Benedicto Ranedo Hernández nació en Huelva a finales de siglo XIX. Llegó hasta allí, junto a sus hermanos, integrando el éxodo de los carlistas que perdieron una guerra fratricida en el norte español. El ferrocarril fue el gancho laboral de sus padres para aterrizar en Huelva desde la Rioja alavesa. Benedicto se las ingenió para sobrevivir sin doblar mucho el espinazo. Su labia, simpatía arrolladora y ser el perfecto anfitrión de juergas flamencas le naturalizó al sur. Era un tipo apreciado en la capital choquera, cuando era más cosmopolita que contaminada por la química.

En los agitados días de la segunda república ‘Don Benedicto’ se apuntó -en 1932- a la Federación de Clases Medias Españolas. Por ahí se conducía su perfil antimonárquico. Por ahí se acercaba al ideario del que fuera presidente republicano, el conservador Presidente Niceto Alcalá-Zamora. Sus hijos vivían ‘como reyes’ de los negocios de salón que hacía su progenitor. Los remataba con cante y baile de postín más caldos del Condado. ‘Don Benedicto’ fue un discreto y efectivo bon vivant

El epicentro de la calle Rábida, donde siempre vivió la familia de Benedicto, fabricó en tres de sus hijos filias por posturas más encendidas en el derechismo y populismo. El tiempo los sublevó contra la República que respetaba el ‘cabeza de familia’. Agosto de 1936 fue un mes para olvidar para ‘Don Benedicto’. Estuvo a punto de perder la vida por republicano -aunque de derechas- en una Huelva tomada por leales de Franco. Sus amistades terratenientes, bodegueros y falangistas avalaron su vida. Ayudaron al empeño sus acreditadas habilidades sociales.

No ocurrió igual con autoridades y militantes republicanos que salvaron la vida de los derechistas. A estos los aislaron en un barco que fondeó en la Ría, lejos de mineros que los quisieron abrasar uno a uno. La gratitud de los salvados fue nula. Mataron, vilmente, a quienes les debían la vida. Francisco Espinosa Maestre lo detalla, con bisturí de historiador, en sus obras

Bernardo Ranedo Rodríguez era el ojito derecho de ‘Don Benedicto’ y su esposa. En parte le debía la supervivencia ya que su carnet de falangista ‘camisa vieja’ garantizó esa libertad de la que siempre hizo gala. El padre legó a su hijo personalidad singular, simpatía sin par y verbo subyugante.

Bernardo se alistó para combatir, junto a los sublevados, contra la IIª República. Superó, con galones de Sargento de Infantería, formación en una Academia que los franquistas instalaron en San Roque. El BOE 591 del 5 de junio de 1938 publica el destino de Bernardo. Estaba ‘a disposición del General del Cuerpo de Ejército de Castilla’. Pero Bernardo nunca fue a la guerra.

Antes de incorporarse al frente estuvo semanas en Sevilla disfrutando de la ‘paz’ que instauró el General Queipo de Llano desde Julio de 1936. Queriendo hacer carrera en Falange, a lo que sumaba ser Suboficial del Ejército, frecuentó despachos en la Cámara Agrícola (calle Trajano). Allí tuvo sede la Falange del torero ‘Algabeño’, de aristócratas, terratenientes y obreros que soñaron un golpe con revolución nacional-sindicalista a la IIª República.

También, pues tuvo físico y atributos de galán, Bernardo conoció alcobas del desaparecido Hotel Venecia (Plaza del Duque), durante los días en los que estaba repleto de espías y periodistas. Y frecuentó los bailes del Hotel Cristina, donde se alojaban tripulaciones de la Legión Cóndor germana. Intimó con varias casaderas de la cúpula sevillana. Fue disputado por ellas.

Logró, Bernardo, retrasar su entrada en combate por influencias con los mandamases falangistas. Obviamente, prefería la vida del Don Juan rubio de ojos claros que se pegaba en una Sevilla de hambre y represión. Hizo diana en el amor con una bella señorita a la que conoció en un baile.

No perdió ocasión de agarrarse todo lo que ella le dejaba en público. Aquella Sevilla era perfecta para el amor furtivo y sexo desenfrenado con la debida discreción. Además de un cuerpo que envidaba más de una, Bernardo se enamoró perdidamente y fue correspondido. La flecha de Cupido caló.

