Rafael de Cózar. / José Manuel Cabello Por Sara Mesa No podía creerlo cuando me enteré ayer de la noticia. No quería creerlo, no podía ser verdad. Había llegado a pensar sin racionalizarlo, como se piensan las cosas que se sienten hondamente intocables que Fito era inmortal, que jamás podría desaparecer de nuestras vidas. Seres como él no deberían marcharse nunca, porque enriquecen el mundo a su paso. Lo conocí hace ocho años y, desde entonces, encontrármelo fue siempre un motivo de alegría. Presentó mi primer poemario, lo trató con un cariño inmenso, aunque yo era una total desconocida por entonces. Me dio confianza, me hizo sentir que cada palabra cuenta, que, siempre que se diga con autenticidad y valentía, cada pequeña palabra cuenta. Luego leyó mis cuentos, me animó a continuar. Cuánto le debo, cuánto le debemos todos. Era un ser absolutamente generoso, con todo el mundo, con la vida. Derrochaba versos, derrochaba entusiasmo. Lo veías de lejos y abría siempre los brazos, como para abrazarte. Jamás asomaba a sus labios una queja. Le brillaban los ojos cuando mencionaba a Natalia y cuando hablaba de poesía, si es que esto no era lo mismo para él. Todos lo adorábamos. Adorábamos su sabiduría que traslucía entre risas, sin asomo ninguno de pedantería, su inmensa personalidad y su talento, la adorable desvergüenza del que no tiene complejos dentro del absurdo mundillo literario porque sabe que juega en otra división, y sobre todo su humor, el humor ante todo, que en él siempre fue sinónimo de humanidad y de inteligencia. Se nos ha ido demasiado pronto y su pérdida nos produce una enorme rabia, pero quedará siempre en nuestro recuerdo, inalterable. Desde aquí doy mi más sentido pésame a su familia y les digo: podéis estar orgullosos, habéis vivido con un hombre insustituible en el que latía un corazón enorme. ~