Con dos años, Alejandro solo conseguía distraerse haciendo puzzles si éstos conllevaban alguna dificultad. Le mezclaba seis puzzles de 24 piezas en una bolsa de plástico y él los hacía al mismo tiempo. Era incansable. Apuntaba maneras. Cuando le faltaban tres meses para cumplir los tres años, ya se sabía el código de circulación. No los colores o las formas de las señales, sino lo que significaban y así se lo indicaba a su padre mientras éste conducía. No quedaban muchas dudas, era superdotado. El 7 de julio este sevillano de Santiponce cumplirá 27 años y lo hará trabajando para la NASA, en el prestigioso laboratorio Jet Propulsion Laboratory (JPL) de Pasadena (California), al que se incorporó hace unos días tras rechazar otras dos jugosas ofertas. Un centro especializado en misiones no tripuladas y robótica, entre las que destacan las Voyager I y II, Spirit y Opportunity los primeros robots en explorar la superficie de Marte y la que más suena, el Curiosity, que en agosto cumplirá un año de su llegada a Marte, explica Alejandro López Ortega. Acabo de entrar en el grupo de Propulsión Eléctrica, cuya misión es desarrollar la tecnología que permita aumentar la vida útil de los propulsores iónicos que usan muchas de las misiones a lugares lejanos del sistema solar. Se trata de mejorar este sistema frente a la propulsión química (que usa la combustión de gas en los cohetes que lanzan satélites o astronautas al espacio) y que tiene la ventaja de que proporciona mucho empuje para salvar la fuerza de la gravedad pero no resulta eficiente, indica. Por contra, la propulsión eléctrica ofrece mayor rendimiento pero tiene mucha menor fuerza, de modo que muy poca cantidad de gas te lleva muy lejos, pero el proceso de aceleración es lento. Así, lo que se hace es lanzar el aparato en un cohete convencional y, una vez en el espacio, se usa la propulsión eléctrica para llegar lejos en el momento en el que la gravedad no es relevante, aclara. Voy a trabajar en desarrollar los programas que permitan la simulación de lo que pasa dentro del propulsor eléctrico y la interacción del gas con las paredes, que es lo que provoca erosión en el mismo. El objetivo final, indica, es hallar la manera de disminuir esta erosión que limita la vida útil de los propulsores. Su orgulloso padre, Manuel López Casero, actual director del Parque Científico y Tecnológico de Huelva y que fuera secretario general de Industria y Desarrollo Tecnológico de la Consejería de Empleo y Desarrollo Tecnológico de la Junta de Andalucía entre 2001 y 2004, relata que con 12 años Alejandro, que había adelantado dos cursos antes de entrar en la universidad, le preguntó qué tenía que estudiar para ser ingeniero de Fórmula 1, una de sus pasiones. Yo le contesté que creía que más importante que los motores o la mecánica en la F1 era la aerodinámica y que los que más sabían de eso eran los ingenieros aeronáuticos. Ya no volvimos a hablar del tema. Estudió la Primaria en el colegio público Santiponce, la Secundaria en el Santa Ana de la capital y los estudios de ingeniería en la Escuela de Ingenieros de Sevilla, donde se graduó en 2008 atesorando una larga batería de premios y reconocimientos. En realidad, acumula todas las distinciones posibles que puede recibir un estudiante. El Ayuntamiento, la Junta, la Universidad de Sevilla, la Real Maestranza de Caballería, el Colegio de Ingenieros Aeronáuticos y también el Ministerio de Educación han reconocido sus méritos por cosechar el mejor expediente académico de su promoción, con 35 matrículas de honor a lo largo de sus cinco años de estudio. Los cinco folios de currículum deslumbran. No solo ha estudiado en Sevilla, también un año en Tolouse (Francia), y cinco más en el California Institute of Technology, el Caltech, el sueño de cualquier ingeniero, donde ha cursado un máster y se ha convertido en doctor tras defender su tesis a la que dedicó tres años y medio hace apenas unos meses, por los que también ha recibido premios al mejor alumno. No es el único español en la cima mundial de la ingeniería. En su departamento de la universidad hay uno o dos estudiantes españoles cada año y creo que hemos dejado el pabellón alto porque los programas de ingeniería en España son mucho más duros que aquí y al entrar a hacer un máster o un doctorado se nota. Algunos están en España o en Europa y otros, como él, hemos decidido quedarnos aquí. La mayoría de amigos españoles de Alejandro que trabajan en California no tienen intención de regresar. La mayor diferencia que veo es que antes el que se iba fuera lo hacía en busca de algún valor añadido que pudiera encontrar en otro país, como trabajar en un proyecto más interesante desde un punto de vista personal, ahora parece que se está convirtiendo en una necesidad para investigadores, científicos e ingenieros, reflexiona. Él no piensa por ahora en la posibilidad de volver a España. Muchos de mis compañeros de la escuela de ingenieros de Sevilla está también trabajando en USA y en Europa. En su caso, aunque admite que nunca dejo de mirar esa posibilidad, reconoce que cada vez es más complicada. Se casará en agosto en Ciudad de México con su novia, que es mexicana, con lo que ahora tiene a su familia más cerca. Por ahora me siento a gusto aquí aunque obviamente echo de menos a mi familia y amigos de España, pero la oportunidad que tengo ahora creo que es única y me gustaría aprovecharla por un tiempo y ver hasta dónde puedo llegar. Sus padres lo tienen asumido. Sabíamos que los niños tenían que ser globales y que nosotros seremos la última generación en cuidar de nuestros padres. Hablamos con él por internet todos los días, pero se ha adaptado muy bien y se ha hecho un cocinillas. Su madre le manda recetas. Lo único que nos importa es que sean felices.