La Sevilla del Virrey Queipo era la plataforma peninsular de un golpe que se coció entre Canarias y Melilla. La capital de La Giralda se llenó de ojos que lo escrutaban todo. Cualquier incidencia era registrada por los servicios de inteligencia, espías falangistas, requetés y muchos delatores que proliferaron por doquier. Sevilla acumulaba ya miles de cadáveres en fosas del cementerio de San Fernando gracias al terror que instaló Queipo de Llano.

Un buen día, a Bernardo Ranedo lo abordaron dos uniformados. Le introdujeron, de malas maneras, en un vehículo. Le condujeron hasta unos calabozos donde Bernardo se preguntaba por qué estaba allí. Varios días fue torturado hasta que confesara lo imposible.

Era acusado de ser espía republicano en la Sevilla del pánico a infiltrados de los ‘rojos’. Bernardo lo tenía crudo. Estuvo unos días recluido en la antigua Casa del Pueblo de la calle Cuna. Fue torturado en la antigua Escuela de Magisterio, cuando estaba en la calle Jesús del Gran Poder.

Cartas a sus hermanas y padre fueron interceptadas, mientras estaba en Sevilla. Por esa vía creyeron se comunicaba con su teórica ‘antena’ en Huelva, a la que daban por sentado que su padre ‘blanqueaba’ por ser militante republicano aunque derechista.

Los textos de las cartas no tenían nada que objetar salvo los afectos familiares que profesaba Bernardo. Llamadas que hizo desde centralitas de hoteles e imputaciones delirantes colmataron las infamias que antecedieron a la tortura. Bernardo no entendía nada. Su vida no valía nada. Era candidato a los peores destinos vitales.

Como Bernardo ni se explicaba el porqué de su desgracia -estar preso y torturado-, ni sabía de dónde le venían las falsas acusaciones optó por intentar zafarse del entuerto. Se hizo el muerto en una de las palizas que sabía le esperaban una buena tarde. Sus verdugos estaban convencidos que acabaría ‘cantando’. Fingió quedarse inconsciente para sobrevivir.

Parecía un muerto más. Su cuerpo fue conducido hasta una habitación donde compartía espacio con otros cadáveres. Como no pudo disimular su vitalidad fue descubierto intentado escapar. Sus torturadores, desesperados por el proceder y hermetismo de Bernardo, decidieron decretar su ingreso en la prisión de ‘La Ranilla’.

Sus hermanos y padre, mientras tanto, desplegaron todos sus contactos para saber de Bernardo. Varias semanas llevaban sin saber nada de él. Extrañaba ante alguien muy unido a su familia.

Un paisano y amigo falangista les dijo que estaba encarcelado añadiendo que no podía aclarar por qué. La rumorología sobre el sargento-falangista no podía ceder a su papel de espía. Los chismes derrotaban sobre amoríos furtivos del también rompecorazones con una dama que pretendía un hijo del General Queipo de Llano nada menos.

Juanita y Rosa Ranedo Rodríguez eran tan bellas o más que su hermano Bernardo. Cogidas del brazo entraron en los locutorios de La Ranilla. Llevaban comida, ropa, tabaco y dinero para su hermano. Lloraban, desconsoladas, cuando le vieron aparecer demacrado. No podían articular palabra cuando le tuvieron detrás de un cristal que les separaba del abrazo y besos que querían darle para conducir su rabia por tamaña injusticia.

Parco en palabras, y sabedor que era espiado por los carceleros, tenía un torrente de palabras en su cabeza para trasmitir a su familia. Lo único que pedía era salir de allí y vengar el despecho de un cobarde que le acusó de espía cuando en realidad era un cornudo a la vieja usanza. La salud de Bernardo le tenía abandonado, a juicio de sus hermanas. Así se lo hicieron saber a su otro hermano y padres por teléfono desde Sevilla.

La preocupación de Juanita y Rosa sobre su hermano se incrementó días después. Le vieron peor que la primera vez encarcelado. Estaban, además, en una Sevilla con todo en contra. Nadie quería saber nada de Bernardo ya que fue denunciado por alguien próximo al ‘Virrey’ Queipo. De lo que llevó a Bernardo a la cárcel había más tabúes, basados en rumores sin base.

