo. El que lo primero que hiciera el Rey tras clausurar la Expo fuese darle un abrazo explica, como solo saben explicar los arrebatos del tacto, la necesidad que el mundo tiene de gente idónea.

"Aquellos fueron los mejores años de nuestras vidas", recordaba el otro día haber dicho a un viejo amigo, al evocar los tiempos de la Expo. Fue sin duda un acto de generosidad, viniendo de alguien carente por completo de una visión dramática de sí mismo; de un hombre con la lucidez y la experiencia necesarias para no dar nunca por cerrado el capítulo de las maravillas. Es lo menos que cabe esperar de una persona que podría contar la historia de más de medio siglo XX solo con sus anécdotas personales. Como diplomático, lo único que no ha hecho ha sido aburrirse: negoció la liberación de los españoles secuestrados por el Frente Polisario en el 75, restauró la amistad perdida entre sus dos patrias (España y México), presentó al Rey a la viuda de Azaña, vivió el golpe en Madrid creyendo que aquello estaba pasando en la India, convenció al mundo entero para que viniera a gustarse a Sevilla, cenó con Carolina de Mónaco en la Cartuja e inhaló las cenizas de la muerte en Nueva York el 11 de septiembre de 2001.

Emilio Cassinello no se hizo un currículum: lo fue atesorando desde que nació. Su primera misión diplomática, profesional y vital de envergadura fue pasar los Pirineos a los dos años huyendo de la España de Franco, lo cual le dejó la impronta del tránsito entendido como necesidad. De hecho, nunca se consideró desterrado, salvo en el sentido vegetal de la expresión: desmacetado, destiestado. De su primera estancia en México recuerda que no se sintió nunca expatriado, sino empatriado allí. Años después habría de regresar, pero ya no como fugado de una dictadura sino como representante de una prometedora democracia, singularidad que siempre ha rememorado como una de las más bellas emociones de su vida.

Los sevillanos lo recuerdan como un hombre elegante y entrañable, pero eso no es nada comparado con la huella dejada entre sus compañeros y subordinados, a lo largo de su carrera diplomática. Es posible que alguno de ellos hubiese expresado alguna vez su disposición a matar por él en caso de ser preciso, extremo que no ha quedado suficientemente constatado pese a las gestiones realizadas. Para, al final, preguntarse uno: ¿Es esto realmente lo que habría que decir de Emilio Cassinello? ¿Es esta su vida? ¿Es este él? Hace dos tardes explicaba cuál era su olor preferido: "Cualquiera de las habitaciones de mis nietos. He entrado en la deslumbrada edad del abuelo." Porque la verdad y toda la verdad sobre Emilio Cassinello es que no conoce un sonido más hermoso que el del violonchelo; ni una vista más espectacular que el amanecer en Dar es Salaam mientras daba el biberón a su hijo, en brazos; ni sueño más llorado que el de no haber sido director de orquesta; ni recuerdo más valioso del día de su boda que las sonrisas de su mujer y sus padres, ni tiempo menos perdido que el de estar escuchando las Cantatas de Bach, por orden y ritualmente, de la uno a la 212, y vuelta a empezar. Ni sinsabor más inadvertido que la soledad del diplomático. Él lo explicaba esta semana en los términos más dulces, advirtiendo de la existencia de "costes ocultos" en su profesión, siendo el peor de ellos el de "amortizar tu vida familiar prematuramente". Cuando se dio cuenta llevaba ya media vida viajando. Pero le ha quedado como pensión vitalicia una mirada tierna y disparatada que es la envidia de todos los abuelos.

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