En viajes por Europa y América constató este ‘juntaletras’ que los abogados tienen allí peor fama que en España. En Estados Unidos si alguien dice serlo entre amigos con diferentes profesiones, las miradas se vuelven torvas tentándose -los más precavidos- la cartera. No tienen mejor imagen ‘Attorneys’ británicos o ‘Lawyers’ irlandeses. Suelen relacionarse entre ellos ante la desconfianza que entraña tener cerca una ‘sanguijuela’ picapleitos. Sobre chistes de abogados en inglés hay hasta libros.

Sin embargo, en España son un poder silente los abogados. Se agrupan en ‘Ilustres Colegios Oficiales’ bendecidos por la Inmaculada Concepción y raramente castigan la mala práctica o el abuso profesional. Si lo hacen, los colegios eluden identidades bajo códigos. Años después de perpetrarse las ‘comisiones deontológicas’ notifican escuetos dictámenes.

Sin embargo, ‘The Law Society’ británica o irlandesa fulmina del ejercicio profesional cualquier abuso documentado y testimoniado ipso-facto. Los mana (equivalente a colegios españoles, pero australianos, canadienses norteamericanos...) retiran licencia con la misma rigidez que la dan ante trasgresiones de sus miembros de las normas. En Costa Rica, por ejemplo, el colegio de abogados publica nombres completos, causas y víctimas cuando finalizan procesos de queja contra sus afiliados en el diario de mayor tirada. Y paga el anuncio quien resulta condenado.

Llegados a este punto aterrizamos entre abogados dedicados a defender o acusar en casos criminales. Los ‘penalistas’ han pasado, los últimos años, del anonimato a la palestra. ¿Causas? Están espléndidamente pagados, hay más morbo popular, miedo personal y manipulación informativa. Hasta los abogados de oficio cobran del estado por defender al peor criminal. Narcos, corruptos, defraudadores, estafadores o delincuentes con ‘padrinos’ financian el gremio de los penalistas. Entre togas también hay competencia y grados de competencias. Pero todos comparten habilidades expresivas y recursos dramáticos en pro de la causa más peregrina.

Los penalistas al juicio popular no tienen término medio. Coleccionan odio o apoyo entre quienes defienden o acusan ante cualquier hecho criminal. Un juez, hoy jubilado, refirió a quien suscribe que en España hacen falta tres Códigos Penales. Uno está publicado y es vigente, alcanza a cualquier mortal. Otro sería para delitos cometidos en cárceles, que gozan de impunidad pues la única pena es la privación de libertad; los demás derechos están intactos. El último Código Penal castigaría trucos, trampas, mentiras y afines que cometerían los penalistas para sobrellevar su trabajo.

Vivimos en un país con jurisprudencia que alcanza todos los rincones del Derecho. Esta contradice hasta doctrinas del Tribunal Supremo, Constitucional u órganos Internacionales. Además, el efecto testimonial, documental o dramático subyuga entendederas de juzgadores con diferentes enfoques y bases intelectuales. Esto lo saben los ‘penalistas’.

Debe añadirse que la corrupción generalizada, reparto de subvenciones, nepotismo, gestión urbanística y licitaciones públicas especializó a letrados en delitos antes inéditos. También, en los delitos societarios o los huecos que deja la criminalística aplicada por cuerpos policiales, a veces con fallos indefinidos niveles de certeza. Esas lagunas las aprovechan los defensores de investigados para obtener absoluciones, nulidades, aplazar ‘sine die’ la instrucción sumarial o bien polemizar más allá del sentido común.

El largo y burocrático proceso judicial español hace que los penalistas tengan un buen caldo laboral. Además, juega a su favor que su clientela tiene miedo, pánico a perder la libertad, pagar multas o indemnizaciones pues pedir perdón o resarcir jamás sucede. Los penalistas en los ‘juicios rápidos’ son trámite por el elevado número de sentencias de conformidad. En otros sumarios más sesudos suelen tener más reflejos que otros cuando traza una estrategia, o se modifica, si no se obtienen los frutos esperados.

Aunque nuestras autoridades niegan por activa y pasiva la creciente criminalidad, no es menos cierto que el número de abogados expertos en temas penales creció considerablemente ya que es preceptivo abogado y procurador para cualquier causa penal y éstas desbordan los juzgados.

Hablando del ‘negocio’ del abogado, algo tabú pues raramente hablan de su facturación, tarifas, etc... es obvio que defender a culpables debe ser rentable. En Sevilla conocidos letrados que antes defendían a policías pagados por la administración y sindicatos cambiaron de bando. Son mejores clientes narcos, violadores, asesinos, pederastas, estafadores, maltratadores y un largo etcétera.

Un dato llamativo, y que poco se airea, es la ‘incompatibilidad moral’ que vemos en algunos penalistas antes miembros de la judicatura. Prejubilaciones, excedencias y retiros de jueces, fiscales y secretarios judiciales (hoy LAJ) son cuestionables. Quizá, o seguro, consideran más rentable cambiarse de acera tras conocer las entretelas del poder judicial.

Otras incompatibilidades, las reales e impunes, se ligan al dinero fácil, el tráfico de influencias, el negocio ‘en familia’, la política o trepar por el escalafón. Los mejores entendedores lo captaron tras sentencia del Supremo sobre quién paga gastos hipotecarios.

A ciertos ‘penalistas’ le vemos relación con el mundo universitario aunque estos vínculos ‘chirrían’. Hay dictámenes impecables, y pagados a precio de platino, que sustancian ‘doctorandos’, interinos o ayudantes gratuitamente en cátedras donde los docentes titulares ansían lucir toga o la visten hurtando horas al servicio público por el que cobran nómina.

En determinados departamentos universitarios formalizan así una doble regla. Una es académica, la que trasmite conocimiento; otra es más benevolente con los criminales que llenan los bolsillos de codiciosos docentes que así ‘blanquean’ a los penalistas más mediocres en cuanto a ciencia jurídico-penal.

Los casos más mediáticos, como el de ‘La Manada’ o la desafortunada Marta del Castillo servirían para visibilizar al penalista en su salsa. Otros reputados profesionales del Derecho Penal los percibimos muy cerca de individuos de los que parecen portavoces, mayordomos, lacayos o secretarios. Una cosa sería defender a quien tiene un problema con la ley y otra pensar que juzgadores, fiscales, policías, prensa o la ciudadanía padecen discapacidad mental. La Justicia tiene la última palabra.