Cultura

Sevilla no cotizó en arte

Mientras la asunción de los emprendedores revolucionaba el mercado artístico en buena parte de Europa, la flamante capital hispalense quebraba económicamente y se quedaba descolgada en pleno Barroco. La única clientela era religiosa

el 11 nov 2014 / 13:00 h.

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Sevilla, la gran capital del Barroco, el epicentro económico mundial durante un siglo, se quedó descolgada económica y artísticamente precisamente en este periodo histórico, el que más se asocia con la capital hispalense. No es que no hubiese producción artística, nada más lejos de esto, pero sí ocurrió que el mercado de arte se estancó y no se modernizó porque no se incorporaron a él los nuevos grandes protagonistas, que de hecho siguen siéndolo hoy: los empresarios. Por aquellos días no se les llamaba así, eran mercaderes, pero el afianzamiento de un incipiente sistema económico que derivaría en el capitalismo los tuvo a ellos como grandes motores en buena parte de Europa... pero no en Sevilla. Josep Borrell, vicepresidente de la Fundación Focus Abengoa; Anabel Morillo, directora general de la misma, y Antonio-Miguel Bernal, ayer en Los Venerables. / Foto: Pepo Herrera Josep Borrell, vicepresidente de la Fundación Focus Abengoa; Anabel Morillo, directora general de la misma, y Antonio-Miguel Bernal, ayer en Los Venerables. / Foto: Pepo Herrera La disección de esta situación ha servido para arrancar la Escuela de Barroco de la Fundación Focus Abengoa, que este año lleva el título de Empresas y empresarios en tiempos del Barroco y se ha puesto en marcha con un análisis firmado por el profesor de la Universidad de Sevilla y Premio Nacional de Historia Antonio-Miguel Bernal Rodríguez. En su conferencia (Capitalismo y Barroco: dinero y agentes económicos en el mercado del arte) reflexionó sobre cómo los comerciantes supusieron toda una revolución al demandar objetos artísticos, uniéndose a los tres grandes estamentos que históricamente habían servido de motor en este campo: monarquía, nobleza e Iglesia. El perfeccionamiento de las técnicas mercantiles consagró en la cúspide empresarial de la época a grandes familias que gastaban su buen dinero en arte. Así se constata en cómo poco a poco los comerciantes, que hasta entonces habían sido retratados normalmente como reflejo de la avaricia, acaban protagonizando cuadros de manera mucho más noble, hasta el punto de que Tiziano llega a retratar al mismísimo emperador Carlos V como ya se había hecho dibujar el primer Fugger, el patriarca de estos banqueros alemanes. Ese cuadro, por cierto, fue un regalo de esta familia al monarca cuando se alojó durante un tiempo... en la propia casa de los Fugger, cerrando así el círculo. Aunque el que realmente se lo montó bien fue Rembrandt, que utilizó verdaderas estrategias de mercado para comercializar su obra. Un reflejo lo tenemos en su célebre Ronda nocturna, «que pagaron a escote todos los que salían en el cuadro» como miembros de la patrulla de un capitán. De hecho, uno de los protagonistas no abonó lo estipulado y el pintor «no tuvo empacho en quitarlo» sin mayores contemplaciones, dejando claro que aquello era arte, sí, pero también negocio. ¿Y qué pinta Sevilla en todo esto? Pues desgraciadamente bien poco, porque estas nuevas prácticas se asientan a partir de la segunda mitad del siglo XVII, cuando la capital hispalense ya estaba hundida mercantil y financieramente. «En 1601 quebró el único banco que había en Sevilla, ya no habría otro hasta el XIX», reseña Bernal Rodríguez, quien apostilla que aquello «deja a la ciudad en quiebra». A esto se une que el tipo de mercader que había en Sevilla «no tiene nada que ver» con lo que empieza a surgir en Europa, como demuestra por ejemplo que aquí no llegaron a fundarse grandes compañías. En todo esto hay una excepción: los mercaderes extranjeros, sobre todo holandeses. No es casualidad que Murillo acabe pintando a Josua van Belle o a Nicolás Omazur, o a Justino de Neve, perteneciente a una familia llegada de fuera «que está a años luz en cultura económica de los comerciantes que había aquí». Los Neve, por cierto, acabarán emparentados con dos familias cuyos nombres delatan su procedencia extranjera y que tendrán una gran importancia en la historia local: Bécquer y Blanco White. «Los mercaderes extranjeros compran los cuadros de Murillo porque ven que es una buena inversión», siendo los únicos que muestran una visión artística-comercial inédita hasta entonces por estos lares. En esta Sevilla en la que el comercio se ha hundido y hay por tanto pocos empresarios, en la que la Corona se queda ya definitivamente en Madrid y en la que los nobles huyen a la Corte, ¿qué actor principal queda? Pues la Iglesia. «Sevilla se convierte en una ciudad levítica en la que la única clientela del arte, y con una capacidad limitada, es la religiosa». Cofradías, instituciones y el propio Arzobispado coparán así durante muchísimo tiempo el mercado del arte hispalense. «El sevillano cree que el único Barroco que hay es el de aquí, cuando en el resto de Europa floreció a otro ritmo menos rigorista y triste» , concluye Bernal Rodríguez, para quien sólo hay que ver los inventarios postmorten de las grandes familias, de una pobreza artística «que da pena, nada que ver con los flamencos, los ingleses o los italianos». Sevilla, en definitiva, «se quedó descolgada, se produjo una revolución a la que no llegó», y de hecho se la empezó a retratar como la ciudad de la «falsía», en la que las quiebras impedían cumplir con los compromisos, y todo ello durante ese Barroco del que tanto presumimos aquí.

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