Una tercera visita de Juanita y Rosa a La Ranilla no logró que le vieran, que le tuvieran enfrente. Ni le pudieron entregar lo que le llevaban para su mayor bienestar. Los funcionarios ‘La Ranilla’ le dijeron –sucintamente- que ‘ya no estaba allí’. Temiendo lo peor comenzaron a gritar y llorar cuando nadie les desmentía que habría muerto rejas adentro.

Pero una luz se les encendió cuando un empleado las apartó de un grupo de familiares de presos. Les confesó, en voz muy baja, que había abandonado la cárcel en dirección a Aracena. Allí había un sanatorio antituberculoso pues le diagnosticaron tal enfermedad. La segunda muerte de Bernardo tampoco se consumó. Pero antecedía a la definitiva. En ‘La Ranilla’ no murió, pasó unos días terribles sin saber por qué estaba allí ni que hizo.

Juanita y Rosa informaron de la mala nueva a su familia. Regresaron a Huelva. Y desde allí viajaron hasta Aracena. ‘Don Benedicto’ estaba espantado con lo que sucedía a su hijo más querido. Amortiguaba su dolor de lo que le ocurría a amigos y familiares por culpa de la barbarie fratricida. No entendía la voracidad del ‘fuego amigo’.

Las hermanas de Bernardo, Rosa y Juanita, llevaban varios días alojadas en una pensión de Aracena. En el pueblo serrano no averiguaron mucho más de la suerte de Bernardo. Las despacharon de mala forma en las oficinas del sanatorio, acostumbrados a dar noticias fatales a familiares interesados por la vida de sus deudos.

Alojadas en un lugar mejorable, las hermanas de Bernardo contactaron con su padre. Él hizo gestiones desde Huelva con un amigo de Aracena. Al día siguiente oyeron la peor noticia esperable. Bernardo había muerto el día anterior a la llegada de Juanita y Rosa. Su cuerpo fue arrojado a una fosa a las afueras del pueblo de los contagiados por la tuberculosis.

Las hermanas del infortunado no pudieron llevar, nunca, flores al lugar donde reposan los restos de su querido hermano. Se marcharon humilladas de Aracena. La misma rabia trasmitieron a sus padres. ‘Don Benedicto’ dejó correr la vida sin su hijo más apreciado, más desde su injusta ausencia. Juanita y Rosa nunca olvidaron a Bernardo, jamás dejaron de alabar a su hermano a quien quisiera oírlas. Así condujeron la vileza con que abrazó la muerte alguien que a nadie hizo daño en su corta vida.

Muchas noches, y años, después en una alcoba de Madrid, del barrio de Salamanca, en una casa de potentado hay una dama que suspira en secreto por Bernardo. El amor y sexo con quien le casó una España que heló el corazón de la otra -según vaticinó Antonio Machado- no era tan sentido, tan entregado, tan vibrante como cuando la amaba Bernardo. C’est la vie!

Ese caballero rubio que ya no lo tenía cerca, el que le recitaba poesías y piropeaba mente y cuerpo, como nadie lo hizo fue un sueño que vivió, que pudo materializar. Esa dama lloraba, para sus adentros, tanto como Juanita y Rosa. Las tres veces que murió el apuesto sargento-falangista no ofició ningún funeral entre quienes le recordaban esplendoroso. Bernardo tiene quien le escriba, como el Coronel que noveló el inolvidable Gabriel García Márquez.

Nadie sabe dónde está el cuerpo de Bernardo. La fosa donde yace estuvo vigilada por la guardia civil de Aracena casi dos años para que nadie se acercara. La tuberculosis era la razón sanitaria. La que se contagiaba en una cárcel repleta de inocentes. Sí se sabe dónde reposan los restos del General Queipo de Llano. En un lugar de culto, la basílica de la Macarena.

La polivalencia del ‘fuego amigo’ ampararon los despechos de un prepotente con padrino. No toleró que su novia se entregara al Bernardo que centra una historia que parece increíble. Las personas malvadas raramente mueren tempranamente. Expiran en la alcoba y de viejos. Los mejores congéneres pisan la tierra pocos años. ¡Cuánta ironía!.