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Oro puro

el 19 jun 2010 / 07:27 h.

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La Torre del Oro caracteriza a Sevilla. Es como el sol que se mantiene siempre en apogeo clavando sus rayos en el Guadalquivir, otro símbolo de la ciudad. Si pregunta a algún turista qué es Sevilla, tras aclamar "cerveza y calor" piensan y dicen con más sentimiento: "Y el sol, y el río, y la Torre del Oro".

Tanto para ellos, como para los de aquí, los tres emblemas son complementarios, ninguno se entiende sin el otro. Y así lo entendieron los que construyeron el torreón y le dieron nombre: Borg-al-Azajal, torre que parece de oro cuando el sol la ilumina y la refleja en el río.
Pese a ello, la Torre del Oro fue concebida como si se tratara de acero, y de acero hoy parece estar construida en su interior. Formó parte de las murallas del Alcázar y su función era defender e impedir, mediante una gruesa cadena de hierro que cruzaba el río de orilla a orilla, la entrada de enemigos al puerto fluvial. Hoy, la torre alberga un pequeño museo marítimo donde se expone una colección de mapas y antigüedades relacionadas con la historia naval de Sevilla; pero también alberga frío, como el que se desprende del acero.

Las maquetas de las tres famosas calaveras, La Pinta, La Niña y La Santa María, remotan al que las observa a una época posterior, a aquella en la que el también de acero Cristóbal Colón se fue a encontrar La India y descubrió unas Américas repletas de oro. Y como el oro reluce el enorme mascarón de proa del yate Giralda, que sobresale de una de las paredes del torreón invitándole a subir a bordo. Reliquias antiguas, retratos de importantes marineros, piezas marítimas de gran valor o enormes mapas dibujados en la pared que señalan la primera vuelta al mundo de Magallanes y Juan Sebastián El Cano son algunos de los contenidos que dentro de la torre se conservan como oro en paño.

Pero su verdadero tesoro se encuentra en la cima. Tras subir haciendo círculos más de 90 escalones, se llega a la terraza. Es el primer tramo de los tres cuerpos que forman la torre. En el centro de la terraza, aún se levantan dos cuerpos más; dos tramos de 13 escalones cada uno en forma de montaña le permiten acceder hasta el descansillo del segundo cuerpo, desde donde puede mirar a cualquier punto y observar la belleza de sus vistas. Dichas escaleras se sitúan frente a La Maestranza, y desde allí también se puede ver gran parte de la Catedral, cuyo giraldillo parece que vigilara a la Torre mientras ésta vigila al río y cuida de Triana, que justo en la margen opuesta del río luce tranquila y serena pero siempre alegre por el colorido que las casitas de la calle Betis prestan a la vista.

Es este tramo del río, quizás, el mejor arropado y con más vida: algunos turistas se paran en su orilla, otros lo miran desde el puente; los más flamencos, desde una terraza en la calle Betis; los más curiosos no dudan en montarse en barco y recorrerlo para sentirlo más de cerca.
Pero la mejor vista la tiene la Torre, que fue construida para ese fin. A pesar del ruido del agitado tráfico que se aglomera en la avenida, la altura a la que se encuentra la terraza le invita al silencio. El reflejo de la torre en el agua también es de oro, y el paseo que la enmarca a ambos lados se asemeja a un manto verde donde algunas flores rojas salpican el entorno. Se percibe una sensación de libertad absoluta, como si nadie pudiera encontrarle allí, como si fuera un refugio desde donde usted toma la ciudad pero nadie le reconoce.

La pena, sin duda, es que sólo se pueda visitar por la mañana, porque al oscurecer, cuando la luna se posa sobre la ciudad y las luces comienzan a mostrar su brillo, desde ella el Guadalquivir debe evocar a Jorge Manrique: "Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar..."

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