Cultura

Tira la muralla, que eso es moderno

La exposición del Antiquarium sobre las puertas de Sevilla permite volver la vista atrás y recordar el gran apoyo social que tuvo el derribo del cinturón amurallado de la ciudad

el 09 dic 2014 / 12:00 h.

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02-10-14Muralla Macarena Sólo quedó en pie un lienzo «a fin de que sirva de estudio a los amantes de las antigüedades». / Carlos Hernández La inauguración el pasado viernes de la exposición que, en el Antiquarium de las Setas, recuerda a las desaparecidas puertas de Sevilla, es una buena excusa para volver la vista atrás y repasar lo que, con la mentalidad actual, se considera un auténtico disparate. Porque las murallas no sólo se tiraron sin oposición ciudadana alguna, algo hoy inconcebible, sino que se obedecía así al entusiasmo del Ayuntamiento y el Gobierno Civil, y de no pocas instituciones públicas, empresarios y hasta la prensa. Es decir, que la opinión pública era entonces mayoritariamente partidaria de echarlas abajo. Así lo recuerda el historiador y profesor de la Universidad de Sevilla Alfredo Morales, que en un artículo se detenía en el último gran episodio de defensa de las murallas y puertas, que asumió una Comisión Provincial de Monumentos frustrada porque sus desvelos no servían para gran cosa, y eso que logró el respaldo –el único de relevancia, por cierto– de la muy influyente Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Aquello fue en 1867 y se levantó un pequeño dique de contención que, poco después, se llevó por delante la Junta Revolucionaria que controló Sevilla tras la revolución de septiembre de 1868. En su texto, Morales resume los argumentos que impulsaron este frenesí de demolición: «Se justificó su desaparición con razones higiénicas, simbólicas y económicas, al considerarlas como perjudiciales para la salubridad pública, como un estorbo para el tráfico de personas y mercancías, como un emblema de la opresión y como un impedimento para el crecimiento de la ciudad y el desarrollo económico». Ahí es nada. De hecho, el propio Morales cita a Leopoldo Torres Balbás, que ya pasados unos años, en 1922, escribió que «estas murallas de nuestras villas no caen de vejez, ni las arruinan los temporales, derríbanlas los municipios como cosas viejas, inservibles y molestas». Viejas, inservibles y molestas, así es como se veían entonces estas defensas. La historia de la destrucción de las murallas arrancó en 1830, cuando el asistente de la ciudad ordenó derribar el lienzo que conectaba con la Torre del Oro para prolongar lo que entonces se llamaba el Paseo del Río y, de paso, crear los jardines de Las Delicias y del Cristina. La siguiente en caer fue la puerta de la Barqueta, en 1858, que molestaba al trazado del ferrocarril rumbo a su estación de Plaza de Armas. También le estorbaba al tren el tramo de muralla entre esta puerta y la de San Juan (en la calle Guadalquivir), así que adiós, y en este caso con la anuencia de la Comisión de Monumentos, que argumentó que este lienzo era de construcción moderna y, por lo tanto, carente de «interés alguno para la historia y el arte». No obstante, y para intentar evitar lo que era cuestión de tiempo que ocurriera, la propia comisión impulsó un informe para ver qué debía conservarse y qué podía tirarse. En general, se concluyó que debía protegerse todo el frente norte, desde la Barqueta hasta la puerta del Sol, coincidente con la calle homónima, y que también debía respetarse la amenazada Torre de la Plata, algo en lo que coincidía la Academia de Bellas Artes. Frente a ellos, la mayoría (autoridades, instituciones y sociedad civil en general) era partidaria de la demolición, con el criterio de que su desaparición era, según Alfredo Morales, símbolo de «modernidad y civilización», y es que su presencia «impedía el desarrollo de la ciudad». Con estos argumentos, las puertas del Arenal, Real y de la Carne cayeron en 1864, hace ahora siglo y medio. Aquello ya no hubo quien lo parase: el 22 de enero de 1867, el Ayuntamiento inició el derribo del tramo entre las puertas del Sol y de Córdoba, por mucho que se hubiese acordado no hacerlo. Por ello, no informó como era preceptivo a la Comisión de Monumentos, que se embarcó en una burocrática carrera contra el reloj para frenarlo. Ante el lío que empezó a formarse, el gobierno local cedió con la boca chica, porque dos meses después reanudó la demolición. Ahí ya entró en juego la Academia de Bellas Artes, que apeló al ministro de Gobernación y logró que aquello se parase. Eso fue en noviembre de 1867. Diez meses después estalló la revolución de septiembre de 1868 y la Junta Revolucionaria resucitó la idea. Como dijo el Ayuntamiento, así se lograba «el ensanche de Sevilla para conseguir su desarrollo y prosperidad». Todo muy moderno. Y al final, lo que pasa siempre: no sólo no se respetaron los lienzos de muralla que se iban a conservar, sino que la ciudad ni mejoró sustancialmente ni se hicieron nuevas construcciones que tapasen los «arrabales repugnantes» ahora al descubierto. Según la Comisión de Monumentos, quedaron así a la vista «casas miserables, tapias de huertos y acaso depósitos de inmundicias». Sí se dejó en pie el tramo entre las puertas de la Macarena y de Córdoba, «a fin de que sirvan de estudio a los amantes de las antigüedades y den exacta idea para consultar las defensas militares de remotos tiempos», según el Ayuntamiento.

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